Al Faro. Virginia Woolf
sin estar siempre pendientes de algún hombre; porque en la mente de todas existía una muda voluntad de desafío ante cuestiones como la deferencia y la caballerosidad, el Banco de Inglaterra y el Imperio Británico, los anillos y los adornos de encaje, aunque también había en ello algo de la esencia de la belleza, que despertaba en sus corazones juveniles la admiración de los valores masculinos y hacía que, mientras se sentaban a la mesa bajo la mirada de su madre, rindieran homenaje a su extraña severidad, a su extremada cortesía, como la de una reina que alza del barro el pie del mendigo y procede a lavarlo, y ello incluso cuando las reprendía con tanta severidad por su manera de hablar sobre el miserable ateo que los había perseguido hasta la isla de Skye o, hablando con más propiedad, al que se había invitado a pasar una temporada con ellos.
—No se podrá desembarcar mañana en el faro —dijo Charles Tansley, uniendo las manos ruidosamente mientras seguía junto a la ventana con el señor Ramsay. Ya había hablado más de lo necesario, sin duda alguna. La señora de la casa quería que se marcharan y prosiguieran su conversación y los dejaran solos a ella y a James. Contempló a su invitado. Era un ejemplar absolutamente impresentable de la raza humana, decían los niños, todo él bultos y oquedades. Jugaba rematadamente mal al críquet, era fisgón y arrastraba los pies al andar. Y un estúpido sarcástico, decía Andrew. Sabían perfectamente lo que más le gustaba: estar siempre paseando —arriba y abajo, abajo y arriba— con el señor Ramsay, explicando quién había ganado esto, quién aquello, quién se hallaba excepcionalmente dotado para el verso latino, quién “aunque brillante, está en mi opinión, totalmente equivocado”, quién, sin duda, “es el tipo más capaz de Balliol”, si bien, por el momento, ocultase su luz en Bristol o en Bedford, pero del que, indefectiblemente, se volvería a hablar cuando se publicara el resumen de su tesis (sobre alguna rama de la matemática o de la filosofía), resumen del que el señor Tansley tenía en su poder, en galeradas, las primeras páginas, en el caso de que el señor Ramsay quisiera verlas. Tales eran las cosas de las que hablaba con su anfitrión.
A veces la señora Ramsay no podía evitar la risa. Días antes ella había dicho algo sobre “olas altas como montañas”. Sí, respondió Charles Tansley, el mar estaba un poco encrespado. “¿No se ha calado usted hasta los huesos?”, le preguntó. “Algo húmedo, pero no calado”, dijo el señor Tansley, pellizcándose la manga y palpándose los calcetines.
Pero no era eso lo que les molestaba, decían sus hijos. No se trataba de su cara ni de sus modales. Era él: su punto de vista. Cuando hablaban de algo interesante, gente, música, historia, cualquier cosa, incluso cuando decían que hacía muy buena noche y que por qué no se sentaban en la terraza, su queja sobre Charles Tansley era que sólo se sentía satisfecho cuando daba por completo la vuelta al tema, consiguiendo de algún modo brillar él y denigrarlos a ellos, y haciendo de paso que se sintieran incómodos por su manera avinagrada de dejarlo todo despellejado y exangüe. Y añadían que iban a los museos y a las exposiciones y les preguntaba si les gustaba su corbata. Y bien sabía Dios, decía Rose, que no era ése el caso.
En cuanto terminó la comida, los ocho hijos e hijas de los señores Ramsay, sigilosos como ciervos, salieron del comedor en busca de sus dormitorios, único refugio posible en una casa donde no había ningún otro sitio para discutir de todo y de nada: la corbata de Tansley, la aprobación de la ley de la reforma, las aves marinas y las mariposas, la gente; y todo ello mientras la luz del sol inundaba los cuartos del ático —separados entre sí por tabiques muy delgados, de manera que se oía con nitidez cualquier ruido, incluidos los sollozos de la doncella suiza, que lloraba porque su padre se estaba muriendo de cáncer en un valle del cantón de los Grisones— e iluminaba bates de críquet, pantalones de franela, sombreros de paja, tinteros, botes de pintura, escarabajos y cráneos de pájaros, al mismo tiempo que hacía brotar de las largas tiras onduladas de algas colgadas de la pared un olor a sal y a maleza que también despedían las toallas, rasposas por la arena adherida durante el baño.
