Matador. Mario Kempes

Matador - Mario Kempes


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como un misil y se clavó junto a un poste. Cuando el portero se tiró, la pelota ya había pasado hacia la red. ¡Espectacular! Cada vez que vuelvo a Bell Ville y me junto con mis amigos, recordamos el tiro libre y la insólita soberbia de aquel portero.

      Siempre que entré a una cancha a jugar al fútbol lo hice con la máxima seriedad y un enorme amor propio. No me importaba si se trataba de un partido intercolegial o de la final de un Mundial: salía a ganar, a dar todo. Cada derrota me afectaba enormemente, tanto en la etapa profesional como en la amateur. Con mis compañeros del Colegio San José nos consagramos campeones del torneo intercolegial Challenger, pero sufrimos dos reveses. Para mí, fueron dos estocadas al estómago. Una de esas caídas se produjo contra una escuela de la ciudad santafesina de Casilda que participaba del torneo cordobés. Con el marcador dos a uno a favor de los locales y apenas a unos minutos del final, el árbitro pitó un penal. Me hice cargo de la ejecución con un zurdazo fuerte que el arquero rechazó con notable habilidad. Perdimos y me pasé llorando todo el viaje de vuelta, a lo largo de los 200 kilómetros que separan Casilda de Bell Ville. ¡Lloré durante más de dos horas por haber errado un penal! Algunos de los pibes se tomaron la derrota a broma, yo no.

      Al afianzarme como futbolista, mi padre me empezó a controlar muchísimo. Cuando empecé a jugar en la Primera del Club Atlético y Biblioteca Bell, el viejo me amenazó con no dejarme competir si llegaba a casa con malas notas en la libreta. Como los partidos se disputaban los sábados y los boletines se entregaban los viernes, cada vez que aparecía un suspenso le decía que ese día se habían olvidado de repartirlos. Así, evitaba comerme una fecha de suspensión como castigo. Mi papá se creyó el cuento un par de veces, hasta que un viernes me fue a buscar al colegio y no me quedó más remedio que entregarle la libreta y asumir la reprimenda. Si hubiera insistido con el verso y mi padre hubiera ingresado a la escuela para «recordarles» a los maestros que habían omitido el reparto de los boletines, me habría aplicado una sanción eterna.

      A mí me gustaba salir a comer asados con mis amigos, o ir al cine, o juntarnos en la casa de alguno de los muchachos de la pandilla. Si al día siguiente tenía un partido del campeonato bellvillense, debía regresar a casa antes de las doce de la noche. «A mí no me metan en el medio», solía decir mi vieja cada vez que recurría a ella para que mi papá aflojara un poco sus exigencias con los horarios. Normalmente, antes de la medianoche ya estaba en mi cama acostado. El «normalmente» implica que, una vez, eso no ocurrió. Un sábado por la tarde mis amigos me pasaron a buscar para ir al cine, según lo que habíamos arreglado el día anterior. Eran alrededor de las ocho y media, porque la función comenzaba nueve menos cuarto. A mí me sorprendió que el Gringo Luis Heimsath, el Polaco Carlos Sontag, Luisito Margarit, Oscar Fililí Rodríguez y Carlos Miga Baiochi —el grupo más íntimo de mi infancia y adolescencia forjado por el fervoroso amor que todos profesábamos hacia el mismo objeto: la pelota de fútbol— aparecieran en una camioneta. Sospeché que algo raro estaba sucediendo. En cuanto arrancamos, me explicaron que, para esa noche, habían planificado viajar a Noetinger porque allá se había organizado una fiesta.

      —¿Ustedes están locos? —cuestioné.

      —¿Por qué? —repreguntaron, como si yo hubiera planteado algo insólito.

      —Mañana tenemos que jugar contra el Club Leones, en Leones. Ni de broma vamos a estar a las doce de vuelta, mi viejo me va a matar —manifesté alarmado.

      Teníamos que recorrer casi sesenta kilómetros de ida y otros sesenta de vuelta, la mitad de ellos por una ruta de tierra sobre la que se debía circular despacio, especialmente de noche. Los muchachos se me cagaron de risa en la cara. «¡Pero no seas boludo! No te preocupes, que vamos a volver temprano», me garantizaron. Hacía frío, pero yo transpiraba de los nervios. Cuando llegamos, por fin, a Noetinger, en lugar de encarar directamente para la fiesta, pasamos por la casa de una de mis tías a comer una picadita. Yo miraba el reloj cada dos minutos. Al cabo de un rato, que me resultó eterno, por fin encaramos hacia el baile. Pagué la entrada con la plata que había reservado para ir al cine. El boleto incluía un número correspondiente a la rifa de una torta. No disfruté mucho de la velada, más atento a la hora que a las chicas que daban vueltas por la pista. Pasadas las doce, les pedí a mis amigos que volviéramos a Bell Ville.

