La guerra de los mundos. H. G. Wells
y aunque el calor era excesivo, bajó al pozo y se acercó todo lo posible al objeto para ver las cosas con más claridad. Le pareció entonces que el enfriamiento del cuerpo debía explicar aquello; mas lo que dio el mentís a esa idea fue el hecho de que la ceniza caía sólo de un extremo del cilindro.
Entonces percibió que el extremo circular del cilindro rotaba con gran lentitud. Era tan gradual este movimiento, que lo descubrió sólo al fijarse que una marca negra que había estado cerca de él unos cinco minutos antes se hallaba ahora al otro lado de la circunferencia. Aun entonces no interpretó lo que esto significaba hasta que oyó un rechinamiento raro y vio que la marca negra daba otro empujón. Entonces comprendió la verdad. ¡El cilindro era artificial, estaba hueco y su extremo se abría! Algo que estaba dentro del objeto hacía girar su tapa.
—¡Dios mío!—exclamó Ogilvy—. Allí dentro hay hombres. Y estarán semiquemados. Quieren escapar.
Instantáneamente relacionó el cilindro con las explosiones de Marte.
La idea de las criaturas allí confinadas le resultó tan espantosa, que olvidó el calor y se adelantó para ayudar a los que se esforzaban por desenroscar la tapa. Pero afortunadamente, las radiaciones calóricas le contuvieron antes que pudiera quemarse las manos sobre el metal, todavía candente. Aun así, se quedó irresoluto por un momento; luego giró sobre sus talones, trepó fuera del pozo y partió a toda carrera en dirección a Woking. Debían ser entonces las seis de la mañana. Se encontró con un carretero y trató de hacerle comprender lo que sucedía; mas su relato era tan increíble y su aspecto tan poco recomendable, que el otro siguió viaje sin prestarle atención. Lo mismo le ocurrió con el tabernero que estaba abriendo las puertas de su negocio en Horsell Bridge. El individuo creyó que era un loco escapado del manicomio y trató vanamente de encerrarlo en su taberna. Esto calmó un tanto a Ogilvy, y cuando vio a Henderson, el periodista londinense, que acababa de salir a su jardín, le llamó desde la acera y logró hacerse entender.
—Henderson—dijo—, ¿vio usted la estrella fugaz de anoche?
—Sí.
—Pues ahora está en el campo de Horsell.
—¡Cielos!—exclamó el periodista—. Un meteorito, ¿eh? ¡Magnífico!
—Pero es algo más que un meteorito. ¡Es un cilindro artificial!... Y hay algo dentro. Henderson se irguió con su pala en la mano.
—¿Cómo?—inquirió, pues era sordo de un oído.
Ogilvy le contó entonces todo lo que había visto y Henderson tardó unos minutos en asimilar el significado de su relato. Soltó luego la pala, tomó su chaqueta y salió al camino. Los dos hombres corrieron enseguida al campo comunal y encontraron el cilindro todavía en la misma posición. Pero ahora habían cesado los ruidos interiores y un delgado círculo de metal brillante se mostraba entre el extremo y el cuerpo del objeto. Con un ruido sibilante entraba o salía el aire por el borde de la tapa.
Escucharon un rato, golpearon el metal con un palo, y al no obtener respuesta sacaron en conclusión que el ser o los seres que se hallaban en el interior debían estar desmayados o muertos.
Naturalmente, no pudieron hacer nada. Gritaron expresiones de consuelo y promesas y regresaron a la villa en busca de auxilio. Es fácil imaginarlos cubiertos de arena, con los cabellos desordenados y presas de la excitación corriendo por la calle a la hora en que los comerciantes abrían sus negocios y la gente asomaba a las ventanas de sus dormitorios. Henderson fue de inmediato a la estación ferroviaria, a fin de telegrafiar la noticia a Londres. Los artículos periodísticos habían preparado a los hombres para recibir la idea sin demasiado escepticismo.
Alrededor de las ocho había partido ya hacia el campo comunal un número de muchachos y hombres desocupados, que deseaban ver a “los hombres muertos de Marte”. Tal fue la interpretación que se dio al relato. A mí me lo contó el repartidor de diarios a eso de las nueve menos cuarto, cuando salí para buscar mi Daily Chronicle.
