Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín. Daniel Brailovsky
hizo la maestra está bien o está mal, de acuerdo a cómo se la piense o se la fundamente. Está bien, por ejemplo, si se considera que toda libertad se basa en la imposición de un límite. El “no” –el “basta”– es una experiencia que funda el propio psiquismo. De un modo u otro, siempre hay un límite, y ese límite siempre será vivido con cierto desagrado por quien resulta limitado. Pero, en general, diríamos que, desde este punto de vista, no les haríamos ningún favor a los niños “edulcorando” siempre los límites con canciones o juegos. Hace falta interiorizar la Ley (que nos protege, que nos convierte en personas sociales) y eso solo se logra sometiéndose a ella, percibiéndola como justa y necesaria. Aunque tenga una apariencia violenta, la intervención de la maestra no hace otra cosa que garantizar el derecho a esa Ley justa que cuida a los niños. Y, para hacerlo, ante la fragilidad de la palabra, su golpe en la mesa puede verse como un acto de dulce firmeza dirigido a custodiar un orden necesario. Me gusta esta imagen: dulce firmeza. La aprendí de Celina, la directora de uno de los primeros jardines en los que trabajé. Sintetiza la posibilidad de que en el cuidado convivan la dulzura del que cuida (porque lo hace amorosamente) y la firmeza del que cuida (porque es más fuerte).
Por otro lado, podríamos decir que lo que hizo la maestra está mal, porque su acción (golpear la mesa) es idéntica a la acción que pretende sancionar (golpear la mesa) y, al ejecutarla como medio para imponer el límite, deja ver un mensaje contradictorio y autoritario: lo que prima es la fuerza del fuerte, la primacía de quien detenta el poder. Pero como el docente no debería ser un dictador poderoso sino un juez bondadoso y siempre dispuesto a escuchar y a contemplar opciones, desde esta perspectiva, esa intervención sería incorrecta.
¿Cuál es la diferencia entre una postura y la otra? La diferencia reside en lo que fundamenta cada argumento. Y eso (disculpen que lo diga crudamente) es teoría, pura y dura. Es concepto, es pensamiento puesto al servicio de respaldar la acción desde la perspectiva ética. Y, muchas veces, la teoría aparece de esta manera: empleada como un código de ética profesional, como una especie de deontología (palabra horrible que designaba una materia que debí cursar en el profesorado, allá lejos y hace tiempo). Incluso los nombres de las grandes teorías, las más “ideologizadas”, remiten muchas veces a un sustrato de esta naturaleza. “Lo que hace ese profesor es demasiado conductista”, se dirá, como mirando qué teorías se escurren de sus actos.
Teorizar con palabras –esto es, adjudicar a un término específico la densidad de unas connotaciones, unos sentidos, unas formas de relacionarse con la época, con otros términos, con las tradiciones– forma parte de esta constitución de la teoría en sustento ético. No solo –y no tanto– porque las teorías aborden cuestiones como el bien, el mal o la verdad, sino porque al darle a una palabra esas resonancias, se diferencia el sentido en el que se dicen las cosas, y se sugieren consecuencias y derivaciones. No es lo mismo decir “creatividad” después de leer a Freire, que decir “creatividad” después de leer (o de ver en YouTube) a Ken Robinson. No resulta igual decir “cultura” desde los estudios de la gramática escolar o la etnografía educativa (leyendo, por ejemplo, a Rockwell, a Dussel o a Pineau), que desde las teorías del liderazgo y la gestión. “Poder” no significa lo mismo en Michel Foucault que en Peter Drucker. Cuando la Psicología dice “niño”, no dice lo mismo que la Pedagogía. Y cuando la Didáctica habla de “aprendizaje”, definitivamente no se refiere a lo mismo –ni en los mismos términos ni por las mismas razones– que los estudios críticos de la learnificación de la escuela.
Cuando hablamos de cualquier asunto importante de nuestro oficio, nos acompañan algunas palabras en las que nos apoyamos, que nos respaldan, que nos justifican. Y a eso lo llamamos, también, teoría. Y esto se va poniendo cada vez más lindo, porque los siete modos de mirar la teoría que estamos recorriendo, ya lo habrán notado, comenzaron por el más lineal, y avanzan hacia los más complejos e interesantes. Agárrense, que entramos en la mejor parte.
