Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín. Daniel Brailovsky
del tiempo.
El par aburrido/divertido me interesa especialmente para pensar en el tiempo del jardín, porque se trata de dos extremos que, aun sin tematizarse demasiado, se han tenido muy en cuenta para pensar el trabajo pedagógico en las salas. El valor del juego (asociado a la diversión), las analogías (banales) entre la maestra jardinera y la figura de quien anima o entretiene, todo ello hace que lo “divertido” sea un terreno interesante, pero a la vez un poco pantanoso para pensar lo pedagógico en el nivel inicial. Hablar de “divertir a los chicos” es visto como un modo superficial de pensar las cosas (como “mera” diversión) pero, a la vez, nos preocupa y nos importa hacer de la experiencia en la sala un tiempo divertido. Por eso tal vez usamos otras palabras para hablar del tema: el uso del término “significativo”, por ejemplo, muchas veces se podría interpretar como sinónimo de “divertido” (y que Ausubel nos perdone), y algo similar puede suceder con las prácticas “innovadoras”. Al evaluar pedagógicamente, es bastante habitual que los registros docentes estén muy centrados en el disfrute como categoría de valoración (Brailovsky, 2016). En fin, aunque no tengamos un acuerdo amplio ni un vocabulario aceitado para hablar del tiempo de la diversión, la cuestión está presente y se cuela por todos lados.
El aburrimiento, por otro lado, tiene mala prensa, aunque hay también elogios para el tiempo aburrido. Alba Rico (2009) señala que hay dos maneras de lograr que alguien no piense: una, obligarlo a trabajar sin descanso; la otra, obligarlo a divertirse sin interrupción. Claro que con esto el filósofo no se refiere al intento de un docente por hacer agradable la experiencia de aprender, sino al efecto idiotizante de la catarata de publicidades divertidas que nos mantiene capturados y atontados, prendida nuestra atención al chiste banal que nos invita a comprar Coca cola, Volkswagen o Mastercard. Pero también hace notar que el aburrimiento, lejos de ser un fantasma que debe ser alejado, “es la experiencia del tiempo desnudo”. Al aburrirnos, desde esa perspectiva, nos encontramos cara a cara con nosotros mismos. De hecho, divertirse es, literalmente, darse vuelta, separarse, ir en otra dirección Y entretener es distraerse, ver la atención llevada hacia otro lugar. Son palabras que indican la idea de dejarse llevar, de resbalar hacia lugares no buscados, siempre exteriores. El tiempo aburrido, al contrario, nos conduce a los laberintos interiores de nuestro pensamiento. “No hay nada más trágico –concluye Alba Rico– que este descubrimiento del tiempo puro, pero quizás tampoco nada más formativo” (ibíd.).
En el norte argentino hay una forma musical y poética dedicada al tiempo abismal del aburrimiento andino: la vidala. En sus coplas, el ser humano descubre (de puro aburrido) aquellas presencias fantasmagóricas que lo rodean, el paisaje lo cautiva y lo enfrenta a la vez a su pena y su soledad. Así, en una vidala de Valladares, el hombre sube a los cerros altos, a llorar a solas lejos, a ver si se apuna su dolor. Y en otra, de Yupanqui, se da cuenta de que su sombra no deja nunca de seguirlo y le reconoce esa silenciosa y fiel compañía. Y en otra más, del Chango Rodríguez, la resaca le hace ver al costado del camino, chumadito (borracho), al carnaval. La vidala es metafísica, es introspectiva. Y el tiempo aburrido en la infancia es, también, un tiempo-vidala que nos vuelve reflexivos y nos permite mirar de cerca las cosas que nos rodean.
Y, sin ir tan lejos ni tal alto, ahí está ese pequeño, blanco, tibio universo en el que la infancia nos enseña a encontrarnos en soledad con nuestros cuerpos. Ese teatro del absurdo donde se representan tragedias sumergidas y comedias flotantes. Ese país de azulejo con océano de losa. Ese tiempo liso y sólido, de historias profundas y vaporosas que crecen en el silencio. Ese suceso al que jamás volvemos y del que jamás nos terminamos de ir. Esa utopía: la bañadera.
