Matador. Mario Kempes
que habían entregado todo lo que tenían para dar. Veintitrés amigos compartiendo una copa que, aunque no era de oro, sellaba nuestra hazaña. Por primera vez, Argentina había ganado un Mundial, proeza que nadie había logrado con la camiseta albiceleste.
El Mundial de 1978 parece olvidado porque en mi país gobernaba una dictadura militar. Los futbolistas hemos pagado las consecuencias con el menosprecio que nos hicieron sentir desde algunos sectores, pero no se nos puede echar la culpa a nosotros ni rebajar todo lo bueno que hicimos dentro de la cancha. Me da rabia, como las mentiras que se han dicho sobre el partido contra Perú. Es verdad que nos tocó competir con un contexto social nefasto, pero comparar la política con el deporte es una tontería. Es cierto que aquella fue una deleznable etapa de la historia de mi amada tierra. Sin embargo, nosotros no jugamos para los milicos ni disparamos fusiles. Nosotros nos calzamos la camiseta celeste y blanca y salimos al césped a representar a nuestra patria y a nuestros hinchas en una competición que se realizó en un momento jodido. Tuvimos que escuchar críticas de todo tipo y calibre, digerirlas a pesar de su desagradable sabor a injusticia.
Al cumplirse cuarenta años de aquella magnífica gesta deportiva, siento la necesidad de contar mi verdad. Y a pesar de todo lo dicho o lo que se diga, tengo la conciencia tranquila. En aquellos días oscuros nos entregamos en cuerpo y alma para regalarles un rayito de alegría y esperanza a nuestros compatriotas. Nos brindamos con nobleza y un enorme esfuerzo. Fuimos los mejores. El título no nos lo quita nadie. El orgullo de ser campeones, tampoco.
Capítulo 1
El fútbol, desde siempre
«¿Quién es ese chico tan feo?», preguntó doña Rosa, la abuela de mi vieja. «Es el hijo de la Eglis», le contestó una de las tías. «¡Ay, qué feo! —insistió la flamante bisabuela—. Es raro, porque el Mario y la Eglis no son feos». Ese bebé, fulero para doña Rosa, «el negrito peludo más lindo que había en el mundo», según mi madre, era yo, Mario Alberto Kempes, quien acababa de nacer aquel 15 de julio de 1954 en Bell Ville, una pequeña ciudad del sudeste de la provincia de Córdoba rodeada de generosos campos donde se cultivan los cereales, las legumbres y abunda el ganado. Asistida por un médico, mi mamá me dio a luz por parto natural en la casa que mi abuelo paterno Claudio había levantado con sus propias manos para su hijo Mario, el primer Mario Kempes de una dinastía que ya llegó a las cuatro generaciones, y su joven esposa Eglis Chiodi, una descendiente de sicilianos de apenas 19 años. Ella prefirió que yo, en lugar de nacer en un hospital, lo hiciera en un ámbito cálido y familiar. Al mismo tiempo, en un recinto más seguro para ella porque, asustada por esa experiencia desconocida, no quería despegarse un solo segundo de su mamá, mi abuela Josefa, hasta que desaparecieran esos «dolores de panza» que la desgarraban por dentro. Superado el susto, con el desahogo del parto, a mi madre le quedó grabado para siempre el momento en el que se produjo mi llegada, las ٢٠:٢٥, porque en ese tiempo las emisoras de radio repetían cada día que, a esa misma hora, Eva Perón había «pasado a la inmortalidad» casi dos años antes.
Mi vieja me recuerda como un chiquito bonito, inquieto, malcriado por los abuelos como todo primer nieto, algo caprichoso por tanto consentimiento. Unos cuatro o cinco meses después de mi nacimiento, convertido ya en un bebé más desarrollado y regordete, mis padres me llevaron de visita al vecino pueblo de Noetinger, donde estaba radicada la familia de mi madre. En esa oportunidad, la bisabuela Rosa se sorprendió porque ese niño, que a sus ojos se había presentado «tan feo», había dado un giro de 180 grados: «¡Qué lindo chico, ahora sí parece hijo de la Eglis!», exclamó al verme. Esta graciosa anécdota familiar pareció marcar, de alguna manera, mi carrera profesional. Salvo cuando vestí por primera vez la camiseta de Instituto Atlético Central Córdoba, en el resto de los equipos de fútbol debuté con actuaciones bastante flojitas, incluso malísimas. Por suerte, como ocurrió con doña Rosa, siempre pude revertir esa primera impresión negativa.