La teoría como vocabulario: un glosario para mirar
Ya lo hemos dicho: los nombres que se dan a las cosas esconden batallas eternas y siempre cambiantes entre distintas visiones de la enseñanza en el jardín. Para quien tiene una idea estereotipada y banalizada de lo que se hace en el nivel inicial, esto puede parecer una exageración. ¿Qué grandes debates, dirían, se pueden dar en ese espacio? Sin embargo, quienes nos formamos en la educación infantil y transitamos sus instituciones sabemos que existe una batalla entre puntos de vista, intereses e ideologías. Así, “guardería” no es lo mismo que “jardín maternal”. Las canciones “funcionales” (para hacer una fila, para hacer silencio, para sentarse, etc.) pueden verse como “didácticas” o como “autoritarismo oculto”. Las “moralejas” de los cuentos pueden ser pensadas como “su parte educativa” o como un resabio conductista y antiliterario. Es decir: un mismo hecho puede verse de modo muy diferente según desde qué jergas se lo denomine.
Teorizar es nombrar. Es elegir con qué palabras hablaremos de lo que hacemos en el jardín. Estas palabras son puestas en circulación y son negociadas en cada conversación, en cada publicación, en cada acta, en cada discurso de fin de año. Entonces, teorizar no solo es nombrar, sino que es nombrar públicamente, a conciencia y tomando partido. Cuando hablamos de “la educación en la que creemos”, no solo nos damos a entender por el contenido del mensaje, sino también (y, quizás, fundamentalmente) por el vocabulario que elegimos. Convertirse en educador no es solo aprender algunas técnicas, algunos problemas, sino también hacer propia una lengua. Y en este punto, sucede que no hay una lengua única para hablar de la educación inicial, y la búsqueda de una lengua es una quimera constante detrás de la que caminamos sin cesar.
En este punto, me gustaría distinguir entre dos tesituras del lenguaje educativo bastante distintas entre sí: una lengua a la que podríamos llamar técnica, y otra lengua ético-crítica o, simplemente, reflexiva. Si nos detuviésemos a escuchar conversaciones entre docentes relativas a su tarea y su oficio, creo que podríamos reconocer fácilmente que conviven allí (al menos) dos grupos de palabras. Unas más técnicas, que pertenecen a una conversación acerca de cómo llevar a cabo la enseñanza (planificando, siguiendo tal o cual método, formulando objetivos, etc.) y otras más filosóficas o reflexivas, que pertenecen a una conversación acerca de cómo volver sobre lo que hacemos habitualmente para pensarlo mejor, para revisar sus efectos, para cuestionarnos las certezas en las que reposa ese quehacer consolidado.
Entre las típicas palabras “técnicas” podríamos señalar términos como contenido, evaluación, metodología, organización, gestión, planificación, unidad didáctica, secuencia, objetivos. Entre las palabras “reflexivas” se incluirían términos como: igualdad, discriminación, diversidad, inclusión, pensamiento crítico, compromiso, poder.
¿Puede verse adónde apunta esta distinción? Unas palabras son piezas de una ingeniería del hacer, las otras son alientos de una revisión crítica de ese mismo hacer. Palabras prácticas y palabras reflexivas. Palabras útiles al necesario buen funcionamiento de un sistema, y palabras rebeldes que lo interrogan y lo cuestionan. Palabras técnicas y palabras filosóficas. A las palabras del hacer, les pedimos que sean eficaces para acompañarnos en la tarea, que nos faciliten las cosas, que nos permitan resolver tareas y problemas cotidianos. De las otras, esperamos que nos mantengan atentos, que nos adviertan sobre las paradojas, los falsos semblantes. Que nos ayuden a leer entre líneas.4
Esta distinción abre dos discursos diferentes –muchas veces, enfrentados– que protagonizan un forcejeo por consolidar las bases del sentido común pedagógico. Jorge Larrosa señala cómo el “lenguaje de la técnica” y el “lenguaje de la crítica” ponen a tecnólogos y críticos en un lugar de soberanía para decirnos con qué palabras debemos hablar de la educación: de la educación que hay (la técnica) y de la que se supone que debe haber (la crítica) (Bárcena, Larrosa y Mèlich, 2006, p. 246). En el medio, dice, falta una lengua en la que podamos conversar honestamente, preguntarnos, interpelarnos.
Cuando se piensa desde las preocupaciones metodológicas, el lugar del docente se vive como un laboratorio donde se experimentan acciones y reacciones, estilos, formatos,