Estas consideraciones acerca del aburrimiento no tienen que ver con que los chicos la pasen bien o mal en el jardín, sino con llamar la atención sobre cierto malentendido respecto del necesario carácter atractivo de todo lo que sucede en la sala, como si se tratara de una fiesta de cumpleaños permanente. Tal vez una de las cosas que el jardín puede (y quizás debe) hacer es propiciar esta forma de encuentro de los chicos con ellos mismos, que se experimenta en esta especie de espejo que es el tiempo vacío, para ser ocupado. Se lo suele llamar aburrimiento, pero ya vemos que tiene otros nombres mucho más interesantes: pensamiento, pregunta, reflexión, meditación, espera, ocio, libertad. Quizás una de las cosas que podemos hacer es balbucear un poco estas palabras, buscando acomodarnos en ellas para imaginar modos interesantes de habitar el tiempo en la sala.
El tiempo de los momentos que enseñan
En el jardín, el tiempo no se vive de manera homogénea. No hay diversión ni aburrimiento en continuado. El tiempo no es lineal, sino meandroso y cambiante. No hay una sola temporalidad. Y un modo interesante de pensar el mapa de los tiempos en las salas es quizás la idea (muy instalada en nuestro lenguaje, por otro lado) de los momentos, es decir, de la “duración de ciertos movimientos”, que es el significado etimológico de “momento”. Los distintos movimientos de una jornada típica, entonces, sugieren momentos, como lo son:
el momento del intercambio inicial de la jornada como tiempo de apertura que goza de cierto clima inaugural (tranquilo, virgen, abierto, nuevo), un tiempo que se despliega hacia adelante, promisorio;
el momento del cuento (o del poema) como tiempo de pausa (especial, intenso, circular);
el momento del juego en el patio, arenero, etc. como tiempo de despliegue (explosivo, expansivo, abierto);
el momento del juego con otros en rincones u otros dispositivos de la sala como un tiempo de encuentro y conversación más horizontal, auspiciado por otros códigos y expectativas; un tiempo observado por el docente, pero a la vez liberado de intervenciones;
el momento compartido de la comida (merienda, desayuno, almuerzo), tiempo que se parece al del juego con otros (por la relativa autonomía de los chicos), pero mirado de otra manera por los adultos y atravesado de los ritos de la comida de nuestra cultura. El momento se nutre, claramente, de los significados del “comer juntos”, y otorga reglas, modelos corporales, léxicos. Es, además, un tiempo fuertemente sensorial, pues aparecen los aromas y los sabores de los alimentos;
los momentos intermedios (las transiciones entre las actividades, lo que suele llamarse de “poscomedor”, la breve espera en el patio al entrar, antes o después del saludo grupal), en los que hay una sensación de grieta en el tiempo, de territorio fronterizo, sin una entidad clara desde la definición adulta, pero que suelen ser momentos potentes desde la perspectiva de los chicos;
los momentos paralelos, como el tiempo de los que no duermen siesta, de los que terminaron su trabajo en las mesas y deambulan, del que fue mandado “a pensar” (eufemismo de las viejas penitencias), es decir, estados de exilio respecto del sentido grupal del tiempo que, como los momentos intermedios, contienen muchas veces una profundidad insospechada;
el momento de la clase de… (Música, Educación Física, Expresión Corporal) que es especial –se las llama “materias especiales”– porque son esperadas y, por lo tanto, traen un tiempo que regresa cíclico, dos veces a la semana, y permite un tipo de continuidad diferente del de la cotidianidad diaria y constante de la vida en la sala.
Pensar la vida en las salas del jardín como un abanico de distintas temporalidades, diversas maneras de habitar el tiempo escolar (abiertas por momentos típicos, que todos conocemos muy bien) es entonces un modo de concebir la jornada y nuestro tránsito compartido a través de ella. Cada momento viene con sus gestos, sus rituales, sus luces, sus sonidos, sus instrucciones acerca de cómo ponerse, cómo hablar, cómo moverse. No son reglas rígidas del tipo “en la mesa no se grita” o “cuando el otro habla, me callo”, sino invitaciones a dejarse atravesar por esos momentos, con sus normas tácitas que (aunque a veces se explicitan, claro) hablan desde los rituales que los definen como “momentos” separados del tiempo común.
Hubo una vez, en la Edad Media, un grupo de monjes que leía el libro. No libros, en general, sino el único libro que podía y debía leer un monje medieval: la Biblia. Uno de ellos era encargado de llevarlo hasta la sala de lectura. Lo tomaba entre sus manos, ceremoniosamente, y apoyaba sobre su pecho el borde del pesado volumen. Esperaba a que los otros dos