Querellas, divisiones, diferencias de opinión y prejuicios incorporados al entramado mismo del ser: ¡cuánto lamentaba la señora Ramsay que empezaran tan pronto! Sus hijos tenían una actitud muy crítica. Decían muchas tonterías. Salió del comedor con James de la mano, puesto que el pequeño no quería ir con los demás. A ella le parecía absolutamente sin sentido inventar diferencias cuando la gente, el Cielo era testigo, ya resultaba bastante distinta por naturaleza. Basta, y sobra, con las verdaderas diferencias, pensó, deteniéndose junto a la ventana de la sala de estar. Meditaba en aquel momento sobre ricos y pobres, clase alta y clase baja; era cierto que las personas de noble cuna recibían de ella, casi a regañadientes, cierta medida de respeto, porque ¿acaso no corría por sus venas la sangre de una casa italiana muy distinguida, aunque ligeramente apócrifa, cuyas hijas, desperdigadas por diferentes salones ingleses en el siglo xix, habían ceceado de manera encantadora y habían dado pruebas de su temperamento con gran ímpetu, por lo que todo el ingenio y el porte y el carácter de la señora Ramsay procedía de ellas y no de la lentitud de Inglaterra ni de la frialdad de Escocia? Pero meditaba sobre todo acerca del otro problema, el de los ricos y los pobres, el de las cosas que veía con sus propios ojos todas las semanas, a diario, allí y en Londres, cuando visitaba a esta viuda, o a aquella ama de casa combativa con una bolsa al brazo y en la mano una libreta y un lápiz que utilizaba para anotar, en columnas cuidadosamente trazadas para ese fin, ingresos y gastos, empleo y paro, con la esperanza de dejar de ser una simple mujer, cuya caridad era en parte freno a su indignación y en parte alivio de su curiosidad, para convertirse en investigadora y poner en claro el problema social, tarea que, debido a su escasa formación, admiraba grandemente.
Inmóvil junto a la ventana, con James de la mano, a la señora Ramsay le parecía que se trataba de cuestiones sin solución. El joven del que sus hijos se reían la había seguido hasta el cuarto de estar; se había detenido junto a la mesa y jugueteaba con algo, torpemente, sintiéndose fuera de lugar, estado de ánimo que ella adivinaba sin necesidad de volverse para mirarlo. Se habían ido todos: sus hijos, Minta Doyle y Paul Rayley, Augustus Carmichael, su marido; todos. Con un suspiro se volvió y dijo: —¿Le aburriría mucho acompañarme, señor Tansley?
Tenía que hacer un recado sin interés y escribir una o dos cartas; quizá tardaría diez minutos; se pondría el sombrero. Y, con la cesta y la sombrilla, reapareció diez minutos más tarde, dando la sensación de estar preparada, de haberse equipado para una breve excursión, que, sin embargo, tuvo que interrumpir por un instante, cuando pasaron junto a la pista de tenis, para preguntar al señor Carmichael —que estaba tomando el sol con sus amarillos ojos de gato entreabiertos, de manera que, al igual que los de un gato, parecían reflejar la agitación de las ramas o el movimiento de las nubes, pero sin dar el menor indicio de actividad mental o de emoción de ningún tipo— si quería alguna cosa.
Porque, dijo la señora Ramsay riendo, se disponían a hacer la gran expedición. Iban al pueblo. “¿Sellos, papel de cartas, tabaco?”, le sugirió, deteniéndose a su lado. Pero no, el señor Carmichael no quería nada. Juntó las manos sobre su espacioso vientre, guiñó los ojos como si le hubiera gustado responder amablemente a aquellas atenciones —la señora Ramsay se mostraba encantadora aunque un poco nerviosa—, pero no pudo hacerlo, hundido como se hallaba en la somnolencia gris verdosa que los abrazaba a todos — sin necesidad de palabras— en un vasto y benévolo letargo de buena voluntad: a toda la casa, a todo el mundo, a todas las personas que lo habitaban, porque, durante el almuerzo, había vertido en su copa unas gotas de algo, lo que explicaba, según la teoría de los chicos, la llamativa raya de color amarillo canario en unos bigotes y una barba que eran habitualmente de tonalidad lechosa. No quería nada, murmuró. Debería haber llegado a ser un gran filósofo, dijo la señora Ramsay durante el descenso por la carretera hacia el pueblo de pescadores, pero había hecho un matrimonio desgraciado. Mientras caminaba con la sombrilla muy derecha, poniendo de manifiesto con toda su actitud, sin que se supiera bien de qué forma, como estar a la espera, como si fuera a encontrarse con alguien al doblar la esquina, procedió a contar la historia del señor Carmichael; una aventura amorosa en Oxford, un matrimonio precipitado, la pobreza, el viaje a la India, algunas traducciones de poesía “muy hermosas, según creo”, su disposición