Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín. Daniel Brailovsky

Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín - Daniel Brailovsky


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decirse de los ciclos mensuales, anuales, que tanto peso tienen en el llamado “calendario escolar”.

      Esta especie de tipología de tiempos aplicada a la escuela es un ejercicio interesante, pues a la vez que abre la complejidad de lo temporal, busca aplicar categorías genéricas al espacio de la escolaridad. Sin embargo, hay que notar que ni el tiempo físico, ni el biológico, ni el social, ni el subjetivo son tiempos propiamente escolares, aunque lógicamente se toquen con la escuela (y con todo lo demás). Y desde ya, el análisis de Gimeno se centra en la escuela primaria y secundaria y no se menciona siquiera el nivel inicial.

      Las temporalidades del jardín

      ¿Cómo pensar entonces el tiempo del jardín? ¿De qué manera explorar los distintos tiempos que se viven las salas del nivel inicial? Muchas veces se traza una analogía entre el tiempo del jardín y el tiempo de la infancia. Y hay, claro, esa especie de evocación nostálgica de los primeros años de la vida que se recuerdan dorados, cristalinos, etéreos. Esta imagen se parece, además, al estereotipo del jardín de infantes como espacio ameno, feliz, aislado del mundo, aunque no se corresponde demasiado, en cambio, con la vivencia que suelen tener los niños de su propio tiempo: se trata más bien de una idealización adulta. Al referirse al tiempo de la infancia de esa manera amplia y evocativa, además, se borran de un plumazo las enormes diferencias que existen dentro del tiempo escolar del jardín.

      Estos tiempos múltiples que atraviesan la experiencia infantil (en general) y la experiencia de los chicos en el jardín (en particular) ameritan pensarse más detenidamente. Para eso, para pensar algunas de las muchas cosas que pueden pensarse a través del cristal del tiempo, quisiera recorrer en las siguientes páginas una distinción entre (otras) cuatro formas de pensar el tiempo del jardín: el tiempo formal del cronograma, el tiempo habitado de la vivencia (con sus “momentos”), el tiempo vital de la infancia y el tiempo impuesto por la época.

      El tiempo formal del cronograma: la grilla semanal

      La referencia más típica al tiempo de un cronograma es, claro, la de la grilla semanal. Esa estructura que sostiene el tiempo y nos brinda la imagen tranquilizadora de una sucesión prevista de acontecimientos. La visión habitual del cronograma es la de una herramienta que nos ordena las tareas. En este punto, el tiempo del cronograma es también el tiempo de los objetivos formulados en la planificación: uno pensado hacia adelante, en términos más bien productivos. Un tiempo en el que esperamos (como se suele decir en los objetivos) “que los alumnos” aprendan, hagan, transiten, vivencien. Un tiempo dedicado a otros (los alumnos, los destinatarios del objetivo), es decir, un tiempo dispuesto para ser recorrido. Un tiempo embaldosado, marcado, señalizado. Si se debiera hacer un paralelo entre tiempo y espacio, el equivalente espacial del cronograma sería el mapa: estructurado, dividido por líneas, políticamente definido, categorizado, rotulado y etiquetado. El tiempo del cronograma se configura consecutivo, como una secuencia, y nos brinda una ruta a seguir, sobre una idea más o menos naturalizada del tiempo que traza, y que se va desplegando como una alfombra sobre la que podremos caminar tranquilos.

      También es cierto que el tiempo encerrado en las grillas es tiempo contable, medible, tiempo analizable, tiempo visible. Y ante el halo de misterio que rodea la idea de tiempo, el cronograma es la luz más potente: lo vuelve (aparentemente) nítido, y por lo tanto exigible y evaluable. Los cronogramas, digamos, son el instrumento mediante el cual los tiempos se vuelven mercancía negociable y se contabilizan para ponerles precio y valor. Cuando la directora del jardín mira el cronograma de la maestra de sala, está mirando un proyecto abierto de ocupación del tiempo, y también algún tipo de contrato acerca del modo de realizar las tareas. En general, lo apreciará desde la perspectiva del diseño. Probablemente señalará cosas como: “cuidado, que no aparecen actividades de ciencias” o “sería mejor anticipar esta propuesta el día anterior” o “quizás esto no sea oportuno hacerlo justo después de la clase de Educación Física”. Pero desde la mirada más amplia de la gestión estatal, los cronogramas son una ventana a la vida en las aulas. Una ventana cuadriculada y bidimensional, como una pantalla, que recuerda ese tiempo burocrático de las jerarquías institucionales. Y desde los intereses del mercado, el cronograma lleva al mundo de las aulas la lógica productiva de las empresas, donde el tiempo es un insumo que se invierte, del que se esperan retornos en términos de ganancia. No solo porque es el tiempo que cuentan los que nos pagan el sueldo, sino porque nunca faltará quien crea que la medida de la calidad (palabra pringosa, si las hay) es el tiempo medible.

      El tiempo habitado de la vivencia: aburrirse y divertirse

      La palabra tiempo es profunda, abismal. Si hemos de pensar seriamente la naturaleza del tiempo, probablemente llegaremos tarde o temprano a paradojas circulares y laberintos de espejos de los que será difícil salir. Pero hay algo que parece más o menos evidente: el tiempo existe (también) como una percepción. Es experiencia, es subjetividad. El tiempo es además (y sobre todo) la vivencia del tiempo y, en ese sentido, está allí para ser habitado. La propia idea de habitar, ligada al espacio, hace referencia a cierta acción de aquerenciarse en un lugar que, tras habitarlo, se convertirá en nuestro. La idea de habitar para que un territorio se convierta en patria, tan nítida en términos geográficos, es susceptible de ser llevada, también, al plano temporal. Cuando alguien dice “en mis tiempos todo era diferente”, o “en mi época las cosas se hacían de tal manera”, da cuenta de esta pertenencia de las personas a ciertos tiempos, percibidos como propios. Pero no es sino ocupando el tiempo con significados que nos atraviesen y nos impliquen que llegamos a hacerlo propio. Habitar el jardín, entonces, es también ocupar sus tiempos. Y digo “sus tiempos”, así, en plural, porque la escuela de los chicos posee una temporalidad que inevitablemente oscila en distintos climas, distintos modos de encuentro, distintas tesituras.

      Tal vez Santiago Alba Rico se refiere a esta variedad de los tiempos cuando habla del “tiempo del aburrimiento”, ese tiempo lento que, retrospectivamente, “se percibe como tiempo uniforme que ha pasado en un solo bloque y de una sola vez”, y que es el reverso del tiempo de la aventura que “se recuerda diferenciado, rico y denso”. También enumera el tiempo del confinamiento, ese al que nos someten las prisiones y las pandemias:

      Es paradójico: porque, encajonado o aprisionado en un espacio estrecho, él mismo se vuelve espacio, de manera que se recorre la jornada en los mismos cuatro pasos con que recorremos la habitación: de un solo paso, sí, ha llegado la noche (Alba Rico, 2020).

      Y se refiere también al tiempo de las nuevas tecnologías, como impermeable al recuerdo: tenemos memoria de la costumbre y de la aventura, dice, pero en cambio no guardamos memoria del tiempo tecnológico: “Internet es un órgano rumiante que no distingue entre la ingestión y la evacuación” (ibíd.). Aburrirse, divertirse,


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