¿Por qué Sally perdió uno de sus zapatos?. Alberto Quiles Gutiérrez
ha terminado, inspector —intervino Lara—. Mi pobre hija no ha sido capaz de salir del coma. Todas estas semanas ha sido una luchadora, pero finalmente la vida le ha dado la espalda.
Lara Fernández se desprendió en lágrimas. Su madre, que estaba a su lado, se acercó y la abrazó.
—Mi hija no puede hablar en estos momentos.
—Entiendo, señora. Si alguna de ustedes se ve en disposición de hablar, simplemente pásense por la comisaría; las atenderemos de inmediato.
Lara Fernández asintió y se alejó junto con su madre.
—Subinspector —llamó Pacheco.
—Sí, inspector.
—Dígame qué le parece aquel hombre.
Con un simple gesto, Francisco Pacheco levantó la mirada y señaló a uno en torno a la treintena, que hablaba con una pareja.
—No sé, me parece un hombre normal.
—Pregúntele de qué conocía a Sally y si le gustaría pasarse por la comisaría un día a conversar con nosotros.
—Está bien —asintió Manuel Quirós alejándose de su compañero. Cuando llegó hasta él, lo saludó—. Hola. ¿Tiene un segundo?
Aquel hombre dudó por un momento y colocó sus gafas antes de hablar.
—Hola, sí.
—¿Qué relación tenía con Sally Smith?
—Imparto Física en la clase de Sally.
—¿Le importaría pasarse un día por la comisaría? Simplemente a conversar, cualquier información puede ser de mucha utilidad.
—Sí, sin problemas.
—Aquí tiene mi tarjeta: puede llamarme directamente. Por último, ¿cuál es su nombre?
—Alberto Lux —respondió aquel hombre.
—Está bien, gracias por su tiempo.
—A usted.
Quirós regresó al lugar donde se encontraba su compañero.
—¿Qué tal ha ido? ¿Se pasará Alberto por comisaría? —preguntó sonriente el inspector.
—Sí, ¿cómo lo sabe? Creía que no lo conocía —respondió desconcertado Manuel.
—¡Por favor, subinspector! Parece usted nuevo trabajando conmigo —comentó Francisco Pacheco poniendo una mano sobre el hombro de su compañero—. Nos llevaremos bien, quizás lo deje que me tutee en algún momento.
—¿Y por qué él? —preguntó Manuel retomando el asunto.
—En una de las veces que estuve en el hospital visitando a Sally, su madre me había comentado sobre él: era el profesor favorito de Sally. Digamos que simple curiosidad.
—No tenía ni idea. ¿Hay algo más que quisiera contarme, inspector?
—Soy un libro abierto: cualquier cosa que quiera saber está en mis grabaciones. Funciono mejor si grabo lo que hago como bien sabe, así que cuando quiera solo pase una tarde escuchándolas. Lo cierto es que cada cierto tiempo lo hago para ver si hay algo que se me hubiese podido pasar.
—Está bien —cerró él, no muy convencido del todo.
—¿Algo más que quiera comentar, subinspector? ¿Alguna cosa que le haya parecido rara?
—Bueno, inspector, tanto como rara no, pero sí es cierto que he echado en falta a varias personas.
—¿Como cuáles, subinspector?
—A Ana Martínez y Tom Harvester padre. Creí que asistirían, la verdad.
—Bueno, el tema de Ana Martínez creo que es comprensible. Hace nada perdió al que era el amor de su vida y el que a su vez le rompió el corazón para estar con Sally; veo normal que no quisiese asistir.
—Eso puedo entenderlo, pero lo de Tom… Solo ha asistido su mujer.
—Me gustaría pensar que es porque está ocupado con el trabajo, aunque lo cierto es que no sé por dónde pillar a este hombre.
—Bueno, al menos asistió su mujer.
—Creo que ella también lo ha visto.
—¿Cómo dice?
—No me eche cuenta, subinspector —dijo Francisco Pacheco sonriente—. ¿Le apetece comer algo? Lo cierto es que estoy hambriento.
—Sí, ¿por qué no, inspector?
Capítulo 7
Sally Smith (III)
Domingo, 23 de mayo
—Buenos días, señora Fernández. Lo primero, ¿cómo se encuentra? —saludó el inspector Pacheco.
—Buenos días, inspector. Como verá, hoy tengo mejor cuerpo qu e la última vez que hablamos en el hospital, —Suspiró—, o en el funeral de mi hija —finalizó cabizbaja. No dijo nada; solo hizo una mueca compadecida—. Van a encerrar a quien le hizo esto, ¿verdad? —Las lágrimas comenzaban a recorrer su rostro.
—Tome un pañuelo, señora Fernández. —Francisco le ofreció un paquete.
—Gracias, inspector —dijo mientras se las secaba—. Estoy lista para empezar.
—¿Qué puede contarnos de la relación de su hija con Tom Harvester?
—Nunca la entendí, aunque sí que es cierto que entiendo la frustración de Sally con Alex. Siempre hemos querido que estuviesen juntos, pero es comprensible que mi hija se hartase de él: parece un robot y con los años ha ido a más. Yo creo que de no ser por mi hija estaríamos hablando de un niño abstraído de la sociedad; no sé siquiera si tiene amigos o si quiere tenerlos.
—Entonces, ¿usted no aprobaba la relación de su hija con Tom Harvester? —insistió el agente.
—No es que no la aprobase, es que Tom, bueno, siempre hemos criticado tanto a familias como los Harvester, mi hija incluida…, por eso mismo no entiendo a qué venía esa relación; pero es cierto, y lo admito, que la veía feliz. Mi marido también comentó varias veces que no veía a nuestra hija así desde que era niña; desde aquel día en que le regalamos aquel balancín con forma de unicornio.
—¿Puede ese cambio de actitud ser debido al baile de promoción en lugar de a su relación con Tom? Tengo entendido que ella fue la precursora del acto.
—Ahí ha estado ágil, inspector. Sí, la verdad es que no sabría decirle. Lo cierto es que Sally tenía la necesidad imperiosa de hacer ese baile; yo la veía contenta, pero no quise preguntarle por Tom. La veíamos feliz y eso era todo lo que importaba, la verdad.
—Bueno, veámoslo desde otra perspectiva. ¿Considera que alguien pudiese querer hacerle daño a su hija?
—Inspector, estamos hablando de una adolescente: seamos prácticos y olvidemos las películas y los libros de ficción; por mucha envidia o desprecio que alguien le tuviese a mi hija, dudo que en este pueblo alguien le desease, que alguien le desease… —Lara Fernández no pudo continuar.
—La entiendo completamente, es un golpe increíble para cualquier familia y es un hecho demasiado inusual para este pueblo, según dicen nuestros informes.
—Como usted dice, inspector, inusual; pero también es cierto que la probabilidad puede ser tan buena como traicionera: cuántas cosas se evitan o se mejoran gracias a estudios estadísticos y, aun así, cuántos años llevaremos mi marido y yo echando la lotería y nos toca el peor premio de todos, la muerte de nuestra única hija y, además, de esta forma tan dolorosa. Usted mismo pudo comprobar que desde aquel