Una noche en Montecarlo. Heidi Rice
sido como ver un fantasma. El fantasma del hermano perdido, del hermano que seguía echando en falta, la única persona que me había conocido de verdad.
La sorpresa había sido lo primero, pero rápidamente se había visto apartada por una emoción que no era capaz de identificar y, lo que es peor aún, no podía controlar. Era aguda como el dolor, la pérdida y la culpa que me habían doblegado durante cinco años, pero mezclada con dicha, la alegría de ver aquella carita feliz que pensé que nunca volvería a ver.
No era hijo de Remy, sino mío. Eso había dicho. Pero yo no la creí. O mejor, no quise creerla.
¿Cómo podía ser mío? Yo no era padre, y nunca podría serlo. No lo merecía.
¿Cómo saber que no mentía? Me había dicho que yo había sido el primero, pero ¿cómo podía ser eso, si Remy y ella eran como gemelos desde que su madre llegó a trabajar para nosotros?
El deseo que pululaba en segundo plano me asaltó al recordar la intensa conexión física de nuestra única noche juntos: la suavidad de su piel, sus gemidos entrecortados cuando la penetré y el placer incontenible que me provocó hacerlo.
No había usado preservativo porque no estaba lo bastante sobrio, ni era lo bastante inteligente para pensar en ello. Y al día siguiente, cuando quise verla, el accidente de Remy y su muerte hicieron que me olvidara de todo excepto de mi sentimiento de culpa por haberme acostado con su chica, por utilizarla para salvarme de mi soledad…
Me pasé la mano por el pelo y estudié su rostro, preguntándome si de verdad importaba quién de los dos era el padre de aquel niño. Si era un Galanti, tenía que protegerlo, darle el apellido de la familia, hacerlo mi heredero… y averiguar por qué no me había enterado de su existencia.
El rostro de Belle era la viva imagen de la integridad, pero podía ver la culpa en su mirada y mi cinismo habitual volvió con toda su fuerza. ¿En qué estaba pensando? ¡Por supuesto que no me había dicho la verdad! Las mismas razones por las que había acudido a mí aquella noche se aplicaban en aquel caso. Además, no tenía prueba de su supuesta inocencia. ¿Había sangrado en nuestro encuentro? Estaba casi seguro de que no, pero me avergonzaba demasiado de mí mismo, de mis actos, del sorprendente placer obtenido de nuestra unión, que no podía estar seguro.
Me había respondido con una intensidad que me había dejado sin aliento. Aún soñaba con sus suaves gemidos mientras se abrazaba a mí y me llevaba a un clímax tan intenso que su eco me había despertado muchas noches desde entonces, sudoroso, desesperado y excitado. ¿Eso era normal en una virgen? ¿Cómo iba a saberlo yo? Era la primera vez que estaba con una porque no quería cargar con esa responsabilidad. Ni quería entonces, ni ahora.
–¿En serio? ¿De verdad esperas que me crea que nunca te acostaste con Remy?
–Te estoy diciendo que Cai es hijo tuyo, no de Remy, y si te lo crees o no es cosa tuya.
Iba a salir de allí, pero la sujeté por un brazo. La emoción me palpitaba con tanta fuerza contra las costillas que casi no podía controlarla. No podía quedarme allí. Necesitaba alejarme, pensar, aclarar las ideas y decidir qué quería hacer.
–Hay un modo muy sencillo de averiguar la verdad. Quiero una prueba de paternidad.
Tenía que saberlo. ¿Era hijo de mi hermano, o mío?
Belle se soltó de un tirón. Estaba claro que no se lo esperaba, y que iba a negarse, lo que me produjo una extraña satisfacción. Yo tenía razón. No había sido su primer amante, y no podía decir si el niño era mío o de Remy. ¿Por qué si no negarse a una prueba de paternidad? Podía haber estado perfectamente con los dos aquel mismo día. Otra mentira. Otra farsa.
