Ca$ino genético. Derzu Kazak
Pero los ordenadores suelen hablar...
– ¡Así que están al tanto!... ponderó Malcon mentalmente con la frialdad de un témpano, confirmando su presunción de que un soplón se había infiltrado dentro de casa, pero ese tema lo trataría en el momento oportuno, ahora, debía proseguir con el “negocio”.
– Sin embargo “cuesta mucho” obligarlo a decir lo que no quiere. Respondió poniendo cara de conspirador, sintiéndose un amante de la patria, que inserta divisas en sus arcas a costa de los incautos rusitos que enviaron a saquearla.
Estaban caminando despacio por la orilla del lago uno junto al otro sin mirarse, el césped perfecto y la brisa que rizaba las aguas ayudaban a mantener una calma que no sería posible lograr en una habitación cerrada.
– Quizás quinientos mil ayuden...
Murmuró reservadamente el ruso, jugando descaradamente los ases.
– ¡Quién sabe! Creo que ese ordenador necesita varios dígitos para empezar a bostezar...
El agente sonrió levemente con aires de mundo, quizás por la ocurrencia, quizá porque el negocio empezaba a concretarse.
Puso su pie izquierdo sobre un tocón, y apoyando la barbilla en su mano, dio una profunda pitada a su cigarrillo mirando al rizado lago y, como era su costumbre, las palabras salieron entre una nube de humo azulado.
– Se refiere Ud. a... ¿Un millón? ¿Hablaría ese afónico ordenador por un millón de dólares libres de polvo y paja?
– ¡Por esa cifra ni siquiera parpadea! Respondió el científico con la indiferencia de quienes están conversando pamplinas, dejando a su interlocutor pasmado ante la impavidez con que asumía el trato, y agregó, como la cosa más natural del mundo: Pero posiblemente por cien me contaría sus secretos.
– ¡Cien millones! Replicó el ruso girando la cabeza, alarmado por el inesperado ajuste de la cifra. Suponía que sus arcas no tendría acceso a esos montos, pero a su vez, tenía instrucciones tajantes de lograr esa información “cueste lo que cueste”; y musitó con refinamiento, con ese tono de solvencia que delata a los que no manejan dinero propio y a los impostores: – ¿Está usted seguro que hablará por cien millones?
– ¡En absoluto! Pero valdría la pena preguntarle. Respondió Malcon Brussetti tomando las riendas del “negocio” con las dos manos.
Capítulo 5. Waterton Lakes
Las miradas de ambos se clavaron por unos instantes en una despampanante rubia con ojos tan claros que parecían huecos, como si de dos trozos de azulado hielo incrustados en las órbitas se tratase. Había permanecido sentada sobre un tronco a unos cincuenta metros, y en esos instantes cruzó solitaria y ausente frente a ellos con un vaso de cuba libre en la mano, enfundada en una ropa negra elastizada y sin brillo que delineaba sus primorosos contornos. Se abrigaba con un holgado sacón de zorro ártico que usaba como capa, y sin siquiera mirarlos se acuclilló sobre el césped plegando su cuerpo hasta apoyar la barbilla en las rodillas.
Un arsenal electrónico oculto bajo el abrigo de piel había captado cada palabra que se decía, y una microcámara filmaba todos los detalles. El ruso, desatendiendo la visión de esa belleza glacial, giró la cabeza bruscamente hacia Malcon, tiró el cigarrillo al suelo y apagándolo con la punta del zapato, lo miró fijamente, preguntándole, con inflexión de resquemor y regateo: – ¿Cree Ud. que valdrá tanto dinero esa mercancía?
– ¿Quién puede saberlo? Todo lo que es original suele traer oro y escoria. El precio de los conocimientos es invalorable y más, cuando escasean. Se convierten en rarísimas gemas. Un plan tentativo de investigación propia puede costar mucho más que eso tan sólo en equipamientos, y sin garantía de resultados durante muchos años.
– ¿Y si hablamos de cincuenta millones...?
– Por ese monto no arriesgo mi pellejo ni que estuviese loco. ¡Menos de cien ni hablar!