Por supuesto, me sobresalté, y no perdí tiempo en salir y cruzar el puente de Ottershaw para dirigirme a los arenales.
El campo comunal de Horsell
Encontré un grupo de unas veinte personas que rodeaba el enorme pozo en el cual reposaba el cilindro. Ya he descrito el aspecto de aquel cuerpo colosal sepultado en el suelo. El césped y la tierra que lo rodeaban parecían chamuscados como por una explosión súbita. Sin duda alguna se había producido una llamarada por la fuerza del impacto. Henderson y Ogilvy no estaban allí. Creo que se dieron cuenta de que no se podía hacer nada por el momento y fueron a desayunar a casa del primero.
Había cuatro o cinco muchachos sentados sobre el borde del pozo y todos ellos se divertían arrojando piedras a la gigantesca masa. Puse punto final a esa diversión, y después de explicarles de qué se trataba, se pusieron a jugar a la mancha corriendo entre los curiosos.
En el grupo de personas mayores había un par de ciclistas, un jardinero que solía trabajar en casa, una niña con un bebé en brazos, el carnicero Gregg y su hijito y dos o tres holgazanes que tenían la costumbre de vagabundear por la estación. Se hablaba poco. En aquellos días el pueblo inglés poseía conocimientos muy vagos sobre astronomía. Casi todos ellos miraban en silencio el extremo chato del cilindro, el cual estaba aún tal como lo dejaran Ogilvy y Hender son. Me figuro que se sentían desengañados al no ver una pila de cadáveres chamuscados.
Algunos se fueron mientras me hallaba yo allí y también llegaron otros. Entré en el pozo y me pareció oír vagos movimientos a mis pies. Era evidente que la tapa había dejado de rotar.
Sólo entonces, cuando me acerqué tanto al objeto, me di cuenta de lo extraño que era. A primera vista, no resultaba más interesante que un carro tumbado o un árbol derribado a través del camino. Ni siquiera eso. Más que nada parecía un tambor de gas oxidado y semienterrado. Era necesario poseer cierta medida de educación científica para percibir que las escamas grises que cubrían el objeto no eran de óxido común, y que el metal amarillo blancuzco que relucía en la abertura de la tapa tenía un matiz poco familiar. El término “extraterrestre” no tenía significado alguno para la mayoría de los mirones.
Al mismo tiempo me hice cargo perfectamente de que el objeto había llegado desde el planeta Marte, pero creí improbable que contuviera seres vivos. Pensé que la tapa se desenroscaba automáticamente. A pesar de las afirmaciones de Ogilvy, era partidario de la teoría de que había habitantes en Marte. Comencé a pensar en la posibilidad de que el cilindro contuviera algún manuscrito, y enseguida imaginé lo difícil que resultaría su traducción, para preguntarme luego si no habría dentro monedas y modelos u otras cosas por el estilo. No obstante, me dije que era demasiado grande para tales propósitos y sentí impaciencia por verlo abierto.
Alrededor de las nueve, al ver que no ocurría nada, regresé a mi casa de Maybury, pero me fue muy difícil ponerme a trabajar en mis investigaciones abstractas.
En la tarde había cambiado mucho el aspecto del campo comunal. Las primeras ediciones de los diarios vespertinos habían sorprendido a Londres con enormes titulares, como el que sigue:
“Se recibe un mensaje de Marte”
Extraordinaria noticia de Woking.
Además, el telegrama enviado por Ogilvy a la Sociedad Astronómica había despertado la atención de todos los observatorios del reino.
Había más de media docena de coches de la estación de Woking parados en el camino cerca de los arenales, un sulky procedente de Chobham y un carruaje de aspecto majestuoso. Además, vi un gran número de bicicletas. Y a pesar del calor reinante, gran cantidad de personas debía haberse trasladado a pie desde Woking y Chettsey, de modo que encontré allí una multitud considerable.
Hacía mucho calor, no se veía una sola nube en el cielo, no soplaba la más leve brisa y la única sombra proyectada en el suelo era la de los escasos pinos. Se había extinguido el fuego en los brezos, pero el terreno llano que se extendía hacia Ottershaw estaba ennegrecido en todo lo que alcanzaba a divisar la