Serendipia antémica. Isabel Margarita Saieg

Serendipia antémica - Isabel Margarita Saieg


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que ordenara a mi lado, pero no trabajamos juntos. Mientras yo guardaba las pinturas, él limpiaba el mesón.

      Después de un rato, entre viaje y viaje, me cansé un poco. Entré a la bodega y prendí la luz. Tomé asiento sobre un barril cerrado, sin verificar qué contenía dentro. Paris también entró, cargando una escultura con forma indefinida, y movió por error la piedra que mantenía la puerta de la bodega abierta. Sentí una presión en el pecho.

      —¡Eh, la puerta!

      Pero ya era demasiado tarde. Los dos escuchamos el portazo, ambos estábamos encerrados adentro.

      Suspiré y me acerqué a la puerta para intentar abrirla a la fuerza, pero era inútil. Solo podía abrirse desde el exterior. Dejé caer la cabeza sobre la pared, mientras me preguntaba qué iba a decirle a Gabe si no lograba salir de allí antes de que él llegara al edificio. Además, no podría entregarle la carta. Me entraron ganas de llorar. Lo bueno era que, después de tantos años de intenso amor, había aprendido a contener las lágrimas.

      —¿La puerta no abre? —preguntó Paris.

      Giré la cabeza e hice rodar mis ojos. No tenía ánimos para simpatizar ni con él ni con nadie.

      —Si quieres intentar abrirla, adelante.

      Al ver que no lo hizo, volví a hablar:

      —Las llaves están en el escritorio. Podríamos llamar a...

      —Aquí no hay señal —me interrumpió—, así que yo que tú, me pongo cómoda.

      —No, no me estás entendiendo —dije, entrando en pánico—. Mi novio está esperándome, debo salir de aquí ahora mismo.

      —Tendrá que comprender. Después de todo, te ama, ¿no es así?

      —Sí, exacto. Por eso mismo debo salir ya.

      Frunció el ceño, como si no entendiese lo que le decía. Quizás nunca se había enamorado. Sentí envidia. Él aún era libre. O puede que, como la mayoría de las personas, disfrutara su enamoramiento. Es una especie de masoquismo que todos parecen adorar y del que yo ya me cansé.

      Me cansé hace mucho tiempo, pero hacía lo que Gabe me decía porque pensaba que era lo correcto. Cada día moría un poco más y, ¿de qué me servía amar si ese mismo amor era el que me llevaba a la muerte?

      Aún tenía los negros ojos de Paris sobre mí, y eso me sacó de mis pensamientos. Lo miré de vuelta y pareció asustarse.

       Claro. Él no es una excepción.

      —¿Qué tanto me miras? ¿Tengo algo en el rostro?

      —No —contestó con indiferencia—, pero estoy sorprendido.

      —¿Por qué?

      Se detuvo un momento, como si intentara elegir sus palabras con cautela y delicadeza, buscando una especie de pillería para sacarme más información de la que yo le daría. Estaba acostumbrada a este tipo de preguntas. Vincent y Lucian Oreveau las hacían todo el tiempo para luego contarle a Gabe. Ellos creían que no me daba cuenta, pero llevaban tantos años haciendo lo mismo, que ya era bastante evidente.

      —¿Estás bien? —me preguntó.

      —Eso no es de tu incumbencia —respondí.

      —Entonces no lo estás —sentenció, mirándome apiadado.

      —No dije eso.

      —No hace falta que lo digas. Si lo estuvieras, no te importaría decírmelo.

      Hice caso omiso a sus palabras. Abrí mi mochila, saqué una cajetilla de cigarrillos, un encendedor y tiré la mochila abierta al suelo. Puse uno de los cigarrillos en mi boca y, jugueteando con el encendedor, pregunté:

      —¿Puedo fumar?

      No me importaba su respuesta, lo haría de todas formas. Era solo cordialidad. No mantuve contacto visual, aunque creo que él intentaba hacerlo.

