Matador. Mario Kempes
Belgrano le metí diez goles en los encuentros amistosos y oficiales que protagonizamos.
La final del cuadrangular la jugamos con Talleres al día siguiente, el domingo 26 de marzo. Ganamos tres a dos y volví a anotar un tanto. La hinchada empezó a corear mi nombre y hasta me inventaron un apodo: «Superpibe».
Yo debuté oficialmente a los diecisiete años, bastante chico en edad, pero con un cuerpo grandote (ya había alcanzado los 184 centímetros de altura), fortachón, aunque con tendencia a engordar: llegué a Córdoba con 84,5 kilos de peso. La campaña de Instituto fue soberbia. El equipo tenía futbolistas de extremada calidad que no solo se entendían de memoria, sino que armaban cada jugada para que yo solo tuviera que empujarla a la red. Gracias a ellos, metí nueve goles en los diez partidos de la etapa zonal y diecisiete en los dieciocho encuentros de la ronda de clasificación que nos catapultó hacia la gran final. El éxito del grupo se sustentó, además, en la sobresaliente relación que concebimos todos los jugadores. Con Osvaldo, por ejemplo, iniciamos una amistad seria y pura que se fortaleció en la selección argentina y todavía hoy se mantiene inalterable, si bien él vive en Inglaterra y yo en Estados Unidos. Aunque suene increíble, seguimos tratándonos «de usted», como el día que nos conocimos en el vestuario de la cancha de Instituto. Él es, probablemente, el futbolista con el que mejor me entendí a lo largo de mi carrera, dentro y fuera de la cancha. A pesar de que afuera, a veces, no me porté del todo bien. Una vez, cuando jugábamos juntos en La Gloria, le hice una broma pesada: lo emborraché. Un viernes, mientras compartíamos un asado en mi departamento, después del último entrenamiento antes del partido del domingo, fui llenando su vaso con vino una y otra vez. El Pitón iba a buscar unos menudillos, ¡pum! Se levantaba por un dorado trozo de carne, ¡pam! Se daba vuelta para conversar con otro compañero, otra vez le colmaba la copa hasta el borde. Animado por la conversación y la sabrosa comida, Ardiles, un muchacho con escasa cultura alcohólica, bebió y bebió y, sin darse cuenta, se agarró un pedo de novela. ¡Lo tuvimos que llevar entre cuatro hasta un sillón! Un rato más tarde apareció por casa la novia de Osvaldo —que luego sería su esposa—, muy preocupada porque no lo encontraba por ningún lado. Ese viernes por la noche ellos habían programado una salida, que debieron suspender por mi culpa. En realidad, ella debió suspenderla: Ardiles, vencido por un coma etílico, se despertó al día siguiente.
También me llevaba muy bien con Alberto Beltrán, quien solía decir que cuando yo nací, el médico me pegó una palmadita en la cola y en lugar de llorar, grité «gol».
De todos los tantos que conseguí en ese período, el más bonito se lo marqué a Las Palmas: un tiro libre lanzado desde fuera del área, cuando ya se habían cumplido los noventa minutos y el marcador estaba igualado a cero. Disparé un misil de zurda que, a pesar del viento en contra, se clavó en el ángulo. ¡El desahogo de los hinchas me hizo temblar!
También en el zonal tuve revancha contra Racing de Nueva Italia, que nos había vencido en aquel amistoso tres a uno cuando yo era todavía «Carlos Aguilera»: lo goleamos seis a uno y yo perforé cinco veces la resistencia del arquero Raúl Amaya.
El primer cumpleaños que pasé en Córdoba cayó el domingo 15 de julio de 1972. Como ese día jugábamos con Instituto, mis viejos llegaron de Bell Ville para saludarme y ver el partido. Aunque se trataba de mi aniversario, yo aproveché la ocasión y le hice un bonito regalo a mi mamá: una muñeca que hablaba. A ella le encantaban. En los viajes al exterior o cuando viví en España, siempre compré muñecas para mi vieja, de distintos materiales y con diferentes vestidos. Todavía hoy conserva la colección en su casa bellvillense.
