RETOQUECITOS. Gerardo Arenas
contienen elevaciones de tensión y dejan secuelas compulsivas, dice Freud, y en esto no podemos menos que acordar con él, dado que nos topamos con ellas en la clínica más cotidiana, pero a eso añade dos cosas muy llamativas ligadas al deseo y la defensa (o represión) resultantes. En el caso del deseo, la compulsión toma la forma de esa atracción hacia el objeto (o más bien hacia su huella mnémica) evocada por la canción No hago otra cosa que pensar en ti. Ello provoca un estado de excitación e investidura incesantes que no sólo contradice el supuesto principio de placer, sino que además no se aniquila mediante satisfacción alguna. El deseo, por lo tanto, contradice ese principio, y su “más allá” tampoco lo explica. Por su parte, la vivencia de dolor crearía, según Freud, una inclinación a no investir la imagen mnémica del objeto hostil, lo cual implicaría una reacción de avestruz, hacer como si el objeto no existiera, cuando en verdad eso se opone a lo que él mismo había dicho antes acerca de esta secuela compulsiva, y también contradice las más conocidas y generalizadas formas que esa secuela toma y que van del resquemor al odio e incluso al afán de venganza –No hago otra cosa que pensar en ti con aversión. Por lo tanto, no podemos acompañar a Freud en su idea de la defensa primaria, que es, a su vez, la primera imagen de la represión y que llega a requerirle el agregado de un principio explicativo nuevo… y biológico.
El inconcebible yo y la alegría del encuentro
Llegamos al sitio donde se define el yo como un grupo de neuronas (representaciones) constantemente investido que, entre sus funciones, tiene la de inhibir la repetición. En las coordenadas propias del modelo freudiano, esta definición hace del yo un engendro inconcebible, ya que, si siempre está investido, no se descarga y, por lo tanto, en él no rige el principio de placer, y si además inhibe la repetición, sus excitaciones no pueden ser ligadas por obra y gracia de la compulsión de repetir, lo cual significa que tampoco lo explica el “más allá” de ese principio. En el casi medio siglo de desarrollos ulteriores, Freud no logrará borrar del yo esta monstruosidad inicial.(61)
Que en ese grupo investido inhibitorio haya una parte variable y otra constante es algo que además nos pone sobre la pista del carácter lingüístico de las representaciones que lo componen, como veremos en un momento. Freud dice que esa investidura está al servicio de la función secundaria, es decir, la de no descargar toda excitación, la de conservar una cuota de energía disponible para hacer todo aquello que la vida requiere, como si el principio de placer nos impeliera a la inactividad y el yo debiera movernos a comer para no morir, por ejemplo, función para cuyo cumplimiento debe hacer uso de la energía que ha acopiado y mantenido en forma de unas investiduras permanentes. Sin embargo, bien sabemos que una elevada investidura yoica puede, muy por el contrario, tener un efecto contrario y aun mortífero, como bien lo ilustra el mito de Narciso.
Luego se plantea la distinción entre los procesos primario y secundario, requerida para que la percepción no se confunda con el recuerdo. La idea de Freud es que, si cada vez que deseáramos o temiésemos algo lo alucináramos, habría un gasto inútil y excesivo. Notemos que esto depende, a su vez, de la suposición de que el saldo de la vivencia de satisfacción es la inclinación del aparato a alucinar lo deseado, y no sólo no hay nada que justifique esta hipótesis,(62) sino que además el sentido de esa vivencia cambia si borramos del mapa el principio de placer. Esto último pone en tela de juicio, por lo tanto, el papel inhibidor del yo y el paso del proceso primario al secundario.
