Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín. Daniel Brailovsky

Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín - Daniel Brailovsky


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del libro. Durante el proceso editorial, compartí con Carlos Skliar un conversatorio organizado por amigos de La Carlota, Córdoba. En ese espacio, titulado “Infancias de niñez, infancias de humanidad”, comenté algunas ideas que estaban creciendo en este texto. Una espectadora atenta y sensible, artista y educadora, decidió dibujar esas ideas. Y, a partir de ese encuentro de líneas, palabras y deseos, nacieron las obras de Laura Jaite que ilustran este libro. Mi agradecimiento también para ella.

      Capítulo 1

      Siete vidas de la teoría pedagógica

      Es mineral la línea del horizonte,/ nuestros nombres,/ esas cosas hechas de palabras.

      João Cabral de Melo Neto

      ¡Pura teoría!

      “Pura teoría”. Eso es lo que se le dice a quien se aleja de la vivencia del aula. Se le dice “Qué me venís a hablar vos de la enseñanza, desde tu escritorio lleno de libros, si no estás en la sala”, y también se dice que “Para entender, hay que poner el cuerpo”. Sin embargo, ya sabemos, la teoría está allí, sólida y consistente detrás de esas afirmaciones que la niegan. Quienes reniegan de ella y se suponen ateóricos cometen la misma falacia que quienes reniegan de la ideología y se proclaman objetivos o neutrales. Y hablar de una “pedagogía” del nivel inicial implica asumir cierta forma de pensar, escribir y jerarquizar las ideas en la que la teoría tiene un peso particular. Este libro comienza –necesita comenzar– con las preguntas “¿Qué es la teoría?” y “¿A qué llamamos teoría?”. Simplemente, porque hace propia una idea viva de la teoría que es preciso balbucear un poco antes de sumergirnos de lleno en los asuntos centrales. Y también porque la teoría es vapuleada por todos los costados. Es el viaje representativo que emprendemos en la biblioteca pero es, también, un lugar desde el que se piensa la educación que todos los días brindamos en el jardín. Es teoría pensar la educación que queremos y todavía no logramos, y es también teoría retomar la educación que tuvimos y nos dejó marcas.

      Asimismo, la teoría es, muchas veces, un lugar que ocupamos con vehemencia y casi sin darnos cuenta. ¿Y de qué está hecho ese lugar? De lenguaje, claro. Y de una búsqueda permanente e inconclusa de lenguas que puedan pensar lo educativo. Y de la disputa entre distintas lenguas. Como señala Carlos Skliar:

      Toda política de la lengua se sitúa justamente en ese plano de la expropiación de la experiencia del otro, en ese ordenamiento de lo que es inapropiable y en esa soberbia de querer desvelar aquello que tiene de misterioso, de indefinible, de innombrable (Skliar, 2005, p. 2).

      La teoría es escenario de estas disputas, y a las producciones que van dejando las investigaciones, los ensayos y los debates usualmente las llamamos “teorías pedagógicas”. Esas escrituras no son, sin embargo, la expresión acabada de un saber unívoco, sino el escenario en el que estos saberes se construyen, se reúnen y se desencuentran. No solo porque respondan a distintas cosmovisiones o intereses, sino también porque –al menos, en Educación– conversar, pensar y escribir son los puntos de partida y de llegada de la teoría, y las conversaciones, pensamientos y escrituras tienen, por lo general, una tesitura abierta y porosa, que mira atentamente las aulas y las políticas.

