Drácula y otros relatos de terror. Bram Stoker
la menor duda de que se trata de su letra. El sonambulismo de Lucy no ha sido tan fuerte como la semana anterior, aunque observo en ella un extraño ensimismamiento que no me gusta; hasta dormida parece vigilarme. Cuando se levanta, en sueños, intenta abrir la puerta y, al encontrarla cerrada, se pasea de un lado a otro de la habitación en busca de la llave.
6 de agosto.— Han pasado tres días más y continúo sin noticias. Esta incerteza me tiene en vilo. Si al menos supiese dónde escribirle o dirigirme, me sosegaría. Nadie sabe nada de Jonathan desde su última carta. Solo me queda rogar a Dios que me conceda fe y paciencia. Mi amiga Lucy está más excitable que nunca, aunque por lo demás no me preocupa, pues la veo bien. Anoche hizo un tiempo horroroso y los pescadores predijeron tempestad. Tengo que fijarme, a ver si aprendo algo de los signos del tiempo. Hoy el cielo se presenta gris; mientras escribo, nubes oscuras impiden que luzca el sol. En todo aquello que miro, predomina una tonalidad grisácea, salvo la hierba que conserva su verde intenso. Nubes grises, coloreadas por la presencia del sol en el extremo, se abaten sobre un mar plomizo, en el que los bancos de arena se extienden como cinco enormes dedos de idéntico color. El mar invade la orilla con sus estruendosas olas. La niebla lo cubre todo lentamente. El horizonte se disuelve en la bruma gris. Todo es inmenso; las nubes se arremolinan unas encima de otras cual gigantescas rocas y sobre el mar, se oye un viento ronco que anuncia un trágico final. A ambos lados de la playa se ven figuras borrosas, que en ocasiones, entre nieblas, parecen «hombres como árboles que caminan». Por allí llega el viejecito señor Swales y por el modo en se quita el sombrero, comprendo que desea hablarme.
El cambio que ha experimentado el anciano me ha conmovido; ahora parece algo angustiado. Nada más sentarse a mi lado, me susurró muy suavemente:
—Quiero decirle algo, señorita…
Pude ver rápidamente que se encuentra muy nervioso, así que para tranquilizarle un poco cogí su arrugada mano y le supliqué que hablara sin temor. El viejecito, posó su mano sobre la mía, y dijo:
—Señorita, temo haberla escandalizado por todos mis comentarios sobre los difuntos, pues hablaba en broma. Deseo que lo recuerde cuando yo ya no esté entre los vivos. A nosotros los viejos, con un pie en la tumba, no nos gusta hablar de ellos, ya que nos asusta algo que vemos tan cercano. Me siento muy triste, quizá se deba a este viento sordo que anuncia penas y calamidades, tristezas y corazones angustiados. ¡Escuche, escuche! —exclamó de repente—. Hay algo en ese viento que suena, huele y respira muerte. Se palpa en el aire; siento que se aproxima. ¡Señor, permite que yo responda alegremente cuando venga a por mí!
El anciano alzó los brazos con devoción, quitándose el sombrero y mientras movía los labios como si rezara. Al rato de permanecer en silencio, se levantó y me estrechó la mano, me bendijo y diciéndome adiós se alejó con su fiel y leal cojera. Aquello me desconcertó bastante.
Me complació encontrarme al guardacostas con los anteojos de largo alcance debajo del brazo. Se paró a hablar conmigo, como hace normalmente, pero sin perder de vista a un extraño barco.
—No lo percibo bien —me indicó—. En apariencia es un buque ruso, pero se balancea de una forma muy extraña, como si no supiese qué rumbo tomar. Parece que ven cómo se avecina tormenta y no han decidido qué hacer, si seguir hacia el norte o detenerse aquí. ¡Fíjese! Lo dirigen de una forma bastante anormal; cualquiera diría que alguien lleva el timón. Las ráfagas de viento lo llevan de un lado a otro. Mañana, a esta misma hora, tendremos noticias de él.
