Al Faro. Virginia Woolf

Al Faro - Virginia Woolf


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de esas mesas de trabajo de cocina limpias, vetadas y con nudos, cuya virtud parece exponerse por los años de integridad muscular, que se quedó ahí sus cuatro patas en el aire

      Como era lógico, si los días de alguien transcurrían en aquella contemplación de esencias angulares, renunciando a maravillosos atardeceres, con azules y platas y nubes de color naranja rojizo, a cambio de una simple mesa de madera con sus cuatro patas (siendo como era una característica de las mentes más preclaras obrar así), naturalmente no se podía juzgar a ese alguien como si fuera una persona corriente.

      Al señor Bankes le agradó el que lo obligara a “pensara en su trabajo”, porque había pensado en él con mucha frecuencia. Había dicho innumerables veces: “Ramsay es uno de esos hombres que dan lo mejor de sí antes de cumplir los cuarenta”. Sin duda había hecho una destacada aportación a la filosofía con el libro que publicó cuando sólo tenía veinticinco años; lo que había llegado después no pasaba de ser, más o menos, ampliación y repetición de aquel primer trabajo. —Pero el número de personas que hacen una destacada aportación a cualquier campo del saber son muy pocos—, dijo Bankes deteniéndose junto al peral, con su ropa bien cepillada, escrupulosamente exacto, exquisitamente imparcial. De repente, como si el movimiento de la mano de su acompañante lo hubiera liberado, el peso total de sus impresiones sobre el señor Bankes se volcó, derramando, en tremenda avalancha, todo lo que Lily sentía acerca de él. Tras aquella primera sensación ascendió, como en una columna de humo, la esencia de su ser, que fue la segunda sensación. Lily se sintió paralizada por la intensidad de sus percepciones; se trataba de su severidad, de su bondad. Respeto cada uno de los átomos de su ser (le dijo sin palabras); no es usted vanidoso, sino completamente impersonal; es mejor que el señor Ramsay; es usted el mejor ser humano que he conocido; no tiene ni esposa ni hijos (Lily anhelaba amar aquella soledad, con abstracción de cualquier componente sexual), vive usted para la ciencia (involuntariamente aparecieron ante sus ojos trozos de papa); elogiarle sería para usted un insulto, ¡hombre generoso, de corazón puro, heroico! Pero, al mismo tiempo, recordó cómo había llegado hasta allí acompañado por un criado; que se oponía a que los perros se subieran a las sillas; y que se extendía durante horas (hasta que el señor Ramsay se marchaba dando un portazo) sobre la sal que había que echar a las verduras y sobre la inequidad de las cocineras inglesas.

      Entonces, ¿cómo funcionaba todo aquello? ¿Cómo juzgar a las personas, pensar en ellas? ¿Cómo sumar esto y lo de más allá y concluir que era agrado, o desagrado, lo que se sentía? ¿Y qué valor había que dar a aquellas palabras, después de todo? Inmóvil, se diría que paralizada junto al peral, se derramaron sobre ella impresiones sobre aquellos dos hombres, por lo que sus pensamientos se precipitaron como si se tratara de una voz que hablaba demasiado deprisa para apuntar lo que decía, aunque la voz era su propia voz diciendo sin apuntador cosas innegables, eternas, contradictorias, de manera que incluso las fisuras y los bultos de la cortezas del peral quedaban irrevocablemente fijados para la eternidad. Usted tiene grandeza, –continuó, mientras que el señor Ramsay carece por completo de ella, porque es mezquino, interesado, vanidoso, egoísta; mimado en exceso; tiránico; mata a trabajar a la señora Ramsay; pero posee aquello de lo que usted (dirigiéndose al señor Bankes) carece: un ardiente desprecio del mundo; no sabe nada sobre trivialidades y le gustan los perros y sus hijos, que suman ocho. Usted, en cambio, no tiene ninguno. ¿No bajó la otra noche con dos chaquetas y dejó que la señora Ramsay le recortara el pelo con ayuda de un molde de repostería? Todo aquello subía y bajaba, como una nube de mosquitos, todos distintos, pero todos milagrosamente controlados por una invisible red elástica; bailaban arriba y abajo en la mente de Lily, alrededor del peral y entre sus ramas, donde aún permanecía suspendida en efigie la mesa de cocina muy bien fregada, símbolo de su profundo respeto por la inteligencia del señor Ramsay, hasta que, a fuerza de girar cada vez más deprisa, su pensamiento explotó, víctima de su propia intensidad, y Lily se sintió liberada; muy cerca se oyó un disparo y, huyendo de los perdigones, salió volando, asustada, a borbotones, tumultuosa, una bandada de estorninos.

