Ca$ino genético. Derzu Kazak
Institute of N.Y. con un par de sujetos que ocultaban sus pensamientos detrás de lentes oscuros. Mantenían unos libros bajo el brazo y departían con aires de catedráticos.
La mejor forma de esconder un elefante, solía decir Leonid Alexei, es en medio de una manada de elefantes.
Ninguno de los dos sospechaba que estaban metidos dentro de su último par de zapatos.
Unos minutos antes de las seis de la tarde llegó el Dr. Malcon y, desorientado ante la desmedida cantidad de vehículos estacionados, intentó encontrar a los rusos lo antes posible. En la gaveta de su automóvil, un simple rectángulo negro con las siglas SSD, atesoraba información excepcional, que escocía más que las hormigas de fuego africanas.
En ese momento tuvo conciencia de que, tanto lo que estaba haciendo como los disparates que había incluido en el informe, podían escaparse más allá del control humano en atolladeros de una escala apocalíptica… Pero ese sería un dilema de los rusos, y la supuesta anomalía sería imputable a un científico descabellado llamado Werner Newmann.
Un hombre cruzó trotando frente al vehículo de una forma temeraria. Malcon clavó los frenos deteniendo en seco su automóvil. El “estudiante”, un tipo robusto de mirada siniestra que rondaba los treinta años, algo desgreñado y con una cicatriz que le cruzaba la mejilla como un rayajo carmesí, se acercó a la ventanilla y le entregó un número: “87”.
– Estacione en ese espacio. En el momento que usted se acerque, el que lo ocupe se retirará. Deje dentro del baúl su paquete y no le ponga llave, retírese hasta el interior del edificio y regrese en diez minutos. En el interior del maletero estará el bolso militar con lo convenido. No abra el baúl, retírese de este lugar y sáquelo en algún rincón lejano y sin mirones. ¿Entendido?
– Entendido. Respondió maquinalmente, aunque al alejarse el tenebroso sujeto, notó que no era precisamente un estudiante, a pesar del texto que llevaba enrollado en su mano.
Le quedó el resquemor de saber a ciencia cierta si los rusos en verdad le pondrían dentro del Pontiac una bolsa con dos millones en dinero efectivo y si le pagarían los millones restantes.
Estacionó el automóvil tal como le indicaron, en el mismo sitio que unos instantes antes había una pick-up Chevrolet de un bonito color arena con dos franjas negras, conducida por el “estudiante”, que se retiró en dirección a Manhattan. Sacó el envoltorio del SSD disimulado en una bolsa de plástico amarillo y sellada improlijamente con una banda adhesiva de embalaje, cerró el maletero sin llave, y mirando su reloj con una rápida ojeada, se retiró al hall del Polytechnic Institute con paso diligente y firme, sin darse vuelta ni descubrir a nadie relacionado con Waterton Lakes.
El revuelo de estudiantes le era muy familiar, pero en esa ocasión se sentía flotando ingrávido en otro planeta, mirando rostros sin verlos y escuchando sin oír.
Al volver diez minutos más tarde con el corazón en galopada, encontró su automóvil con un papel en el parabrisas, que decía: – “Los elegidos esperan las llaves del reino”. De una manera sutil le pedían la clave de acceso al archivo.
Malcon, recobrando el ritmo cardíaco, supo fehacientemente que estaba en buenas manos. Los espía rusos sabían moverse con maestría y no lo comprometerían lo más mínimo.
Tomó rumbo hacia el aeropuerto más cercano, el JFK International Airport, dando un rodeo de despiste por la Rockaway, hasta empalmar con la autopista 678 Van Wyck, siguiendo por la congestionada Approach RD hasta el International Terminal Building.
Montado en el tapis roulant llegó rápidamente al control, donde enseñó sus credenciales. Dejó en el depósito de equipajes un bulto que protegió dentro de una sólida talega de lona blanca con su nombre, que había tenido la prevención de traer preparada en su automóvil. Ni siquiera se atrevió a comprobar, y menos aún a palpar el dinero con las manos. La bolsa de los rusos era de loneta impermeable verde, lisa y fuerte, y tenía un sólido candado cerrado y con la llave puesta, regalo de Leonid Alexei. Retiró la llave y la guardó en el bolsillo de su pantalón.
