Matador. Mario Kempes
que, cuatro años más tarde, conformaron la ruta hacia el certamen de Alemania Federal de 1974. En esos tiempos, el camino a la Copa del Mundo era muy cortito, con zonas de tres o cuatro equipos que disputaban pocos encuentros, de ida y vuelta, muy diferente al extenso y extenuante sistema actual, en el que los diez equipos sudamericanos nucleados en la CONMEBOL se enfrentan «todos contra todos». Por entonces, ganar todos los juegos como local no garantizaba el éxito: era necesario sacar algún punto como visitante. En la clasificación para el torneo azteca, Argentina quedó en el último lugar de un triangular que compartió con Perú (el único clasificado) y Bolivia. El equipo albiceleste cayó en sus visitas a Lima y La Paz, venció al elenco boliviano en la cancha de Boca pero apenas logró arañar un empate 2-2 con el equipo de camiseta albirroja, idéntica a la de River Plate, en el estadio «xeneize».
Para la Copa de la República Federal de Alemania (así se llamaba a la mitad occidental de la actual nación germana, dividida después de la Segunda Guerra Mundial. La RFA y su hermana oriental, la República Democrática Alemana, se reunificaron a partir de 1989), el sorteo determinó que Argentina volviera a enfrentarse a Bolivia y también al duro seleccionado paraguayo. Conscientes de la importancia de conseguir al menos un empate en la altura de La Paz, a unos 3.700 metros sobre el nivel del mar, los dirigentes de la Asociación del Fútbol Argentino y el técnico albiceleste, Enrique Omar Sívori, aprobaron un plan de trabajo que incluía una idea innovadora: preparar un equipo juvenil para que se adaptara al rigor de la altitud sobre el organismo y enfrentara «de igual a igual» a Bolivia en su complejo reducto, el estadio Hernando Siles, el 23 de septiembre de 1973.
La misión de seleccionar el plantel recayó en Miguel Ignomiriello, el mismo conductor del equipo sub-18 que había competido en Cannes en abril de ese mismo año. Ignomiriello llamó a algunos de los muchachos que habíamos viajado a Francia, como Jorge Tripicchio, Ricardo Bochini y yo, y a otras nuevas figuras como el Pato Ubaldo Fillol, Norberto Alonso, Juan José López y Reinaldo Merlo, todos de River; el Hueso Rubén Glaría, de San Lorenzo; Osvaldo Cortés, de Atlanta; Néstor Chirdo, de Estudiantes; Jorge Troncoso, Daniel Tagliani y Oscar Fornari, de Vélez; Rubén Galván, de Independiente; Marcelo Trobbiani, de Boca, y Juan Ramón Rocha, de Newell’s. El más veterano era el Cieguito Aldo Poy, de Rosario Central.
La aventura se inició en el complejo Estancia Chica de La Plata, donde nosotros convivimos algunos días con los «mayores» que, a las órdenes de Sívori, iban a enfrentar a Bolivia y Paraguay en Buenos Aires y Asunción, en el llano. Futbolistas como Enrique Wolf, de River; Miguel Brindisi, de Huracán; Francisco Sá, de Independiente, o Roberto Telch, de San Lorenzo, se entrenaron con los pibes y luego partieron hacia España, donde se les sumaron otros jugadores «europeos» —Daniel Carnevalli, Rubén Ayala, Ángel Bargas o Carlos Guerini— en una gira que incluyó partidos contra equipos locales, como Atlético de Madrid, Málaga o Las Palmas. Mientras el plantel «A» encabezado por Sívori disfrutaba de hoteles de primera, las doradas playas españolas y el jamón ibérico «de bellota», nosotros, los pibes, nos embarcamos en una áspera odisea.
Nuestra primera parada fue Tilcara, donde comenzamos la adaptación a la altura a unos 2500 metros sobre el nivel del mar. Ignomiriello les había pedido a los dirigentes de la Asociación del Fútbol Argentino una suma de dinero que cubriera los gastos básicos, ropa deportiva y alimentos esenciales como la carne, el queso o el aceite. Solo consiguió que desde Buenos Aires se pagaran los alojamientos, unos pesos y algo de indumentaria, en este caso porque él mismo fue a la sede de la empresa que auspiciaba al equipo nacional para retirarla.
