El hijo del siciliano - El millonario y ella. Sharon Kendrick
de recibir un gran fajo de billetes–. Haré que alguien los acompañe.
Luego chasqueó los dedos y un chico de uniforme, que no parecía tener más de doce años, los acompañó al ascensor.
Los ojos de Emma decían que no creía una sola palabra y el brillo burlón de los de Vincenzo, que le daba igual. No podía decir nada delante de un extraño y él lo sabía. O quizá sabía que estaba en una posición ventajosa y que ella debía seguirle la corriente si quería el divorcio.
El silencio era sofocante mientras subían en el ascensor y se hizo más opresivo cuando el joven botones los llevó hasta una impresionante suite con un salón lleno de flores. Era cierto que la vista era magnífica, las estrellas y los rascacielos resultaban visibles a través de una pared enteramente de cristal.
Pero lo más evidente eran las dos puertas que llevaban a una habitación dominada por la cama más grande que había visto en toda su vida. Era un insulto, pensó.
–¿Necesita algo más, señor?
–No, gracias.
Emma esperó hasta que el chico los dejó solos para volverse hacia Vincenzo, que estaba quitándose la chaqueta.
–Dijiste que íbamos a tomar una copa, pero esto es una suite.
Él sonrió mientras se soltaba la corbata. Así que quería jugar, ¿eh?
–Las dos cosas son compatibles. Bebe todo lo que quieras, cara –contestó, señalando una botella de champán.
–¿Estás diciendo que el maître no hubiera encontrado una mesa para ti abajo si la hubieras pedido?
–Podría haberla pedido, sí –asintió él–. Pero no puedes negar que aquí estamos más cómodos. Y es mucho más íntimo, por supuesto –añadió, sirviendo dos copas de champán con los ojos brillantes–. Quítate el abrigo.
Nunca en su vida se había sentido tan ahogada, como si alguien le estuviera apretando el cuello, robándole el aire. Pero Emma se quitó el abrigo y aceptó la copa que le ofrecía mientras se dejaba caer en el sofá.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que tomó champán y la quemazón del alcohol le recordó que no había comido nada desde el desayuno.
«Cuéntaselo de una vez».
–Vincenzo… esto no es fácil para mí.
Él se sentó a su lado en el sofá con una arrogante sonrisa. ¿El beso de antes la habría hecho recordar todo lo que se había perdido durante esos dieciocho meses?, se preguntó.
Apartando la copa de su temblorosa mano, la dejó sobre la mesa y pasó un dedo por el severo escote del vestido. Y, al hacerlo, sintió que se estremecía.
–Sólo será difícil si queremos que lo sea… o si tú crees que esto es algo que no es. ¿Por qué no admitir que seguimos sintiéndonos atraídos el uno por el otro?
Emma lo miró, horrorizada. Vincenzo pensaba… de verdad pensaba que había vuelto para hacer un trato con él: un rápido divorcio a cambio de una noche de sexo.
–No me refería a eso.
Pero él no estaba escuchando. La deseaba y parecía transfigurado mientras miraba cómo su agitada respiración hacía que sus pechos se marcaran bajo el vestido… estaba más excitado de lo que recordaba haber estado nunca desde la última vez que hizo el amor con ella. O más bien, la última vez que se acostaron juntos. No había habido amor en ese último encuentro. Tal vez no lo había habido nunca. Quizá lo que sintió por ella no había sido más que el deseo de hacerla suya.
–Me da igual. De hecho, no me importa nada salvo esto –murmuró, buscando sus labios en un beso lento, embriagador.
La besaba como la había besado en el despacho, pero esa vez era diferente. Esa vez no estaban en su territorio, con la posibilidad de que su secretaria entrase en cualquier momento. Y esa vez, Emma sabía que estaba vencida porque en unos minutos tendría que contarle algo que cambiaría su vida de forma irrevocable.
Iba a tener que vivir con el desprecio que Vincenzo intentaba disimular en aquel momento porque la deseaba. ¿Y no lo deseaba ella también? Si era sincera consigo misma, debería admitir que nunca había dejado de desearlo.
¿Por qué no podía tener esa última vez antes de que empezasen las recriminaciones? Un último momento de felicidad antes de que las nubes negras descendieran sobre ella.
–Vincenzo… –murmuró, enredando los dedos en sus poderosos hombros–. Oh, Vincenzo.
Él cerró su corazón a los recuerdos que despertaban esos murmullos, apretándola contra su pecho, sintiéndola temblar, sintiendo el sedoso roce de su pelo. La fiera palpitación de su entrepierna lo tenía encendido y la besó con más pasión de la que había besado a nadie antes, explorándola con los labios como si no pudiera apartarse nunca.
–Tócame –la urgió, con voz ronca–. Tócame como solías hacerlo.
La vulnerabilidad que había en su voz era casi insoportable, tan embriagadora como la temblorosa demanda… ¿o se lo estaba imaginando? Tal vez estaba oyendo lo que quería oír. Pero, en cualquier caso, estaba demasiado excitada como para apartarse, de modo que pasó las manos por su torso, sintiendo el vello bajo la fina seda de la camisa.
–¿Así? –susurró.
–Piu.
–¿Más?
–Sí, más. Mucho más.
Emma deslizó las manos hasta su entrepierna, tocando la indiscreta erección, y él murmuró algo que sonaba como una palabrota en siciliano. Como si no pudiera soportar depender de sus sentidos, aunque lo disfrutaba.
–¿Así?
–Sí, exactamente así. Ah, Emma… –musitó con voz ronca.
Una bruja, eso era.
Vincenzo pasó las manos por su cuerpo, ese cuerpo que conocía tan bien, como si lo estuviera haciendo por primera vez. Y quizá así era, porque le parecía otro. No sólo estaba mucho más delgada, sus pechos también parecían tener una forma diferente… o al menos eso era lo que le parecía tocándola por encima de la ropa.
–Quítate el vestido –le pidió.
Pero a pesar del clamor de su cuerpo, Emma seguía nerviosa. No esperaría que se levantase y empezara a quitarse la ropa para él como había hecho tantas veces cuando estaban recién casados. En vista de su situación, eso sería imposible. Se sentiría como si Vincenzo estuviera comprándola.
¿Y no era así?, le preguntó una vocecita interior.
Pero Emma decidió no escucharla.
–Quítamelo tú.
–Si insistes… –murmuró él.
Eso se le daba bien, por supuesto. ¿A cuántas mujeres habría desnudado desde la última vez que la tuvo a ella entre sus brazos?, se preguntó Emma mientras le quitaba la prenda y la dejaba caer al suelo.
Sus ojos negros la quemaban como un diabólico rayo láser.
–Deja que te mire.
Emma sintió ganas de cruzar los brazos sobre el pecho para ocultarse.
–¡Medias de algodón! ¿Desde cuándo usas medias de algodón? –exclamó Vincenzo entonces.
Desde que dejó de ser la posesión de un millonario, pensó ella. Quizá su marido no sabía que usar medias de seda y ligueros no era compatible con levantarse al amanecer para darle el pecho a un niño.
Pensar en Gino fue suficiente para quedarse momentáneamente inmóvil. Quería parar y decirle que aquello era absurdo. Pero para entonces Vincenzo le había quitado las medias y estaba hundiendo la cabeza entre sus piernas… besándola allí, por encima de las bragas, hasta que ella empezó a moverse,