El estado de nerviosismo en que se encontraba no era el más adecuado para contar dinero fácil. Sus nervios estaban destrozados, necesitaba tiempo, necesitaba concentrarse.
Caminó por las calles durante media hora respirando profundamente, con una extraña sensación de celebridad y zozobra, tan ensimismado, que por poco tira al suelo un chiquillo que, maravillado, permanecía mirando la vitrina atestada de juegos electrónicos. Un viejo mendigo, sentado en el portal de una casa cerrada, con la vista clavada en el suelo, desarrapado y mugriento de pies a gorra, dormitaba a cabezazos. Maquinalmente dejó dos billetes de cien dólares doblados entre sus tiznadas manos. Podría darse esos lujos cuando le diera la gana.
Levantó la cabeza, cerró de un portazo la conciencia y miró el mundo como propio. – ¿Qué será la conciencia? Se preguntó a sí mismo…
Era un triunfador y no necesitaba respuesta.
Capítulo 7. New York
En el momento en que regresó a su apartamento, una mujer lo estaba esperando de pie frente a la puerta…
Hacía meses que no tenía noticias suyas y por poco la había olvidado, pero allí estaba, acicalada con sobriedad, más bella que nunca, y sin decirle ni los buenos días se colgó de su cuello y le dio un efusivo beso, que dejó al Dr. Brussetti anonadado y flotando en la estratosfera. A la vez, un nubarrón ensombreció su cielo sin más motivo que el instinto erizado por las circunstancias.
– ¿Qué haces por aquí? Preguntó con un recelo infundado. Pero la señal de esa belleza latina presagiaba peligro. En ese momento barruntó que estaba jugueteando con un lanzallamas dentro de un polvorín repleto de fulminantes de nitruro de plomo.
– Te extrañé y decidí visitarte, ya que tú no cumpliste en llamarme como me habías prometido durante nuestra luna de miel.
– Creo que eso terminó allí mismo, respondió tajante. No puedo imaginarme que la vida sea un jardín de rosas todos los días. Te enviaron nuestros amigos para... ¿alguna misión especial?
Trató de convencerse que esa mujer era un deslumbrante regalo temporario, una atención muy especial de Alexei al finalizar el trato.
– Me dijeron que era la hora del regreso. ¿Nunca has pensado que jamás te olvidaría?
– Es la primera vez que una mujer me dice un piropo. ¿Sabes quién soy?
– Eres un hombre que dejó algo mucho más importante que un recuerdo en una mujer que estuvo en tus brazos sin ser tuya. ¿No me invitas a pasar a tu apartamento?
– Perdón... pasa por favor. Sus palabras indirectas no las entendió en plenitud.
Ingresaron a la residencia, sobriamente pertrechada con esa frialdad y anarquía propia de los solterones, que se habitúan a lo que suelen calificar de desbarajuste ordenado. Pero no recaló negativamente en la damita, sino que elogió el revoltijo mirándolo con esos ojos soñadores que ponen las mujeres cuando algo les parece que puede ser suyo.
– Muy bonito, murmuró para sí misma, tienes un refugio espléndido. ¿Puedo sentarme?
– Por favor... No acostumbro recibir invitados, así que disculpe usted, señorita...
¿No recuerdas mi nombre?
– ¿Tu nombre? ¿Acaso tienes algún nombre? Sólo recuerdo que te llamaban “Fire”, y una mujer que se llame Fuego da recelos al más pintado. Tienes un nombre tan abrasador como tu cuerpo.
Con una preciosa sonrisa se sentó con cautela para no zozobrar en la hondonada de plumas de la mecedora. Malcon... – ¿No me notas... algo rara?
– ¿Rara? La verdad que sigues tan estupenda como en los días del Hotel Prince Of Wales. ¿Debía haber notado algo especial?
– Uhum. Mi cintura ya no es la misma, se ha engrosado un poco, pero dentro de cinco meses será tan grande que te pondrás orgulloso...
–