Al Faro. Virginia Woolf

Al Faro - Virginia Woolf


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le hacían para llevárselas al día siguiente al pequeño de Sorley, dijo la señora Ramsay.

      —No hay la menor posibilidad de que puedan ir al faro, —replicó, muy enojado, el señor Ramsay.

      —¿Cómo lo sabes? —le preguntó su mujer–— El viento cambiaba con frecuencia.

      La extraordinaria irracionalidad de aquella observación, la insensatez de la mente femenina le enfureció. Había cabalgado por el valle de la muerte, había sido destrozado y había temblado; y ahora su esposa prescindía por completo de los hechos, hacía que sus hijos concibieran esperanzas totalmente injustificadas, decía mentiras, pura y simplemente. Golpeó con el pie el escalón de piedra. “¡Condenada mujer!”, dijo. Pero ¿qué había dicho ella? Simplemente, que quizá mañana haría buen clima. Y quizá lo hiciera.

      No con el barómetro bajando y viento del oeste.

      Buscar la verdad con aquella sorprendente falta de consideración por los sentimientos de otras personas, desgarrar los delicados velos de la civilización de manera tan caprichosa y brutal le pareció a la señora Ramsay un ultraje tan horrible al decoro más elemental que, sin replicar, aturdida y cegada, inclinó la cabeza como para permitir que la violencia del granizo la golpeara y el chaparrón de agua sucia la salpicara sin que saliera de sus labios el menor reproche. No había nada que decir.

      El señor Ramsay no se apartó de su lado. Después de algún tiempo se ofreció, muy humildemente, para acercarse al servicio costero y preguntar cuáles eran las previsiones meteorológicas, si era eso lo que quería.

      La señora Ramsay no reverenciaba a nadie como a su marido.

      Estaba totalmente dispuesta a aceptar su palabra, dijo. Sólo que en ese caso no necesitaría preparar los sándwiches, nada más. Todos acudían a ella, lógicamente, puesto que era mujer; venían a lo largo del día con esto y lo demás; uno quería una cosa, otro, otra; los niños estaban creciendo, a menudo le parecía no ser más que una esponja empapada al máximo en emociones humanas. Luego su marido decía: condenada mujer. Decía: lloverá. Decía: no lloverá; y, al instante, un paraíso de seguridad se abría ante ella. No había nadie por quien sintiera mayor reverencia. Estaba convencida de que no era digna de atarle los cordones de los zapatos.

      Avergonzado ya de su mal humor y de la gesticulación y movimiento de los brazos cuando se lanzaba a la carga al frente de sus tropas, el señor Ramsay, tímidamente, deslizó una vez más su ramita por la pierna desnuda de su hijo y luego, como si contara con el permiso de su mujer, con un movimiento que a ella le recordó extrañamente al gran león marino del zoo cuando se tiraba de espaldas después de tragarse los peces y chapoteaba a continuación con tanta fuerza que el agua del estanque se balanceaba de un lado para otro, se zambulló en el aire del atardecer que, adelgazado ya, se estaba apoderando de la sustancia de hojas y setos, pero que, quizá a modo de compensación, devolvía a las rosas y a los claveles el brillo que no habían tenido durante el día.

      —Alguien se ha equivocado —dijo de nuevo, reanudando, a grandes zancadas, sus paseos por la terraza.

      Pero ¡de qué manera tan sorprendente había cambiado su tono de voz! Era como el reloj cucú que “cuando junio llega, ronco se queda”; se diría que estaba ensayando, que buscaba, indeciso, una nueva frase para un estado de ánimo diferente, aunque, como sólo disponía de aquélla, la utilizaba, pese a estar desvencijada. Pero sonó ridícula —“Alguien se ha equivocado”—, dicha así, casi como pregunta, sin convencimiento, melodiosamente. La señora Ramsay no pudo evitar sonreír y, muy pronto, como era inevitable, yendo y viniendo por la terraza, el señor Ramsay siguió canturreándola hasta callarse.

      Estaba otra vez a salvo, devuelto a su intimidad. Se detuvo para encender la pipa, lanzó una ojeada a su mujer y a su hijo en el hueco de la ventana y, como alguien que levanta los ojos del libro mientras viaja en un tren expreso y ve una granja, un árbol o un caserío como si se tratara de una ilustración, de la confirmación de algo leído en la página impresa a la que después regresa, enriquecido y satisfecho, de la misma manera, sin distinguir en realidad ni a su hijo ni a su mujer, le enriqueció y le satisfizo verlos, dando el reconocimiento a sus esfuerzos por llegar a una rigurosa comprensión del problema al que destinaba en aquel momento las energías de su espléndida mente.

