Cazador de narcos II. Derzu Kazak
de los cuales se operaban para tenerlos “redondos”, similares a los de la raza invasora.
Estaban los Akha, cultivadores de arroz, en prolijas terrazas intensamente verdes, doblados por la cintura, con el agua rozando las rodillas y los infatigables brazos, como sarmientos de vetustos viñedos, sembrando y sembrando bajo el agua los tiernos tallos durante el día entero. Los Lahu, con sus grandes medallones de plata en el pecho y una cuantía formidable de abalorios, rondando sin prisa sus precarios poblados, asentados arriba de los mil doscientos metros sobre nivel del mar, cultivando arroz y adormideras.
Los Yao, herméticos chinos del sudeste Asiático, que los vietnamitas suelen llamar Man, vestidos perpetuamente de color negro, el tono que distingue su clan. La tribu Lamet, austroasiáticos del grupo Mon–khmer, parientes cercanos a otro grupo racial, los Khmu. La tribu Lu, tibeto–birmanos, con rasgos que recordaban a los rostros del Karakorum y a los Sherpas. Los Shan, budistas Theravadas, con sus turbantes y sus cuerpos bellamente tatuados. Cada uno con su dialecto.
Y para colmar ese gran mosaico étnico que es el sudeste Asiático, las tribus Meos y Lisus, el terror de la DEA, en esos tiempos los cultivadores más relevantes del mundo de la hermosa amapola, también conocida como adormidera, que los botánicos bautizaron con en nombre de Papaver Somniferum.
Ahora, el principal productor de adormideras se instaló en Afganistán, al norte de Pakistán, y el control estaba en las manos indetectables de las altas esferas mundiales, tan altas, que resultaban intocables.
Papaver Somniferum. Un nombre que invariablemente evoca peligro y exterminio…
El triángulo de oro del opio, en las nacientes del río Mekong, que en su recorrido hacia el Mar de la China aísla las fronteras de Tailandia con Laos, transpone Camboya (o Kampuchea) frente a su capital, Phnom Penh, y escapa por Vietnam al sur de Ho Chi Minh.
El mítico Mekong, el río de la guerra, teñido con la sangre de mil combates, un estoico testigo de la perversidad del hombre, arisco y terrenal, barrunta el tormento de su gente mejor que ningún otro río, y llora su desconsuelo arrastrando lágrimas bermejas flanqueadas de idílicos jardines tropicales a sus ribazos. Un paraíso explosivo.
El río del opio.
Hacía bastantes años que el Comandante John Parker había recorrido esa comarca, en el tiempo que estuvo combatiendo en la perversa guerra de Vietnam. Ahora la rememoraba desde el extremo más meridional del mundo a pesar de haberla tratado de enterrar en algunos impenetrables vericuetos de su mente.
En su imaginación veía aldeas paupérrimas, con callejuelas de greda disparejas salpicadas de excrementos de animales grandes y pequeños, donde los búfalos cegados de barro pasaban el día en los pantanos, y los cerdos hozando en cualquier parte, siempre contentos con su destino, mientras ellos dormían en los portales de los cobijos hechos de bambú y fibras entretejidas de palmera.
Los niños retozaban con perros canijos de raza indefinible y rabo retorcido, persiguiendo gallinas o fumando mañosamente gruesos cigarros liados con las farfollas que recubrían las panochas de maíz, desnudos y tiznados, pero sonrientes y traviesos.
Todos mascaban el betel que ennegrecía sus dentaduras, de lo cual se jactaban mostrándolas pródigamente cuando hablaban o reían, mientras observaban la suya con desprecio y asco. Consideraban los dientes marfileños de los occidentales repulsivos y grotescos.
Eran “dientes de perro”.
El betel fue y es al presente muy utilizado para la masticación. Se obtiene de un arbusto trepador que los botánicos llaman Piper Betle. Recolectan las hojas, de sabor picante y amargo, en el momento que comienzan a amarillear, las mezclan con nuez de areca y cal viva, y preparan el pan supari o sirih–pinang, el mismo que se conoce como buyo en Filipinas. Cada día se mastica el betel en esa zona del mundo desde la antigüedad más remota. Los malayos son en verdad apasionados del betel, tanto, que lo consideran un objeto de lujo y necesidad. Ninguno puede prescindir de él. Lo ofrecen a los huéspedes en señal de cortesía y en carácter de ofrenda en el interior de primorosas cajas de betel, auténticas obras de arte.