El recuerdo más lejano que poseo de mi niñez es estar pateando una pelota de goma. Creo que nunca he jugado a otra cosa ni he tenido otros juguetes. Ya desde los primeros pasos, mi mundo quedó marcado por el balón. Nací pegándole con la zurda, aunque con las manos —para escribir, por ejemplo— soy diestro. La primera cancha fue el patio de la casa donde nací, en la calle San Juan 122. La parte inferior del asador era un arco, la puerta que daba al interior de la cocina, el otro. Los primeros partiditos los disputé contra el pibe que trabajaba como repartidor de la carnicería y verdulería del barrio: él dejaba el pedido en la cocina y salía a patear conmigo. A mi vieja le rompía todas las plantas —había limoneros, un arbolito de mandarina, macetas con flores— y luego trataba de disimular los destrozos clavando en la tierra los esquejes arrancados a pelotazos. La de quinotos era mi víctima favorita, al punto que mi mamá nunca llegó a probar sus frutos. De todos modos, la artimaña resultaba infructuosa porque ella siempre se daba cuenta de lo ocurrido y yo terminaba en penitencia.
Si salía a la calle y no había amiguitos para organizar un partidito, pateaba contra el «arco» que formaba la puerta del garaje de casa. La reja blanca del portón era la red, que se quejaba con chillidos metálicos cada vez que clavaba un golazo.
En predilección, el único momento que podía hacerle sombra al fútbol era el almuerzo de los domingos: mi madre amasaba pastas caseras, tallarines o ravioles, mi comida favorita. También eran insuperables sus milanesas con puré de papas (algo que debe decir cada argentino), su arroz con pollo (por lo general, lo preparaba los días de partido y me daba especialmente las alitas para que «volara en la cancha») o su asado. Sí, su asado, porque en nuestra casa era la vieja la encargada de manejar la parrilla (hobby que, por lo general, en Argentina se reserva al género masculino), normalmente los sábados. Mi papá, que trabajaba como empleado contable —en esa época, se decía «tenedor de libros»— de una carpintería, llegaba cuando ya estaba lista la comida. La carne a la parrilla era, y sigue siendo, otra de mis debilidades. A los 9 o 10 años comencé a preparar mis primeros asaditos… aunque el resultado no fue el mejor. Con un amigo, íbamos a la carnicería y comprábamos unos churrascos de hígado de vaca. Luego, en un terreno baldío a la vuelta de casa hacíamos un fueguito con maderas, cocinábamos los filetes y los devorábamos. Repetimos varias veces el experimento hasta que nos indigestamos con el atracón. No sé si la carne estaba mal cocida o quizá demasiado ennegrecida por el humo de la madera, pero terminé empachado y nunca más pude probar el hígado vacuno que, vaya paradoja, atacó mi propio hígado. Quedé tan asqueado que todavía hoy su olor me provoca rechazo. Otra comida que jamás pude tolerar es la polenta. Me parece un mazacote seco, sin sabor. En la casa de mis abuelos maternos, en la zona rural de Noetinger, cocinaban polenta bastante seguido. Cuando me tocaba almorzar o cenar allí y preparaban ese plato pesado que me fastidiaba, yo prefería llenarme con pan o, directamente, quedarme con hambre. Para mí, la polenta es una comida imposible de tragar.
Cuando tenía dos o tres años, mi abuelo materno Camilo, fanático hincha de Boca, me regaló el conjunto completo del equipo xeneize: camiseta, pantalón y medias azul y oro. Me vistió con esas prendas y me tomó una fotografía que envió a la revista Así es Boca, con una carta en la que aseguraba que yo sería jugador del equipo de la ribera. Por supuesto, cada vez que me tenía en brazos, el nono aprovechaba para tratar de convencerme, dale que dale, de que yo debía ser bostero, algo que no agradaba demasiado a mi viejo, simpatizante de River. El abuelo vivía en esos años en una finca de Noetinger junto a tres hermanos. Dos de ellos eran de River, el otro de Boca. Cada vez que el club de la ribera perdía, los millonarios volvían loco a Camilo con sus burlas. Por eso, él había adquirido la costumbre de alejarse con su radio y escuchar los partidos en medio del campo, aislado de sus familiares. Si Boca ganaba, regresaba enseguida, soberbio y altanero; si perdía, no retornaba a la casa hasta que todos estuvieran dormidos, para eludir las burlas de sus hermanos. Las derrotas le dolían tanto que, en una ocasión, destrozó una radio apenas el referí pitó el final de una caída en un Superclásico.
Un domingo que fuimos a pasar el día con la familia de mi madre, seguí a mi abuelo entre los pastizales y lo espié mientras escuchaba un partido. Esa tarde, Boca perdió y él se puso a llorar desconsoladamente. Esa imagen de excesivo sufrimiento me conmovió tanto que, a partir de ese momento, me desligué del fanatismo por una camiseta y solo fui hincha