      La teoría como reglamento: una guía para la acción

      Teoría y práctica se reúnen a veces en una suerte de cita a ciegas, en la que cada parte ha sido apalabrada para enlazarse a la otra. La teoría es, desde esta perspectiva, una especie de reverso leguleyo de la realidad, a la que se debe recurrir para constatar una necesaria coincidencia. Un estudiante del profesorado, impulsado por esta concepción de la teoría, observará entonces una situación de juego en la sala, agazapado en un rincón, esperando reconocer en la actividad de las chicas y chicos algo de la teoría que estudió. Celebrará el feliz avistaje de una zona de desarrollo próximo vigotskiana, y gritará jubiloso cada vez que reconozca a uno de esos engendros: ¡una asimilación, allí! ¡Y por allá, una acomodación! ¡Un esquema piagetiano, un andamiaje! Y los irá tachando de su lista, satisfecho. La teoría, en este caso, se confunde con el método: es una norma que la realidad debe cumplir, obediente.

      Y la enseñanza, claro, se basa en la teoría con ímpetu metódico: ordena las acciones concretas. Porque en esta concepción de la teoría, lo teórico se parece a una guía o instructivo que, a modo de reglamento, dictamina los pasos a seguir en la sala, en el aula, en la escuela, en la gestión. Si hemos decidido que una enseñanza está basada en el enfoque de proyectos, por ejemplo, esto supondrá asumir el ajuste a una serie de regulaciones explícitamente trazadas por las teorías de los proyectos áulicos. Si así no fuera, quien asumiera el rol de supervisar (el director escolar, el profesor de prácticas, el analista furtivo) observarán que a este proyecto le faltan los tres pasos de todo proyecto: el 1, el 2 y el 3. Hace algunos años, por ejemplo, recuperaba en una conversación con Ruth Harf lo absurdo de la situación en la que una docente de nivel inicial estaba desahuciada porque no sabía si lo que quería hacer con su grupo (algo que estaba buenísimo) era una Unidad Didáctica o un Proyecto. ¿Importa? Solo si creemos que las teorías de la enseñanza desde las que se fabricaron las ideas de “unidad didáctica” y “proyecto” son vividas como reglamentos que hay que cumplir.

      El antropólogo inglés Edmund Leach sostenía una premisa esencial de su disciplina: los sistemas sociales –y la escuela, en muchos sentidos, se organiza como uno y se relaciona a la vez con otros– no son una realidad natural. La realidad, desde este enfoque, puede parecer que está ordenada, solo si imponemos sobre los hechos una invención del pensamiento. Y lo dice de este modo:

      Primero inventamos para nosotros un conjunto de categorías verbales elegantemente dispuestas para que constituyan un sistema ordenado, luego encajamos los hechos a las categorías verbales y ¡ele! de pronto se “ven” los hechos sistemáticamente ordenados. Pero en este caso, el sistema es un asunto de relaciones entre conceptos y no de relaciones “verdaderamente existentes” dentro de los datos fácticos brutos (Leach, 1976, p. 21).

      Podría decirse, entonces, llevando la cuestión un poco al límite, que la teoría como reglamento no solo nos impone a nosotros un modo de mirar la realidad, sino que a veces hasta le exige a la propia realidad que se acomode a nuestras categorías.

      Suele decirse que los reglamentos resultan útiles allí donde no existen acuerdos posibles, y las relaciones fallan. “A mis amigos, todo –dice el refrán–, y a mis enemigos, la ley”. Es cierto, por supuesto, que los reglamentos garantizan muchas veces el cumplimiento de los derechos, pero a la vez vuelven más rígida la interacción entre las personas. Es por eso que la concepción de la teoría como un reglamento comporta ciertos peligros: el principal es que las personas pierdan la posibilidad de pensar desde la teoría, por someterse con demasiado respeto a sus arbitrios. ¿Para qué pensar, si ya hay una teoría que lo consideró? Dejemos que la teoría lo piense todo por nosotros. Como señalaba Eisner en un texto de los años 80, al analizar el uso rígido de los objetivos educacionales: estas previsiones son capaces tanto de complicar como de ayudar a los fines de la enseñanza, en la medida en que una creencia no analizada puede dogmatizarse fácilmente (Eisner, 1985). Y otro problema de la teoría como reglamento que se obedece


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