      —¡Jasper! —exclamó el señor Bankes. Se volvieron en la dirección del vuelo de los estorninos, por encima de la terraza. Siguiendo por el cielo la desbandada de aquellos pájaros veloces, ambos penetraron por el hueco en el alto seto para darse de manos a boca con el señor Ramsay, quien les advirtió con voz resonante: «¡Error, trágico error!».

      Sus ojos, empañados por la emoción, desafiantes en su trágica intensidad, se cruzaron con los suyos y temblaron un segundo, a punto de reconocerlos; pero enseguida, alzando a medias la mano hasta el rostro como para evitar, para alejar, torturado por una vergüenza malhumorada, la mirada normal que ellos le dirigían, como si les pidiera retrasar por un momento lo que sabía inevitable, como para obligarles a reparar en el resentimiento infantil que le causaba su presencia inconveniente, si bien incluso en aquel momento de revelación no estaba dispuesto a darse totalmente por vencido, sino que insistía en retener algo de aquella deliciosa emoción, de aquella rapsodia impura de la que se avergonzaba, pero en la que se deleitaba, giró bruscamente, cerrándoles de golpe en las narices su puerta privada; y Lily Briscoe y el señor Bankes, mirando incómodos al cielo, comprobaron que la bandada de estorninos que Jasper había puesto en fuga con su escopeta había ido a posarse sobre las copas de los olmos.

      Capítulo 5

      —E incluso aunque mañana no haga buen tiempo —dijo la señora Ramsay, levantando los ojos para mirar a William Bankes y a Lily Briscoe cuando pasaban— Será otro día. Y ahora —añadió, pensando que el encanto de Lily eran sus ojos achinados en aquella blanca carita suya un poco contraída, pero que se necesitaba un hombre inteligente para advertirlo— , ponte de pie y déjame que te mida la pierna —porque quizá fuesen al faro después de todo, y tenía que ver si la media no necesitaba uno o dos centímetros más de largo.

      Con una sonrisa en los labios, porque en aquel mismo instante se le acababa de ocurrir una idea admirable —William y Lily deberían casarse—, alzó la media de color de brezo, con su entrecruzamiento de agujas de acero en la parte superior y procedió a medirla contra la pierna de James.

      —Quédate quieto, cariño —le dijo, porque, debido a los celos, nada deseoso de servir como referencia de medición para el hijo pequeño del farero, James se movía adrede; y si no se estaba quieto, ¿cómo iba ella a ver si era demasiado larga o demasiado corta? preguntó.

      Alzó los ojos —¿qué diablillo se había apoderado del pequeño, del más querido?— y vio la habitación, vio las sillas, que le parecieron lamentables. Como Andrew había dicho días antes, sus entrañas estaban diseminadas por el suelo; pero ¿qué sentido tenía, se preguntó, comprar sillas buenas para que se estropearan allí durante el invierno, cuando la casa, con sólo una anciana para ocuparse de ella, chorreaba humedad? Daba lo mismo; el alquiler era exactamente dos peniques y medio y a sus hijos les encantaba aquel sitio; en cuanto a su marido, le hacía mucho bien estar a tres mil o, si tenía que ser más precisa, a trescientos kilómetros de su biblioteca, sus clases y sus discípulos; y había sitio para invitados. Alfombras, camas turcas, absurdos fantasmas de sillas y mesas cuya vida de servicio en Londres había terminado ya, aún hacían juego allí; y una fotografía o dos, y libros. Los libros, pensó, se multiplicaban solos. Nunca tenía tiempo para leerlos. Incluso, desgraciadamente, los libros recibidos como regalo y dedicados por la mano misma del poeta: “Para aquella cuyos deseos son órdenes”... “La Helena más feliz de nuestros días”... era vergonzoso confesarlo, pero nunca los había leído. Y Croom sobre la Mente y Bates sobre las Costumbres salvajes de Polinesia ("Cariño, quédate quieto”, dijo); tampoco podía enviarlos al faro. Llegaría el momento, supuso, en que la casa tuviera un aspecto tan lastimoso que habría que hacer algo. Si se les pudiese convencer para que se limpiaran los pies y no trajeran la playa a casa, ya sería algo. Tenía que aceptar los cangrejos si Andrew quería realmente hacerles la disección, o, si Jasper creía que era posible hacer sopa con algas, no se lo podía impedir; o los objetos de Rose: conchas, juncos, piedras; porque sus hijos tenían mucho talento, pero cada uno de manera distinta. Y el resultado era, lanzó un suspiro, recorriendo


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