Retales de sus vidas. David Masobro

Retales de sus vidas - David Masobro


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nombre y eres mío. Si cruzas las aguas, yo estoy contigo; si pasas por los ríos, no te hundirás. Si andas sobre brasas, no te quemarás… dado que eres precioso a mis ojos, eres querido, y yo te amo» (cf. Is 43,1-4).

      11. No estás sola

      Dios sanó las heridas de los que habían perdido toda esperanza (Salmo 147,3)

      Son las cinco de la tarde. María espera junto a la ventana, sentada en su silla de ruedas. María es una mujer de semblante envejecido pero llena de energía. Su vida ha sido dura. Su corazón ha sido traspasado una y otra vez: la muerte repentina de su marido, la ruptura con sus hijos, la enfermedad, el internamiento en el hospital y finalmente la soledad y el aislamiento.

      Pero hoy, María espera confiada y con una cierta calma. Hoy la visitará su prima. La prima de María no ha tenido una vida fácil. Su padre la abandonó cuando era una niña, su madre tenía problemas con el alcohol y ella empieza a estar enganchada a algunas drogas.

      María recibe a su prima. Un beso, una sonrisa, pocas palabras y enseguida se dirigen al jardín del hospital. Las horas pasan y ambas mujeres conversan tranquilamente en el bar del hospital. Sin embargo, de pronto, la prima de María siente algo…

      Algo que es como una luz, como una llamada, como el susurro de una palabra, como una brisa suave… Algo que le impulsa a levantarse de la silla y a decir con calma: «María, voy al lavabo». La prima de María se levanta y llega al lavabo, pero no entra en él sino que camina jardín arriba, con paso monótono pero decidido, cada vez más rápido, cada vez más arriba, siempre hacia lo alto… hasta que desaparece en el horizonte…

      Pasan los minutos y algunas horas y María sigue en el bar, sola, sin comprender nada, esperando contra toda esperanza. Al cabo de un rato María pide a la empleada del bar que llame a su pabellón para que la vengan a buscar…

      María, no estás sola. Si en la oscuridad de la noche no has oído tu nombre no es porque Él no lo haya pronunciado. El Señor vive dentro de ti y te espera, te busca, te nombra y te dice: soy el Padre de los huérfanos, el defensor de las viudas y, desde la morada donde resido, preparo un hogar para los que están solos y desamparados (cf. Salmo 68,6-7).

      12. De nuevo, san Martín

      Venid benditos de mi Padre, porque estaba desnudo y me vestisteis (cf. Mateo 25,34.36)

      Un día de invierno del siglo IV, un soldado del Imperio Romano encuentra a un pobre a las puertas de las murallas de Amiens. Hace mucho frío y el hombre está tiritando. Martín no lo piensa mucho. Desenvaina su espada y con un corte certero corta su capa y le da al pobre la mitad. Ninguno de los dos hombres quedará cubierto del todo, pero tampoco ninguno de los dos morirá de frío.

      En aquella época, el Imperio compraba a sus soldados solamente la mitad de su uniforme. Así, Martín, dando la mitad de su capa a aquel hombre, le da todo lo que posee. Esa noche, Martín tiene una visión. Cristo se le aparece y le dice: «Hoy me has vestido…».

      Más de mil años más tarde, en otro día frío y gris, la historia se repite… Es un día lluvioso de noviembre. El cielo tiene un color plomizo y metálico. El frío es intenso. Es domingo, y un grupo de enfermos de un hospital psiquiátrico se dirigen a misa. Hoy es un día especial. El hospital ha conseguido que un coro rociero venga a animar la celebración.

      Empieza la misa. Hay un paciente que siempre lee la primera lectura. Es un hombre alto, fuerte y moreno, de voz imponente y profunda. El coro alegra la misa y muchos pacientes aplauden emocionados cada una de sus intervenciones. Justo delante de mí se encuentra una mujer joven, vestida con un pijama azul. La mujer sigue la misa con emoción, aplaudiendo, cantando y bailando. Sin embargo, de pronto, algo inesperado ocurre. En una de las canciones la mujer se arranca la parte de arriba del pijama y lo arroja al altar. La chica se queda desnuda de cintura hacia arriba.