– No me deja más alternativa que aceptar su precio. Respondió el diplomático con una mueca de capitulación. Usted hubiese sido un eximio negociador, amigo Malcon.
– Tal vez, respondió sintiéndose un héroe clandestino. Vendería a buen precio un enigma, pero con el sello personal de Malcon Brussetti. ¡Sólo así valdría cien millones de dólares!
Cien millones de dólares... Sonaron a sus oídos con vibraciones peligrosas y quiso desarraigar el peligro de cuajo. Recordó que el dinero azucarado vuelve imprudentes a los hombres. Prepararía la operación perfecta sin dejar un sólo cabo suelto, y jamás sería ni siquiera un maldito sospechoso.
– Pretendo dos millones en efectivo, en billetes usados de cien y cincuenta dólares en el instante de la entrega de la información, sin numeración corrida, sin defectos ni marcas visibles o invisibles y sin ningún rastreador. Los restantes, en una cuenta cifrada a mi disposición en el Swiss Bank Corporation de Zurich, en Títulos del Tesoro de los Estados Unidos al portador.
– Todo puede arreglarse, pero dos millones en efectivo será un paquete muy abultado, estimó el diplomático imaginándose el embalaje... Serían veinte kilos exactos de dólares en fajos de 100, le dijo el ruso, y si Ud. prefiere con menor denominación, puede triplicarse el peso. ¿No prefiere los dos millones también en Títulos? Serían unas cuantas láminas muy manejables.
– Prefiero el dinero efectivo. Se puede reducir el tamaño del envoltorio colocando menos paquetes de cincuenta y más de cien. Un bolso militar tipo marinero de lona impermeable es un envase adecuado. No quiero maletines de lujo y mucho menos la más mínima insinuación de espionaje electrónico... ni de ningún otro tipo. Recibiré el dinero en el momento de entregar el encargo, lo verificaré, y posteriormente, cuando ustedes me depositen los Títulos al portador, les daré la clave para el acceso al archivo. Esas son mis condiciones.
– Cuando deje de trabajar en ese laboratorio lo quiero en mi equipo. Exclamó el ruso por lo bajo, en tono de alabanza. Es usted un auténtico topo.
– ¿Topo? Preguntó simulando no entender ese lenguaje del hermético submundo que entrelaza el espionaje con la diplomacia internacional.
– Sabe esconderse. Replicó el ruso que decía llamarse Leonid Alexei Gorki.
Dos confabulados se saludaron y el fuerte apretón de manos, con un mohín de triunfo en sus semblantes, selló el trato.
La rubia con ojos de hielo, seguía lánguidamente sorbiendo cuba libre, con su mirada glacial perdida en las glaciales aguas del lago.
Capítulo 6. New York
Desde ese apretón de manos habían transcurrido más de ciento veinte días...
Una llamada llegó a las secretas oficinas de Leonid Alexei, emitida desde un teléfono público de Bergenfiel, Atlanta, por un científico que tan sólo dijo:
– Operación confirmada, convalidar punto de contacto.
– Iniciamos trámite: Lugar de contacto: estacionamiento del Polytechnic Institute of N.Y., Jueves próximo a las 18:00 horas. Confirmar procedimiento por esta misma vía en 24 horas.
Y cortaron la comunicación.
Todo muy profesional para ser la primera vez que se movía entre las bambalinas de la intriga. El Dr. Malcon se veía a sí mismo como un héroe escarmentando a los rusitos que metían sus narices en los secretos americanos. Se consideraba lo que podría decirse “un patriota encubierto”.
Al día siguiente volvió a llamar a las oficinas de los rusos, que ciertamente estarían encuevadas en la Embassy, y otra vez Leonid Alexei lo atendió con sus réplicas esquemáticas: – Todo concretado. Lugar y hora confirmada.
Y cortó el teléfono sin conceder ni siquiera un saludo de despedida.
Esa forma de desenvolverse tan competente, garantizaba a Malcon que no se trataba de aprendices que se embarran los zapatos en el primer charco, sino de auténticos profesionales.
Veinte