Mientras participaba de mi primera temporada con Instituto, terminé el secundario en el colegio San José de Bell Ville. Mis amigos siempre recuerdan la historia de un profesor de Educación Física que estuvo a punto de suspenderme porque yo no corría como él quería. Nosotros recibíamos esas clases en el club Bell, que tenía una pista de atletismo con piso de tierra y un cajón de arena donde nosotros hacíamos distintos ejercicios. El profe nos mandaba a trotar y yo lo hacía en puntas de pie, como suelen «picar» los futbolistas. Cada vez que pasaba a su lado me reprendía y me exigía que pisara como los fondistas: talón-planta-punta. Como yo seguía corriendo afianzado sobre mis dedos, el instructor me gritaba delante de mis compañeros y me obligaba a hacer vueltas extra andando de la manera que él decía que se tenía que hacer. Años más tarde, en una oportunidad que nos juntamos a tomar algo con mis amigos de toda la vida en la terraza de un bar de Bell Ville, pasó este docente. ¡Lo que se le burlaron los muchachos! «Pedazo de burro, ¿querías enseñarle a correr a un campeón del mundo?», fue el comentario más suave que le dedicaron. El pobre tipo se puso rojo de vergüenza y salió disparado… ¡en puntas de pie!
A pesar de los tres viajes semanales a Córdoba, logré terminar el ciclo secundario y recibir el ansiado título. La última materia que aprobé fue Historia, con un profesor de apellido Sarini, recto y exigente. A mí me gustaba el tema pero a la hora de preparar el examen final, descubrí que era imposible: a lo largo del ciclo lectivo, prácticamente no había presenciado ninguna de sus lecciones porque Sarini dictaba clases los martes y jueves, los mismos días que yo había entrenado todo el año con Instituto. Yo había resuelto no presentarme a examen, sabía que no tenía posibilidades de éxito, pero a partir de una nueva intervención del hermano Javier, el docente me propuso un «pacto de caballeros»: que yo estudiara una serie de temas específicos y no todo el programa, y concurriera al examen. Así lo hice: me presenté con esos puntos bien aprendidos y aprobé. Mis viejos se pusieron muy contentos cuando les anuncié que, por fin, había completado los estudios secundarios.
El mes de diciembre de 1972 me planteó una difícil encrucijada: hacer el viaje de fin de curso o jugar con Instituto la final del campeonato cordobés. Fue una decisión durísima. Con mis compañeros de estudio habíamos laburado muchísimo vendiendo rifas, organizando bailes, de todo para juntar la plata que pagara la anhelada expedición a la ciudad patagónica de Bariloche. Al optar entre enfrentar a Belgrano o viajar junto a mis compañeros del colegio San José, decidí quedarme a disputar el match definitorio ante el «celeste». Todos me decían que estaba loco, y quizá tenían razón, pero a mí me gustaba lo que estaba haciendo y al fútbol no lo cambiaba por nada. En esos dos partidos finales ante Belgrano clavé cinco goles que redondearon 31 tantos en 30 presentaciones a lo largo del torneo. En el segundo, jugado el 23 de diciembre de 1972, metí tres tantos. Ganamos cinco a dos y cuando el árbitro pitó el final, los hinchas de Instituto invadieron la cancha para celebrar un título provincial después de seis años de sequía y me llevaron en andas, un festejo que se usaba mucho en ese entonces, hasta la platea donde estaban mis viejos, que celebraban emocionados el título deportivo.
Aunque me dolió no viajar a Bariloche con mis amigos, hoy estoy seguro de haber tomado la decisión correcta. Ganar el campeonato cordobés clasificó a Instituto para disputar por primera vez un Torneo Nacional, el de 1973, certamen que me puso en la vidriera del fútbol de primera división argentino y que, al mismo tiempo, me abrió las puertas de la selección nacional.
El año 1973 significó un período de experiencias estupendas. En primer lugar, me fui a vivir a Córdoba, a un departamento del barrio Las Flores donde el presidente del club, Antonio Capellino, me alojó junto a un zaguero central de Buenos Aires, Mario Pellascini. No teníamos auto y todos los días debíamos viajar en colectivo hasta Alta Córdoba para entrenarnos. ¡Tardábamos una hora a la ida y otra a la vuelta, del estadio a casa!
A principios de ese año mi viejo me anotó en la Facultad de Ciencias Económicas con la ilusión de que yo siguiera sus pasos contables. Las clases comenzaron, pero yo no me presenté a cursar ninguna materia. Algunas semanas más tarde, un lunes por la mañana que no teníamos entrenamiento, le comenté a Mario que estaba inscrito en la Universidad y que sentía curiosidad de saber de qué se trataba, aunque más no fuera para conocer el lugar donde se estudiaba. Aceptó acompañarme y juntos, nos tomamos el autobús hasta la facultad. Apenas entramos al hall central del enorme edificio, sentimos que alguien gritaba mi nombre. Miramos hacia arriba y era un vago subido a una escalera, que estaba despegando carteles colgados por los chicos de las distintas agrupaciones políticas estudiantiles. Este tipo se bajó, se acercó corriendo y me abrazó.
—Mario, querido, ¿sabés