      —¡Pará, que todavía no se hizo el sorteo! —me reprendió uno de ellos.

      —¿Qué sorteo? —indagué, confundido.

      —¡El de la torta!

      «Mi viejo me va a romper el culo a patadas por una torta», reflexioné impaciente. ¡No lo podía creer! Se efectuó, por fin, la bendita rifa y, para mi enorme sorpresa, el número ganador fue… ¡el mío! Recibí el premio y encaré hacia la camioneta, apurado por retornar a casa lo antes posible. No pudo ser: los muchachos querían repartir el botín, de modo que volvimos a la vivienda de la tía. Mis amigos, eso sí, me dejaron reservar una buena porción de pastel para mi mamá. Cuando finalmente bajé del vehículo frente a mi casa, eran como las dos de la mañana. Abrí la portezuela que da a la vereda, crucé el patio delantero en puntas de pie para no hacer ruido y me acerqué a la ventana corrediza de la sala, donde mis padres solían dejarme la llave de la puerta principal de la vivienda. Con la porción de torta en una mano, sobre un platito prestado, corrí despacito la persiana… ¡nada! «¡Qué extraño!», pensé. Me acerqué a la otra ventana, la del dormitorio de mis viejos: ¡No había ninguna llave! «Uhhhh, la fastidié», especulé. Con mucho cuidado, susurré un «vieja, vieja…» para que ella me salvara. De repente, se prendió la luz del comedor. «La vieja me escuchó», asumí. Estaba equivocado. Mi padre abrió de golpe la puerta y apenas crucé el marco, me lanzó un cachetazo. Él estaba furioso, no recuerdo haberlo visto tan enojado. Me agaché y logré esquivar el tortazo pero el viejo, con la coordinación de un futbolista de raza, me calzó un derechazo en el culo que me mandó a la cocina con torta y todo. De milagro pude salvar el dulce regalo que le había llevado a mi madre y apoyarlo intacto sobre la encimera. La historia no finalizó ahí. Mi papá solía levantarse muy temprano. Ese domingo no fue la excepción. Lo sé porque él mismo me fue a despertar, cuando todavía era de noche, para que estudiara toda la mañana. No me quedó otra alternativa que obedecer y pegar las pestañas a los libros y cuadernos del colegio. Cuando me tocaba jugar en Leones, normalmente íbamos todos (mis viejos, mi hermano Hugo y yo) más temprano y almorzábamos con mis abuelos maternos, que vivían en el pueblo. Ese día fuimos a la casa de ellos, que nos esperaron con pasta casera. En medio de la comida nos pusimos a hablar de fútbol y yo mencioné el encuentro de esa tarde.

      —¿Qué partido? —indagó mi viejo.

      —El que vamos a jugar hoy, Bell contra Leones —contesté.

      —¿Vamos? No, querido, vos no vas a jugar —aseveró.

      Intenté protestar, pero mi padre se mantuvo firme: «No, no, no vas a jugar». Me fui llorando a la habitación de mi abuela y me tiré sobre su cama. A eso de las 15:30 mi viejo fue a buscarme para ir a la cancha, «a ver a tus compañeros». Yo no dije nada. Llegamos y los muchachos, que habían arribado un ratito antes en un colectivo, se estaban cambiando. Montemartín me comentó que mi papá le había avisado que estaba castigado y que ya había dispuesto mi reemplazo. Quedé al borde de un nuevo ataque de llanto, sin haber advertido que el entrenador se había confabulado con mi padre. Unos minutos antes de que el equipo saliera a la cancha, mi viejo se me acercó y me dijo: «Te doy permiso para jugar, pero que sea la última vez». Corrí a cambiarme con una sonrisa de oreja a oreja, feliz de hacer lo que más me gustaba. Esa tarde metí un doblete. Logramos un valioso empate dos a dos que nos dejó a un pasito del título, que conseguimos unas semanas después.

      En el prólogo de este libro comenté que las críticas de mi viejo eran implacables. Nunca me regaló un «jugaste muy bien», jamás un mimo ni una palabra de aliento. Siempre había hecho algo mal, había mucho para mejorar y progresar. No lo hacía de mal tipo. Él creía que esa era la manera de conducir a un muchacho por el áspero mundo del fútbol profesional. Él no aconsejaba, no proponía, no sugería: te sacudía la cabeza con un comentario despectivo, en cierto modo hiriente. Tampoco dejaba margen para la discusión o un punto de vista distinto del de su mirada. Su juicio era definitivo.

      Luego


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