Matador. Mario Kempes

Matador - Mario Kempes


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en ese certamen llegó en la tercera fecha, cuando en Córdoba superamos a Juventud Antoniana por uno a cero gracias a un tanto de mi gran amigo Osvaldo Ardiles. Yo volví a meterla en la sexta fecha, en un vibrante empate dos a dos con San Lorenzo, en el «Viejo Gasómetro» de la avenida La Plata. La jornada siguiente conseguí mi primer doblete ante Chacarita.

      Durante mi etapa en Instituto, mis viejos y mi hermano Hugo viajaron todos los fines de semana a verme jugar. Mi mamá aprovechaba las visitas para prepararnos kilos de comida a Mario Pellascini y a mí —en especial, sus increíbles milanesas—, que guardábamos en la nevera y racionábamos de lunes a viernes. También nos lavaba ropa y repasaba el departamento.

      Esta etapa con Instituto la evoco con un cariño enorme. Conformamos un hermoso conjunto de muchachos que dejó la piel en cada partido, que se sacrificó primero por el club, luego por sus compañeros y jamás por un logro individual. Las larguísimas distancias recorridas en colectivo —700 kilómetros hasta Buenos Aires, 750 hasta La Plata, 1.100 hasta Mar del Plata, 570 hasta Tucumán— nos fortalecieron como grupo. Salíamos de Córdoba o Buenos Aires la mañana del día anterior a cada partido, dormíamos en un hotel la noche de la víspera, jugábamos y de nuevo al colectivo. Debido a que la agenda futbolística de 1973 estuvo muy cargada, con dos campeonatos, las eliminatorias y giras de la Selección, la ronda inicial de ese Nacional se completó en apenas dos meses a un promedio de casi dos partidos por semana. En ese lapso, los jugadores y el cuerpo técnico pasamos más tiempo arriba del autobús que en nuestras propias casas. ¿Avión? Creo que el aeropuerto de Córdoba lo conocí cuando ya estaba retirado del fútbol…

      En los quince partidos de ese Nacional marqué once tantos, seis de ellos en las últimas cuatro fechas. Quedé tercero en la tabla de goleadores, el único de un equipo del interior entre los diez mejores. Esa notable producción despertó el interés de varios clubes.

      Pasadas las fiestas de Navidad y Año Nuevo, surgió la posibilidad de cambiar de equipo. Rosario Central, institución que acababa de ganar el Torneo Nacional del año anterior en el que yo había debutado en certámenes de la Asociación del Fútbol Argentino, le presentó a Instituto una oferta muy importante para conseguir mi pase. Sin embargo, el club cordobés no quería saber nada con desprenderse de mí. Comenzados los entrenamientos de pretemporada en Alta Gracia, una tarde apareció mi viejo por la concentración y me ordenó que me subiera a su automóvil. «O te venden a Central o no jugás más al fútbol», me dijo. ¡Lo que eran las lágrimas mías, con 19 años! «¡No quiero dejar el fútbol!», le grité. Él me pidió que me tranquilizara y me explicó que eso no iba a ocurrir, que la cuestión se iba a solucionar y que, días más, días menos, se concretaría el traspaso al equipo «canalla». Me expuso también que se trataba de una magnífica oportunidad porque Central, además de competir en los dos campeonatos de la Asociación del Fútbol Argentino, se había clasificado para la Copa Libertadores, un certamen internacional en el que podría demostrar mis cualidades. En un instante, pasé de la tristeza a la ilusión.

      Yo había estado cerca de mudarme a Rosario unos años antes, pero a Newell’s, tradicional rival de «La Academia» de camiseta rayada azul y amarilla. El traspaso naufragó porque el técnico «leproso» le había exigido a mi papá que le cediera por escrito los derechos de una futura venta. ¡Mi viejo lo sacó corriendo! Yo le prometí a mi papá que algún día vengaría ese insulto.

      Cuando participé del proyecto que luego se conoció como «La selección fantasma», me tocó compartir las habitaciones de los distintos hoteles con el Cieguito Aldo Poy, un ídolo canallón —siempre recordado por un gol en «plancha» que definió una semifinal del Torneo Nacional de 1971, nada menos que ante Newell’s y en la cancha de River— con quien mantuve una relación estupenda a lo largo de aquel calvario. Poy hablaba mucho con el preparador físico Carlos Cancela, a quien conocía por haber trabajado en Central. Con honestidad y absoluto desinterés, Cancela le sugirió al Cieguito que me recomendara a su técnico, Carlos Timoteo Griguol. «Este pibe va a ser brillante», le advirtió. Poy comprobó mi capacidad goleadora en los entrenamientos y amistosos que hicimos antes de enfrentar a Bolivia y, al regresar a Rosario, le comunicó al Viejo Timoteo cómo me había visto y aconsejó mi contratación. La opinión del Cieguito fue determinante para que el pase se concretara y yo reforzara un plantel que, en 1974, tenía muchísimos compromisos importantes.