Viajaba en su imaginación por las remotas serranías que pocos extranjeros se animan a recorrer por temores bien fundados. En otras épocas y en los tiempos de guerra, era una ruta suicida.
Nombres míticos de poblaciones, como Muong Sing, Nam Tha, sobre el afluente Tha del río Mekong. La asombrosa Luang Prabang, la regia capital de Laos con el sagrado Prabang, la imagen de oro del Buda, una reliquia invaluable de quince centímetros de altura. Xiangkhoang, sobre el afluente del río Mekong llamado Ngum, en Laos. Surgían en su memoria como un espejismo que se convirtió en funesta pesadilla. Unos cuantos de sus compañeros retornaron vivos pero estropeados de ese infierno bélico; casi todos los sobrevivientes tenían el cerebro exangüe por las drogas y los espantosos recuerdos.
El Comandante temía incursionar en esos archivos que, con ingentes forcejeos, fue arrinconando en lo más insondable del recuerdo.
Su grupo había incursionado más de una vez por Chiang Mai, en el litoral del río Ping, con sus refinadas artesanías en plata y satén de Tailandia, el río Lampang, lindante del río Wang. Phrae y Nam, aledaños al río Nam. Todos tributarios del río Chao Phraya, que desemboca contiguo de Bangkok, la Venecia asiática, la Ciudad de los Ángeles, la bellísima capital del venerable Reino de Siam.
Vio la rutilante frescura de un mundo rudimentario, amalgamado con un raudal de castas con los hábitos solariegos de China y lenguas propias. Miles de años transcurrieron cambiando rostros sin reemplazar almas.
Donde se juntan las fronteras de Tailandia, Laos, Birmania, Vietnam y China, crecía de manera maravillosa una planta frágil con hermosas flores rojas. Una flor que en España nace en medio de los trigales, pintando capotes grana de formidables toreros en las dehesas. En España, donde la flor se llama amapola, únicamente sirve para componer coplas flamencas y engalanar el pelo de las aldeanas.
En Asia, el hombre encontró un zumo lacticíneo en su capullo. Asombrado, sospechó un halo mágico… Acaso diabólico. Presentía un elixir para anular su inteligencia. Sin inteligencia, el hombre ignora que es desdichado… Y descubrió el opio, la morfina... la heroína. ¡Tuvo pleno éxito! La inteligencia logró autodestruirse...
Recordaba cuando cruzaron por desfiladeros entre los novecientos y los mil ochocientos metros sobre el nivel del mar. Labradores indigentes tiranizados por las sectas asiáticas del opio preparaban la tierra con estiércol de búfalo descompuesto en parvas cubiertas con tierra. Sembraban las amapolas después de las lluvias de otoño, entre los meses de noviembre y marzo, encorvados sobre el suelo con sus rudimentarios enseres. La adormidera es una planta muy delicada, y exige al hombre demasiado esfuerzo para entregarle unas gotitas de su concentrado alcaloide.
Le contaron a través de su intérprete, que sembrando durante cinco meses, podían prolongar la recolección del opio y hacerlo en familia, con pocas personas. Eso, si tenían la suerte de que los fríos primaverales… o los desecados estíos… o las plagas de langostas, no destruyeran las plantaciones, llevando una prolongada hambruna a sus hogares.
En su cerebro, retornaron las espeluznantes plagas de langostas que ocultaban la bóveda celeste. Zumbadoras nubes pardas dejaban caer sobre la tierra el granizo viviente con una sola misión que cumplir: devorar indiscriminadamente con metodología de Kamikaze toda la vegetación que esté en su camino. Una maldición apocalíptica que dejaba a su paso el terreno desnudo más vertiginosamente que los exfoliantes bélicos americanos. Formaban un monstruoso ejército absolutamente disciplinado, sin temor a la muerte, cada langosta era el soldado perfecto, obcecado en la única misión de su vida: comer a reventar.
Hordas liliputienses de Atila arrasando la tierra.
Nadie sabía de donde salían.
Pero sí por donde pasaban.
Los niños se divertían haciendo largos collares con langostas vivas que pinchaban en un hilo; las mujeres y hombres, deshechos de darle palos con las ramas desgajadas de algún arbusto, tenían el talante abatido y los brazos caídos a sus costados, los cuerpos flácidos, rendidos