Luego de unos días de entrenamiento en Tilcara, la adaptación pasó a La Quiaca, a 3400 metros de altura. No pudimos mudarnos a esa localidad porque el único hotel estaba cerrado por reformas, de modo que, cada mañana, viajábamos en autobús de una ciudad a la otra a lo largo de unos doscientos kilómetros de camino de montaña. Desamparados por una directiva inescrupulosa, sufrimos no solo las secuelas de un clima distinto y la falta de oxígeno. Los pocos recursos económicos se agotaron enseguida, los alimentos se extinguieron y empezamos a padecer hambre. ¡Con el paso de los días y los severos entrenamientos, el estómago se adhirió a la columna! Hicimos un partido amistoso en Jujuy, ante Gimnasia y Esgrima, para recaudar fondos que pagaran el combustible del autobús y nuestras comidas. También enfrentamos a un combinado de La Quiaca, con el mismo objetivo. El dinero reunido iba a un pozo del que se sacaba lo necesario para adquirir alimentos. Inclusive, algunos de nosotros ayudábamos a hacer las compras, también como una manera de distraernos ante tanta malaria. Alonso y Merlo, fastidiados por el mal trato y la mala experiencia, renunciaron y regresaron a River. Yo me quedé, sostenido por mi juventud, mis ganas de representar a la Selección y los consejos de mi compañero de cuarto, Aldo Poy, un tipo extraordinario que siempre tenía a mano una palabra de aliento o una indicación apropiada para inflar el ánimo.
Al cabo de dos semanas de durísimo adiestramiento, con un cine y una pequeña feria de artesanías como diversión exclusiva, volvimos a Buenos Aires por un par de días, hasta que subimos a un avión que nos llevó a Cuzco, donde teníamos programado un partido contra el club local Cienciano. Jugamos, ganamos y cobramos… pero menos de lo pactado. Los organizadores se quejaron de que Argentina había llevado un equipo con futbolistas desconocidos. Después de bañarnos en uno de los vestuarios del estadio, llegamos al alojamiento y nos encontramos con otra sorpresa: se había declarado una huelga nacional a la que se habían adherido los cocineros y empleados del establecimiento. El médico, el utilero y el masajista se ofrecieron para preparar la cena, pero al entrar en la cocina del lugar, descubrieron que los únicos pollos disponibles estaban tirados por el suelo, cubiertos de moscas. Superada la repugnancia, los muchachos tomaron una porción de la recaudación y se fueron hasta un supermercado a conseguir provisiones. A partir de ese momento, ellos se encargaron de las compras y la elaboración de las comidas. Salían mientras nosotros nos entrenábamos, volvían y dejaban todo cerrado con llave. Luego, ellos mismos preparaban las raciones en la cocina del hotel. Los partidos amistosos prosiguieron en la ciudad peruana de Arequipa (algo más baja, a unos 2300 metros sobre el nivel del mar), frente al campeón de la liga local.
Ya en La Paz nos encontramos con un hotel que era una calamidad, donde servían una comida intragable. Con el puré de papas hicimos bollitos, los tiramos al techo y quedaron pegados. El día que retornamos a Argentina, dos semanas más tarde, las pelotitas continuaban adheridas al cielorraso. La carne que nos sirvieron era dura como la madera: masticabas y saltaban las astillas; la verdura de la ensalada, marchita y descolorida. Fue debut y despedida, porque la alimentación prosiguió a cargo del médico, el masajista y el utilero. En Bolivia, Ignomiriello consiguió varios partidos que nos permitieron abastecernos de suficiente alimento para el resto de la patriada. No obstante, cada juego estuvo condimentado por situaciones insólitas.
Uno de los amistosos se organizó en Potosí, auspiciado por la agencia de autos que representaba a la firma Fiat. El arreglo consistió en viajar de La Paz a esa ciudad en cinco vehículos, dar una vuelta alrededor del estadio, ingresar, jugar y regresar. Aceptamos. Al llegar a la cancha, notamos un ambiente de excesiva hostilidad, probablemente destinado a amedrentarnos para el encuentro eliminatorio con la selección boliviana. Empezamos perdiendo uno a cero y en el entretiempo, el técnico nos regañó. Nos advirtió que si no ganábamos, Sívori no nos tendría en cuenta para el choque con Bolivia. La arenga nos movilizó y sacamos fuerzas de las entrañas. Terminamos ganando cinco a uno. Pero la victoria tuvo consecuencias jodidas: un grupo de hinchas, muy alterado, intentó agredirnos. Debimos refugiarnos un largo rato en el vestuario y, cuando salimos, nos encontramos con los autos destrozados a piedrazos. Los de Fiat nos responsabilizaron por las roturas y parte de la recaudación fue a parar a un taller mecánico.
A los poquitos días nos marchamos a jugar a Oruro, una ciudad que se encuentra por encima de la altitud de La Paz. Salimos en un autobús medio destartalado que efectuó el viaje por estrechos caminos de montaña. ¡Teníamos un miedo! Pensábamos que, en cualquier momento, terminábamos en el fondo de un precipicio. Uno de los jugadores, creo que fue Bochini, en un tramo se asomó por su ventana y pegó un grito desgarrador: Aseguró que el autobús estaba avanzando con dos de sus ruedas en el aire, flotando sobre el abismo.
Otra vez jugamos y ganamos. A la vuelta, de noche, casi morimos… pero congelados. Sucedió que la ventanilla del chofer