–De acuerdo –dijo, conteniendo las lágrimas.
Qué sorpresa. Estaba claro que había decidido correr el riesgo, y yo no supe qué sentir.
–Pero quiero que se haga discretamente, y que mi hijo no lo sepa hasta que… hasta que haya tenido ocasión de prepararle –terminó, guardándose las manos en los bolsillos del pantalón y mirándome desafiante.
Aquella pose medio desafiante, medio defensiva hizo que los pechos se le marcasen debajo de la camisa y yo tuve que morderme los labios, decidido a que el inevitable golpe de endorfinas no me distrajera. Pero, a pesar de todo, me encontré perdido en aquellos ojos verdes como la hierba, igual que me ocurrió cinco años atrás.
«Maldita sea, Galanti, espabila. Es una comedianta, una cazafortunas».
–¿Y qué piensas hacer cuando tengas la prueba que necesitas?
Una pregunta tan directa me pilló desprevenido. «Es solo una farsa. Adopta ese aire inocente y cándido, pero está jugando contigo. Nadie es tan honrado. Siempre hay otras motivaciones. Una vez hayas descubierto cuál es la suya, volverás a pisar tierra firme».
Estaba claro que no tenía sentido pensar que me iba a ocultar la existencia del niño durante cinco años si aquel era un simple caso de chantaje. Pero quizás sus motivaciones fueran más sofisticadas. ¿Sería una jugada a largo plazo para conseguir más? ¿Y qué más le daba en realidad? Siempre que asumiera el control de la situación daba igual cuál fuera su motivación, porque la mía prevalecería.
–No lo sé –contesté–. No esperaba enterarme hoy de que tengo un hijo de cuatro años.
«Nunca descubras tu jugada hasta que estés preparado para enseñar las cartas».
–Cuando tenga la información, me pondré en contacto contigo.
Fuera cual fuese el resultado de la prueba, tenía la intención de reclamar al niño como Galanti, y castigarla a ella por no haberme hablado de la existencia del niño mucho antes. Además, haría que la investigaran a fondo.
¿Se estaría acostando con Renzo?
La pregunta se me formuló cuando algo completamente desconocido, visceral e indiscriminado medró en mi interior hasta el punto de que tuve que apretar los puños para contener el deseo de sujetarle las mejillas y apoderarme de aquellos labios carnosos, hundir la lengua hasta el fondo de su boca y que ella se aferrase a mí como hizo entonces, justo antes de que yo la penetrase…
Me guardé las manos en los bolsillos de los vaqueros, sorprendido por la dirección que habían tomado mis pensamientos.
Dios, necesitaba echar una cana al aire. La impresión de ver al niño, de volver a verla a ella, había surtido un efecto impredecible no solo en mi equilibrio emocional, sino en mi libido. Además, llevaba un tiempo monacal al que no estaba acostumbrado.
–Entiendo –dijo ella.
«No, no lo entiendes, pero lo harás».
–Adiós, Alexi –dijo–. Lo siento… siento no haberte hablado antes de Cai. No ha estado bien. Llámame cuando estés preparado.
Y la vi desaparecer en la zona reservada a los pilotos, seguramente para recoger su mono. Yo salí al exterior y me dirigí al aparcamiento.
«Tienes que controlarte, saber exactamente lo que tienes entre manos antes de proceder», me iba diciendo, pero un millar de emociones encontradas me ardían en el estómago: dolor, añoranza, deseo, ira, confusión.
La mano me temblaba al accionar el mando a distancia del coche y cuando ya me alejaba del circuito, supe que toda mi vida había cambiado en el espacio de una tarde. Había estado huyendo de mí mismo durante cinco años, de mis pecados contra Remy, y en aquel momento, la verdad de lo que había hecho, de lo que los dos le habíamos hecho, me había avasallado en forma de un bullicioso niño y una mujer a la que nunca había podido olvidar a diferencia de otras, incluida mi propia madre, por mucho que lo había intentado.
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