      Yo estoy justo detrás y me quedo mirando la escena sin saber qué hacer. Lo mismo les pasa a los sacerdotes y a la gente que está a su lado… Todos quedamos como petrificados, menos el hombre fuerte que lee la primera lectura, el cual como un san Martín, desabrocha su camisa y, con una delicadeza llena de cariño tapa a la mujer y la acompaña fuera de la iglesia. De todos los presentes, aquel hombre es el único que se ha hecho pan y se ha dado a los demás.

      Cuando termina la misa me encuentro cara a cara con él. Está radiante y no puede dejar de sonreír… Y es que, como nos dice Etty Hillesum en su diario, el amor al prójimo es como un brillo, como una oración que nos ayuda a vivir.

      13. Vivir de la Palabra

      Cuando tus palabras me llegaban, yo las devoraba; era tu palabra para mí gozo y alegría del corazón, pues era reconocido por tu Nombre (Jeremías 15,16)

      Cuando llega el otoño, los jardines del hospital se adornan con colores nuevos. La luz del sol apenas calienta. Tan solo unos rayos se filtran a través de las hojas de los árboles y dan algo de su calor a los pacientes que, adormilados, están sentados en los bancos de delante de su clínica.

      Entre ellos está Antonio, buen amigo desde hace años. Antonio es un hombre mayor que siempre va vestido de manera juvenil, con tejanos, camisas de colores llamativos y una gorra de algún club de futbol. Cuando me acerco a él y le pregunto cómo está, noto en él una alegría inesperada. Hoy me dice que no está ni eufórico ni desesperado. Se siente feliz y equilibrado porque por fin experimenta lo que Dios le había prometido: «Aunque vuestros pecados fuesen rojos como la grana, como nieve blanquearán» (Is 1,18), me comenta, y añade también lo que dice san Pablo: «Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rom 5,20). Mientras me habla de la Palabra como si fuera una continuación de su vida, le veo contento, pleno y con una nueva esperanza…

      Es el mismo caso que el de aquel hombre pobre que encontré en la iglesia de mi barrio, hace ya algunos años. Su aspecto era descuidado y parecía haber pasado la noche en la calle. Recuerdo que se movía ansioso de un lado para otro y que se santiguaba continuamente de una manera extraña y exagerada. Cuando vio al párroco, se acercó a él y le dijo: «Padre, soy de la tribu de Benjamín, ¡de Benjamín Toshack! Hace años que leo la Biblia y quisiera pedirle que me recomendara algún libro del Antiguo Testamento». El sacerdote, algo perplejo, le dijo: «Bueno, puedes leerte el libro de los Reyes», a lo que respondió: «Gracias Padre, pero ¿cuál de los dos, el primero o el segundo?». Aquel hombre, aún con sus dificultades, conocía la Palabra y trataba de llevarla a su vida.

      Dos hombres que, como nos dice el P. Chevrier, reciben la Palabra con atención, sumisión, respeto y amor y que tratan de que esta penetre en su corazón como el dedo en cera blanda.

      Dos vidas que le pueden decir a Jesús: «Señor, mi casa y mi mente están destruidas, pero Tú vives en ellas».

      14. Gracias

      Por eso te digo que quedaran perdonados sus numerosos pecados, porque ha mostrado mucho amor (Lucas 7,47)

      Es domingo. Hoy la iglesia está llena. La mayoría de los que vienen a la misa del domingo son personas mayores del barrio. También se ve a familias jóvenes, venidas de más allá del océano. El grupo que prepara la misa reparte las tareas de aquel domingo: unos repasan las lecturas, otros llevarán las ofrendas, y otros repartirán la hoja parroquial al final de la misa.

      Este día me piden que ayude a dar la comunión. ¡Dar la comunión es siempre una responsabilidad y también una alegría grande! Cuando veo a las personas que se acercan a recibirla siempre contemplo su concentración, su fe y su amor a Cristo. Todos la reciben habitualmente cada domingo, con el deseo de parecerse más a Jesús y de transformarse más en Él.

      Sin embargo, hoy, de entre todas las personas que van a comulgar, hay una mujer cuya actitud me impresiona especialmente. Se trata de una mujer joven que va vestida con un traje negro. Su rostro refleja sufrimiento. Parece que lleva días sin dormir. Cuando se acerca más veo que tiene una herida profunda en uno de sus pómulos en la cual todavía hay sangre reciente.

      La mujer se acerca a mí, toma la comunión, me mira y me dice: «Gracias, muchas gracias». A continuación se queda mirando a la cruz que hay al lado del altar, se echa a llorar


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