Capítulo VII
Recorte de «The Dailygraph»,
8 de agosto
(Pegado al Diario de Mina Murray)
De nuestro corresponsal en Whitby.— Acabamos de padecer la peor tempestad de estos últimos años, la cual ha comportado consecuencias extrañas y singulares. Hacía bochorno, circunstancia de momento, nada anormal pues estamos en el mes de agosto. El sábado hizo un tiempo magnífico y ayer, gran cantidad de excursionistas domingueros vinieron a visitar los bosques de Mulgrave, la Bahía de Robin Hood, el molino de Rig, los pueblecitos pesqueros de Rinswich, Staither y los alrededores de Whitby. Los vapores Emma y Scarborough recorrían de punta a punta toda la costa, transportando a cientos de visitantes de arriba a abajo. Hasta el atardecer, hizo un día fabuloso, y a media tarde el guardacostas y un viejo pescador del pueblo ya anunciaban la llegada de ciertos nubarrones que venían del noroeste y adivinaron una inminente tempestad. Al anochecer, el viento se calmó y a medianoche sufrimos un calor bochornoso, el viento dejó de soplar, y esta asfixia generalizada que antecede a la tormenta y que tanto afecta a las personas más delicadas. En el mar se veían pocas luces, pues incluso los pesqueros que normalmente navegan pegados a la costa, mantenían su rumbo mar adentro; se destacaban solo algunos pesqueros. La única embarcación visible era una goleta extranjera con todas las velas desplegadas, que al parecer, navegaba hacia el oeste. La temeridad o la ignorancia de sus oficiales fue tema de debate para muchos de los espectadores y desde la costa se les intentó avisar que corrían un grave peligro. Antes de que oscureciese del todo, lo vimos con las velas dando gualdrapazos mientras se balanceaba en el ondulante oleaje.
Poco antes de las diez, la quietud del aire se hizo angustiosa; el silencio creció tanto que el balido de una oveja o el ladrido de un perro podían oírse perfectamente. La banda de música del rompiente, ahora desafinada en medio de aquel increíble y armónico silencio de la naturaleza. Pasada la medianoche, se escuchó un ruido extraño que llegaba del mar y por encima de las negras nubes, retumbaba, aún débilmente, algún trueno.
De pronto, sin avisar, estalló la tormenta. Con una velocidad inusitada la naturaleza entera pareció entrar en convulsión. Las olas se levantaron con una furia sin igual, y en pocos minutos tomaron la forma de un rugiente y devorador monstruo. Olas de blancas crestas azotaban las playas arenosas con frenesí y subían impacientes por los arrecifes; otras chocaban con los muelles, azotando los faroles de ambos lados del puerto de Whitby. El viento y el trueno rugían con la misma fuerza e intensidad, soplando con tal furia que resultaba casi imposible mantenerse en pie aun si te agarrabas con fuerza a los postes metálicos. Se tuvo que evacuar el puerto de inmediato, para evitar que aumentaran las catástrofes de aquella noche. Para empeorar la situación, extensos bancos de niebla procedentes del mar cubrían rápidamente el rompeolas. Eran blancas y húmedas nubes que avanzaban como fantasmas, tan frías que no costaba imaginar que esos espíritus de los difuntos y de los desaparecidos en el mar se hallaban allí presentes, tocando con sus dedos mojados, a sus hermanos vivos. Más de uno quedó entristecido al pasar y verse envuelto por la espesa niebla. Sobre el mar, presenciamos un espectáculo de luces impresionante protagonizado por relámpagos que eran seguidos por los truenos, con los que el cielo retumbaba bajo la fuerza del temporal.
Hubo escenas de grandeza sublime y de un fascinante interés. El imponente mar lanzaba con cada una de sus olas grandes masas de espuma hacia el cielo, que la tempestad parecía arrebatar y elevar al espacio. De vez en cuando se podía ver un bote de pesca, buscando albergue y muy rara vez veíamos unas blancas alas de algún pájaro marino que era castigado con furia por la tempestad. En la cima del acantilado más oriental, un nuevo reflector barría con su luz la superficie del mar. Gracias a él dos botes de pesca lograron evitar el peligro de estrellarse contra los rompientes, poniéndose a salvo en el puerto. Cada vez que esto ocurría la multitud recibía con júbilo a las embarcaciones. El reflector no tardó en descubrir otra vez una goleta con todas las velas desplegadas, al parecer la misma que había sido avistada aquella misma tarde. El viento soplaba ahora en dirección al este y los curiosos que observaban desde el acantilado se estremecieron al comprobar el terrible peligro que corría aquel navío. Entre este y el puerto se extendía el gran arrecife donde tantos buenos barcos habían zozobrado y mientras el viento soplaba en la misma dirección era imposible poder llegar de alguna forma al puerto. Faltaba ya poco para la pleamar, pero las olas eran tan enormes que podían verse los fondos arenosos. La goleta, con las velas al viento, avanzaba tan velozmente que era lógico que encallase en cualquier momento. Entonces apareció otra avalancha de bruma marina más grande que las anteriores; una masa de niebla gris y húmeda parecía envolverlo todo, impidiendo ver algo; tan solo podía oírse el rugir de la tempestad, el continuo retumbar de los truenos y el estruendo de las poderosas olas traspasando aquella