Algo muy distinto ocurre con lo que Freud llama “el discernir y el pensar reproductor”, donde entran en juego el lenguaje (ausente hasta aquí) y la Cosa (das Ding).(63) La clave es entender que el objeto investido por el deseo es una multiplicidad (un “complejo”, no una unidad) y que en ella cabe distinguir una parte constante, a, y otra variable, b, mientras que la percepción inviste otra multiplicidad que incluye esa parte constante, a, y otra distinta, c. ¿Cómo hacer para que la parte distinta deje de serlo? El lenguaje, según Freud, hará de a la Cosa y de b (o c) su predicado, lo que de la Cosa se dice. Como ésta es aquello acerca de lo cual se habla, es indecible.(64)
Podemos acordar con lo aquí planteado, pero no con la afirmación de que, una vez alcanzada la identidad, sobrevenga la descarga que dicta el principio de placer,(65) ya que, cuando encontramos el objeto, nuestra tensión, lejos de descargarse, estalla: nos invade la alegría, temblamos de regocijo y excitación, y esto no significa aligerarla por el polo motor, en la medida en que ese estado suele ser duradero e interrumpirse únicamente debido al agotamiento de nuestras fuerzas. Por otro lado, el goce de ese encuentro no es único y puntual como el flechazo o como el hallazgo del objeto (que es siempre un rencuentro, según Freud), sino que forma parte de nuestra vida cotidiana, aunque no lo descubramos más que cuando nos falta: la cólera que surge cuando las clavijas dejan de entrar en los agujeritos, como decía Lacan parafraseando a Péguy,(66) muestra que del encastre –o sea, de hacer que c coincida con b– gozamos todo el tiempo.(67)
Pensar, dormir, soñar
Podemos descartar la sugerencia freudiana de que el pensar tenga una finalidad práctica, ya que su practicidad es sólo una posible isla en un mar de inutilidades; lo evidencia su función en la neurosis obsesiva y en la paranoia. En cambio, debemos retener la definición del proceso primario como aquel que transcurre por asociación automática, sin meta; pero aun si aceptamos que se detenga en la identificación, no necesitamos suponer que culmine por medio de descarga alguna.
Los tres apartados finales de la primera parte del “Proyecto…” abordan el sueño y temas afines. Conviene tratarlos en conjunto.
Freud plantea que en el dormir hay procesos primarios similares a los de las formaciones de síntomas psiconeuróticos, cosa que podemos aceptar sin más, pero a eso agrega una ficción ideada a la medida del principio de placer y que por eso mismo merece una mirada atenta. Dice que el niño se duerme cuando ninguna necesidad o estímulo exterior lo molesta, o sea, una vez que se encuentra satisfecho, así como el adulto lo hace con más facilidad después de la cena y el sexo.
Mil contraejemplos se oponen a esta falsa regla. Destaquemos tres paradigmáticos. Una pareja con varios hijos pequeños, agotada por no poder dormirlos, decide pasearlos en automóvil, y en un par de cuadras los niños caen rendidos; tal recurso, que resultará infalible, no cancela necesidades insatisfechas y aun agrega estímulos molestos (traslado al vehículo incluso en invierno, encendido del motor, cierre de puertas, etcétera). Un joven, luego de cenar y hacer el amor con su pareja, aguarda que ésta se duerma para levantarse a escribir, porque ése es el momento en que más despierto se siente. El homeless y el refugiado duermen en deplorables condiciones, por más hambre, frío y ruido que los incomoden.
La ficción de Freud parece reflejar cierto ideal, de orden o de clase, que veremos reaparecer en otros momentos de su obra.(68) Dejar de suscribirla facilita la crítica del planteo de que la “condición del dormir es el descenso de la carga endógena […], que vuelve superflua la función secundaria”.(69) ¿Cómo no ver ahora que esa desexcitación no es la condición del dormir sino, a lo sumo, su consecuencia? ¡Esto cambia mucho las cosas! Freud hace del dormir el premio recibido por haber cumplido con el principio de placer, mientras que ahora podemos ver en el dormir la condena que el cansancio del organismo impone. Y esa condena puede llegar a la pena de muerte: alguien con hambre, sed, dolor muscular y ganas de orinar puede dormirse al volante. Freud supone que la descarga del yo condiciona los procesos primarios y el dormir, pero éste parece más bien forzar una descarga del yo que deja el aparato presa del proceso primario y sin recurso al secundario. Además, despertar requiere volver a investir, algo que sin duda contradice el principio de placer –aunque él diga que no y, para salvarlo, deba pensar que la economía sólo es regida por la ley de conservación.(70) Por otro lado, Freud reconduce la parálisis motriz propia del dormir a una parálisis de la voluntad por descarga global, pero la desesperación que nos embarga en los sueños de impotencia prueba, en cambio, que la voluntad sigue viva, y en tal medida que en ocasiones puede llevarnos hasta el sonambulismo.
Del resto de la primera parte del “Proyecto…” no