      Desde Instituto no viajé solo a la ciudad levantada sobre la orilla occidental del río Paraná, sino acompañado por el Loco José Luis Saldaño. En realidad, fui yo quien escoltó a Saldaño porque este, en verdad, había sido la primera opción de Central. Se realizó una operación conjunta en la que el pase del Loco costó un poco más que el mío. Asimismo, el traspaso incluyó la realización de un amistoso que se jugó en el Gigante de Arroyito a principios de febrero de 1974, cuya recaudación fue a parar a las arcas cordobesas como parte de pago. En ese encuentro fui un desastre, no la agarré ni con la mano. Jugué tan mal que un hincha, desde la platea, me gritó con ácido ingenio: «Flaco, ¿vos sos Mario Kempes padre o hijo?».

      Los primeros días que viví en Rosario estuve alojado en la casa del Cieguito Poy. El dirigente Osvaldo Rodenas le preguntó a Aldo si yo podía vivir un tiempo con él para adaptarme más fácilmente al cambio de ámbito. Poy aceptó y me ofreció que ocupara uno de los cuartos de una vivienda bastante amplia que él compartía con su esposa. Estuve allí un mes y medio, hasta que, algo incómodo por invadir la intimidad de Aldo y su mujer, me mudé al hotel Savoy, donde solía concentrarse el equipo. Mi viejo compró un departamento unas semanas después.

      En Central no arranqué como titular. En el primer entrenamiento con pelota, Griguol me incluyó en el equipo de los suplentes como centrodelantero. Ni bien me llegó el balón, encaré al Loco Daniel Killer —un rústico defensor que no solo metía miedo porque hacía honor a su apellido, que en inglés significa «asesino» o «exterminador»— y le tiré un «caño». Me salió el segundo central, Aurelio Pascuttini, otro rudo «cirujano», y le hice otro «caño». Los burlé a los dos, ¡en la misma jugada! Los tipos no me dijeron nada… hasta que, en el siguiente ataque, me salieron los dos juntos y ¡pum! ¡Me revolearon con una patada «doble» en la pierna derecha! Hasta el día de hoy, no entiendo cómo lograron coordinarse para pegarme los dos al mismo tiempo. «La próxima, te damos en la cabeza», me avisó el Loco al oído. No solo entendí el mensaje: de ahí en adelante, nos hicimos grandes amigos. Tanto que, con Daniel, por ejemplo, compartimos la mesa de los almuerzos y las cenas durante toda la concentración del Mundial de Argentina 1978. Cada vez que me encuentro con ellos, contamos la anécdota del caño y la patada dobles.

      A pesar de esa pequeña «fiesta de bienvenida», la relación con todos mis compañeros fue excelente. Me tocó integrar un plantel espectacular, con jugadores de mucha experiencia: Carlos Biasutto, el Negro José González, los hermanos Daniel y Mario Killer, Carlos Aimar, Eduardo Solari o Aldo Poy. Conformábamos un equipo rústico, de picapiedras —los que jugaban «lindo» eran los de Newell’s— pero difícil de doblegar. Para nuestros rivales, éramos la piedra en el zapato, un hueso duro de roer. Muy duro.

      Yo me adapté de inmediato en un grupo al que se conocía como «los guasos» o «la perrada», que encabezaban los Killer, José Van Tuyne, Pío Cabral y Miguel Ángel Cornero. Con estos vagos conformábamos la pandilla de los bromistas, los que ponían apodos o se mandaban alguna picardía cuando nos concentrábamos. Otros muchachos, los más intelectuales o serios, por llamarlos de alguna manera, eran «Los líricos»: Biasutto, Aimar, Solari y Hugo Zavagno. A pesar de esta marcada separación, el plantel siempre estuvo muy unido, solidario y comprometido con los objetivos que se planteaba la institución. El cerebro de esa banda extraordinaria, el Viejo Carlos Griguol, era como un padre, en especial para los pibes jóvenes. Nos aconsejaba mucho, nos hacía poner los piecitos sobre la tierra, lograba que no voláramos demasiado. El Viejo solía someter a los más pibes a un interrogatorio que, en esa época, no era usual.

      —¿Usted tiene coche?

      —No.

      —¿Tiene departamento?

      —No.

      —¿Sabe lo que tiene que comprar primero?

      —Sí, un coche.


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