      —Solo si me das uno —dijo extendiendo una mano.

      Elevé las cejas, pues no me lo esperaba de un sujeto como él. Encendí el que tenía entre los labios para luego lanzarle la cajetilla y el encendedor.

      Era tan extraño estar sola con alguien que no fuera parte de la pandilla de los Santana. No recordaba cuándo había sido la última vez.

      —¿Podrías no dejar mi pregunta en el aire? —me dijo después.

      Le di una calada al cigarrillo y espiré un aire denso y gris.

      —Déjala allí un rato, así se mezclará con el humo y le dará un mejor sabor.

      Paris negó con la cabeza, riendo. No le causaba gracia, pero reía. Era ironía, nada más.

      —Está bien —dijo—, era simple preocupación. En todo caso, ¿en qué año está tu novio? Si está en nuestro grado o salió del instituto hace poco, seguramente lo conozco.

      —Va en cuarto año de universidad.

      —¿Tiene veintidós? —preguntó.

      Le di otra calada al cigarrillo mientras asentía, y me daba la libertad de analizar las definidas facciones de su rostro de niño bueno. Uno muy, muy bueno. Demasiado bueno como para estar encerrado en una bodega con la novia de un narco. Si tuviese que estar encerrado en algún lado, debería ser en su cuarto leyendo algún libro de Tolkien o jugando golf con su familia. Tenía cara de pituco, para más remate.

      No volvió a hablar después de eso. Por la expresión de curiosidad en su rostro mientras miraba mi mochila, supuse que lo que le dije le había dado mala espina. Quizás él, como yo, también odiaba el amor.

      Quería encontrar una forma sutil de preguntarle si así era, pero no logré idear nada. De hecho, suelo ser muy torpe al momento de hablar, por lo que hubiese sido mejor mantenerme callada, pero no lo hice.

      —¿Alguna vez has estado enamorado?

      Él rio, disipó el humo que acababa de espirar y apagó la luz de la bodega para luego encender la linterna de su celular y apuntarme con ella. Al fijarme en su celular, descarté la posibilidad de que viniera de una familia adinerada. Era el mismo celular que tenía yo, y no me costó más de cincuenta dólares. Servía únicamente para hacer llamadas, enviar mensajes y un par de otras cosas; solo lo justo y necesario. Yo lo compré porque no tenía dinero para algo mejor, probablemente ese también era su caso.

      La luz en mis ojos hizo que frunciera el ceño, hasta que me acostumbré al brillo. Paris se veía aún más curioso que antes, como si yo fuese un extraterrestre que ha llegado a la ciudad por error.

      —¿No prefieres ir por galletas y un café antes?

      —¿Qué? No, no puedo, yo... —hablé confundida y algo enojada.

      —Eh, era broma —dijo, nuevamente asustado—, no te lo tomes tan en serio, Dios.

      Bajé la cabeza, dándole otra calada al cigarrillo y cerrando los ojos para que la luz no me siguiera molestando. Sentía las manos calientes. Más de lo normal. Dudaba de que fuese por el cigarrillo, pues siempre se me enfrían cuando fumo. Lo que sí tenía fría, era la cabeza. Intentaba no pensar en que Gabe podría perder el control al darse cuenta de que no me presentaría en el edificio junto a su hermana, como siempre. Me pregunté si tendría miedo. Si temería que algo me hubiese pasado o simplemente, enrabiado, pensaría que me había escapado.

      Volví a mirar hacia arriba. Por primera vez desde que Paris entró en el salón, entrelazamos miradas. Conectamos en cierta forma. Era extraño, pero me gustaba. Había algo en sus ojos que me llamaba la atención. Quizás era su profundidad, o el inmenso vacío en ellos. Me preguntaba a qué se debía.

      —Y, sobre eso, ¿qué opinas? —dije de nuevo.

      —¿Sobre ella?


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