Una noche en Montecarlo. Heidi Rice
llamar a seguridad?
Aquella era una amenaza vacía y los dos lo sabíamos. Nadie de seguridad iba a echar a Alexi Galanti de las pistas. Él era la realeza del motor. Pero yo estaba desesperada.
No me sorprendió que no solo ignorase la amenaza, sino que en lugar de marcharse se acercara lo bastante para que me llegara su perfume embriagador, almizclado, picante y con un toque de pino. Me temblaron las rodillas y volví de golpe a aquella noche, pero mostrarle a Alexi alguna debilidad nunca había sido buena idea.
–Dime por qué –insistió, y que mostrase interés en lugar de frustración resultó mucho más peligroso–. Dime por qué renunciaste a tu sueño, bella notte –dijo, utilizando el sobrenombre que se había inventado aquella noche, sin duda para intimidarme más–, y me iré.
Abrí la boca decidida a darle una respuesta que le hiciera marcharse, pero la única explicación que se me ocurrió fue la verdad.
«Porque he tenido un hijo al que quiero más que a la misma vida, y no tiene a nadie más, así que no puedo arriesgarme a dejarlo solo y que pueda morir como le pasó a Remy. Conseguí encontrar un modo de reajustar mis sueños y alimentar mi pasión por las carreras, sin olvidar mi obligación para con mi hijo».
Pero no podía decirle eso.
Mientras le daba vueltas a la cabeza intentando encontrar una alternativa viable, se me ocurrió pensar que mi propia falta de sinceridad me había acorralado.
De pronto, la puerta se abrió y Cai entró a todo correr, diez minutos antes de la hora prevista, un manojo de energía de cuatro años… y el agujero negro que tenía en el estómago implosionó. Por primera vez en mi vida, no me alegré de ver a mi hijo.
–¡Mamá, mamá, he visto el coche! –gritó, loco de contento, corriendo hacia mí sin prestar atención a Alexi ni a nada más–. El señor Renzo me ha dejado tocarlo.
Alexi dio un paso atrás, tremendamente sorprendido. Cai se estrelló contra mí y el amor que sentí por él en cuanto lo tuve en los brazos después de diez horas de parto interminable me volvió a sepultar.
–El señor Renzo ha dicho que voy a poder subirme si me porto bien.
Sus bracitos rodearon mis piernas y me miró con sus ojos llenos de amor. El azul de sus iris era del mismo color aguamarina que los del hombre que lo miraba como si fuera un extraterrestre.
–¿Me dejas, mami? –me rogó, ajeno por completo a la tensión. Casi podía ver cómo Alexi hacía cuentas mentalmente, casando fechas y edades.
Con la luz que entraba por la ventana brillando en su cabello negro y ondulado e iluminando su estructura ósea tan Galanti, el parecido con su padre resultaba sorprendente.
Alexi no era estúpido, y cuando mi mirada se topó con la suya por encima del niño, vi su tremenda sorpresa y el ceño que se había dibujado en su frente al mismo tiempo que apretaba los labios.
Acaricié el pelo de mi niño intentando que no me temblaran las manos. Tenía que sacarlo de allí, llevarlo lejos de Alexi. No quería que presenciara la confrontación que se avecinaba.
–Por supuesto que sí, chiquitín.
–Ya no soy chiquitín, mamá. Soy grande
Y su risa contagiosa, tan inocente y dulce, solo apretó aún más el nudo de angustia que me cerraba el estómago. Pasara lo que pasase, mi único pensamiento fue el de proteger a mi hijo de la inminente revelación.
Me agaché delante de él para abrazarlo y para apartarme momentáneamente del ceño acusador del hombre que estaba detrás.
–Sí, pero ¿has sido bueno?
Cai asintió con vehemencia.
–Sí, mamá. Pregúntale a la tía Jessie. Me he echado la siesta sin decir ni mu.
–¿Es cierto eso, Jess? –le pregunté a mi prima, que había entrado detrás de él y miraba a Alexi y a su hijo alternativamente.
No le había dicho quién era el padre de Cai, y ella no sabía nada de carreras de coches, así que no iba a reconocer a mi antiguo empleador, pero era obvio que había notado el parecido.
–Hombre, sin decir ni mu… pero ha sido poco –se rio–. ¿Me lo llevo a ver si puede subirse al coche? –preguntó, cazando al vuelto la situación.
«Gracias, Jessie. Eres mi salvadora. Otra vez».
–Genial –contesté, y tuve que aclararme la garganta. El agradecimiento que sentía por aquella mujer me estaba ahogando–. Yo voy dentro de un momento.
–¡Sí! –exclamó Cai, dando un salto y lanzando un puño al aire–. Ven pronto, mamá, que quiero que me veas en el coche. Y que me hagas fotos para enseñárselas a Imran –añadió, refiriéndose a su mejor amigo del colegio.
Iba a correr hacia Jessie, pero se frenó en seco. Acababa de darse cuenta de la presencia de Alexi.
–Hola –dijo, con la confianza de un niño de cuatro años al que nada intimidaba–. ¿Eres amigo de mi mamá?
Alexi miró a su hijo sin pronunciar palabra, y la culpa que tanto tiempo llevaba evitando me engulló.
¿Había hecho algo terrible al no decirle nada a Alexi?
–Sí –contestó, con la voz cargada de emoción, bebiéndose hasta el último detalle de las facciones de su hijo.
Pero era mentira. No era mi amigo, sino mi adversario.
Menos mal que el niño no lo percibió en su mirada al correr hasta Jessie. Pero desde la puerta se dio la vuelta y le dedicó una de sus más brillantes sonrisas.
–Tú también puedes venir a verme en el coche si quieres.
Alexi asintió.
–Vale.
Jessie lo sacó de la habitación y me miró preocupada.
–Tómate el tiempo que necesites.
Se me ocurrió que una eternidad no sería suficiente mientras cerraban la puerta. Yo sola me había metido en aquel lío e iba a tener que encontrar el modo de salir, si es que era posible.
El silencio descendió como un sudario mientras esperaba que el hacha cayera, pero cuando Alexi habló, dijo lo último que yo me esperaba.
–El parecido de tu hijo con Remy es sorprendente. ¿Por qué demonios no me dijiste que estabas embarazada de él cuando te eché?
Por un instante no comprendí, pero luego recordé su acusación junto a la tumba de su hermano. Que los dos lo habíamos engañado. Que Remy y yo éramos más que amigos.
¿Y si le dejaba creerlo? Si le decía que Casi era hijo de Remy, no tendría derecho alguno sobre mi hijo. Sobre nuestro hijo.
Pero la nube de culpa que tanto tiempo había contenido no me dejó seguir con ese razonamiento. Entre nosotros había habido tantas mentiras, tantas omisiones que nos habían llevado donde nos encontrábamos en aquel momento que tenía que decirle la verdad por dura que fuese.
–No se parece a Remy, Alexi. Nunca me acosté con tu hermano. Tú fuiste mi primer amante.
«Mi único amante», estuve a punto de decir, pero Alexi no necesitaba saber que ningún otro hombre me había hecho sentir lo que sentía por él. Lo que seguía sintiendo por él, si el pulso de calor que palpitaba en mi abdomen tenía algún significado.
–Cai no es hijo de Remy –continué, porque parecía desconfiado y confuso, y el cinismo de sus facciones se había tornado en piedra. Respiré hondo–. No es hijo de tu hermano, Alexi. Es hijo tuyo.
Capítulo 3
Alexi
Miré a Belle, atónito.
Me