      La suya era, efectivamente, una inteligencia espléndida. Porque si el pensamiento es como el teclado de un piano, dividido en un determinado número de notas, o está ordenado como el alfabeto en veintiocho letras consecutivas, la inteligencia del señor Ramsay no encontraba dificultad alguna para recorrer aquellas letras, una a una, con firmeza y precisión, hasta alcanzar, por ejemplo, la letra Q, cosa que hizo en aquel momento. Son muy pocas las personas que, en toda Inglaterra, llegan alguna vez a Q. Una vez allí, al detenerse un instante junto al jarrón de piedra donde estaban los geranios, vio, pero ahora muy a lo lejos, como niños que recogieran conchas, divinamente inocentes y ocupados con pequeñeces y, de algún modo, enteramente indefensos contra un destino adverso que él sí percibía, a su mujer y a su hijo, juntos, en la ventana. Necesitaban su protección y él se la daba. Pero ¿después de Q? ¿Qué viene a continuación? Después de Q hay otras letras, la última de las cuales apenas es visible a los ojos de los mortales, aunque brilla, tenuemente roja, en la distancia. La Z sólo es alcanzada una vez por un hombre en cada generación. De todos modos, si él llegara a R, ya sería algo. Allí, al menos, estaba Q. Se afincó en Q con todas sus fuerzas. Estaba seguro de Q. Podía demostrarla. Si Q, entonces, es Q, R... Llegado a aquel punto vació la pipa con dos o tres golpes resonantes sobre el asa del jarrón de piedra, que representaba un cuerno de carnero, y después prosiguió su tarea. “En ese caso R...” Hizo un llamamiento a todas sus fuerzas y tensó todas las fibras de su ser.

      Las cualidades que hubieran salvado a la tripulación de un buque abandonada en un mar embravecido sin otros recursos que seis galletas y una botella de agua —aguante y justicia, previsión, abnegación y habilidad— acudieron en su ayuda. R es, en ese caso... ¿qué es R?

      Al moverse, el postigo de una ventana, semejante al párpado de cuero de un lagarto, perturbó la concentración de su mirada interior, oscureciendo la letra R. En aquel relámpago de oscuridad oyó a personas diciendo que era un fracasado, que R estaba por encima de sus posibilidades. Nunca alcanzaría R. Pero había que volver sobre R una vez más. R...

      De nuevo vinieron en su auxilio una serie de virtudes que le habrían erigido en jefe, guía y consejero en una desolada expedición por las heladas y yermas regiones polares, en alguien que con un temple ni eufórico ni derrotista examina ecuánime los acontecimientos y les hace frente. De manera que la R....

      El lagarto parpadeó de nuevo. Al señor Ramsay se le hincharon las venas de la frente. En el jarrón de piedra la presencia del geranio alcanzó un relieve sorprendente y, perfectamente visible entre sus hojas, pudo ver, sin quererlo, aquella antigua, aquella evidente distinción entre dos clases de hombres; por una parte, los que avanzan sin descanso gracias a su fuerza sobrehumana y que, con paso lento y perseverancia, repiten en orden todo el alfabeto, veintiocho letras en total, desde la primera a la última; por otra, los mejor dotados, los inspirados que, milagrosamente, reúnen todas las letras en un relámpago: la manera de los genios. Él no era un genio; nunca había pretendido serlo; pero tenía, o podría haber tenido, la capacidad para repetir cada una de las letras del alfabeto desde la A a la Z en el orden adecuado. Por el momento estaba detenido en Q. Sigue, por lo tanto, sigue hasta R.

      Sentimientos que no hubieran deshonrado a un jefe que, después de que la nieve haya empezado a caer y la cumbre de la montaña esté cubierta por la niebla, sabe que ha de tumbarse y morir antes de que llegue la mañana, se apoderaron de él, le robaron el color de los ojos, dándole, en los dos breves minutos de su recorrido por la terraza, el aspecto descolorido de la ancianidad marchita. Pero no moriría tumbado; encontraría algún risco y allí, los ojos fijos en la tormenta, tratando hasta el fin de atravesar la oscuridad, moriría de pie. No llegaría nunca a R.

      Se inmovilizó por completo junto al jarrón de piedra, del que se desbordaban


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