Del big bang al Homo sapiens. Antonio Vélez

Del big bang al Homo sapiens - Antonio Vélez


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puede inyectarse abundante genoma en las generaciones futuras por medio de otras estrategias, derivadas de algunos subcomponentes adicionales de la eficacia reproductiva. Una planta que sea capaz de movilizar sus semillas y dispersarlas por toda la región tendrá, necesariamente, más herederos que otra de cubrimiento limitado. La conjetura aceptada en esta obra afirma que el delicioso sabor dulce de muchas frutas y su alto contenido calórico no es más que un señuelo para que los animales que se alimentan de ellas ejecuten la labor de dispersar las semillas. Un intercambio de favores (en un principio la pulpa pudo servir, como se mencionó atrás, de nutriente inicial para la planta recién germinada).

      El cambio de verde a rojo vistoso cuando las frutas maduran no sería más que un semáforo para dar vía libre y anunciarle a los pájaros y animales arborícolas que las semillas están listas para ser transportadas. El color verde follaje camuflador, el sabor ácido y amargo y las sustancias lechosas y tóxicas de los frutos verdes actúan conjuntamente como mecanismos protectores para que el transporte no se haga prematuramente. El alto precio biológico que paga la planta, medido por la cantidad de energía almacenada en cada fruto, da una idea clara de la importancia adaptativa de esta función.

      Bien vale la pena destacar otra consecuencia evolutiva del mecanismo generador de dispersión genética. Y es que este mecanismo, al asegurar y mantener una permanente dispersión de los organismos jóvenes, recicla las poblaciones de la misma especie y hace posible que los diferentes grupos animales y humanos evolucionen dentro de una misma región de manera sincronizada y uniforme, hecho que está de acuerdo con el registro fósil actual. Además, sirve para explicarlo.

      Los mecanismos de dispersión genética fueron descubiertos, perfeccionados y aprovechados por las plantas desde tiempos inmemoriales: semillas aladas tan ligeras como el viento; semillas recubiertas de pegantes o tachonadas de arpones y anzuelos casi invisibles (véase figura 2.3), artilugios que las capacitan para llegar a sitios impredecibles adheridas a las pieles de los mamíferos (el cierre de cremallera y, más recientemente, el velcro, tienen su antecesor biológico en los cadillos); semillas escondidas en cápsulas que se abren de repente a manera de diminutas catapultas accionadas por medio de propulsores hidráulicos, o por ingeniosos resortes biológicos; semillas sumergidas en flotadores herméticos e impermeables que les permiten permanecer en el agua por tiempo indefinido hasta encontrar una playa acogedora, y germinar allí; semillas recubiertas de ricos y pulposos señuelos para volar sin rumbo fijo a bordo de los pájaros, o para recorrer los campos en los tractos digestivos de los animales terrestres y terminar depositadas, junto al abono natural, en climas nuevos y remotos. Recordemos que la simbiosis entre planta y animal ha llegado en ocasiones a ser tan estrecha que para que las semillas de algunas especies puedan germinar, es indispensable que hayan sido maceradas con anterioridad en jugo gástrico.

      Figura 2.3 Mecanismos de dispersión

      Las plantas han descubierto todos los artificios imaginables para lograr la dispersión de sus semillas: ganchos, pegantes, alas, cubiertas protectoras...

      Fuente: Rubi (1980).

      Hablando de simbiosis entre planta y animal, ningún ejemplo supera al del higo parásito de Costa Rica. Esta planta, llamado higo estrangulador, requiere para la germinación que sus semillas hayan pasado por el tracto digestivo de los monos que consumen los higos, y que luego sean depositadas en las oquedades de otro árbol. Allí inician el crecimiento, extienden sus raíces hasta alcanzar el suelo y comienzan a producir ramas que abrazan y envuelven por completo el tronco de la víctima de turno. El árbol parasitado termina muriendo por asfixia, luego se descompone hasta desaparecer y deja solo el higo, con un gran túnel en su interior, aprovechado por los turistas para subir hasta las ramas superiores del higo. Como se ve, el uso de las formaletas es más antiguo que todos los ingenieros humanos.

      Los mamíferos superiores han aprovechado la ventaja adaptativa conferida por la dispersión genética y han desarrollado las conductas apropiadas. En efecto, los machos se ven compelidos, por presión de los adultos del grupo, a dejar su familia una vez llegados a la edad reproductiva. A esto se unen el rechazo natural al incesto —común en las especies superiores, el hombre incluido— y la actitud exploratoria y trashumante de todos los individuos jóvenes. Un complejo de tres piezas, moderno complejo de Edipo, con un significado diferente para la palabra complejo, y una función no sospechada por Freud: dispersar la simiente. O, de forma equivalente, ampliar los horizontes del genoma.

      El azar como fuente de ordenación de la vida

      La estructura profunda del mecanismo que da lugar a la evolución de las especies es el azar; su característica fundamental, la lentitud; su ingrediente básico, el tiempo, medido en milenios; su método, el de ensayo y error; su soporte mnemónico, el adn; su estrategia, el oportunismo; su filosofía, el laissez faire; el resultado final, la improbabilidad (para algunos, lo imposible).

      La evolución de las especies es el resultado final de la lucha equilibrada de fuerzas contrarias o lucha dialéctica. Por un lado, las fuerzas conservadoras de integración y orden, representadas por la duplicación casi perfecta de la información genética y por la selección natural, encargada de eliminar las desviaciones significativas; por el opuesto, las fuerzas revolucionarias de desintegración y desorden, representadas por las mutaciones. Para que se produzca la estabilidad es necesario que sean de signos opuestos. El punto de equilibrio es crucial: si primaran las del desorden o expansivas, la evolución se enloquecería y se abriría en mil caminos, la especie se degeneraría y pronto llegaría a su extinción; si lo hicieran las del orden o compresivas, la evolución se paralizaría y la supervivencia de la especie quedaría igualmente amenazada.

      Visto en conjunto, el proceso evolutivo puede considerarse como un gigantesco y paciente caso de ensayo y error. En cada instante que pasa, la naturaleza está jugando una enorme ruleta: las mutaciones o imperfecciones del mecanismo de copia, así como el entrecruzamiento, las combinaciones genéticas y el intercambio de adn proporcionan, de manera permanente y generosa, nuevas ordenaciones de las letras del código genético, nuevos diseños para que el nicho, oportunista consumado, les dé el visto bueno, seleccione los más exitosos y elimine los menos; esto es, premie el éxito y castigue el fracaso. El nicho está siempre a la caza de novedades, a la espera paciente de los escasísimos fuera de serie, para, como han hecho por siglos los granjeros, seleccionar sus mejores semillas y perpetuarlas en las generaciones siguientes.

      Los costos biológicos son desmesurados, así como los costos en tiempo y energía. La evolución es un monstruo voraz que se alimenta de esos dos ingredientes en cantidades desproporcionadas, para con ello generar nueva vida. Se destila una cualidad a costa de grandes pérdidas. Por cada mutación ventajosa aparecen millones que son neutras o defectuosas. La reproducción, esto es, la copia, desempeña el papel de amplificador (en la cultura humana, la copia desempeña también este mismo papel). La selección natural se encarga de hacer una poda gigantesca y de extraer todo lo bueno que escasa y casualmente se produce. Los biólogos dicen que la selección natural favorece a los tercos, a los duros, que es implacable e indiferente al sufrimiento porque a los genes no les importa quién sufre, solo les importa que el adn se transmita; nada más. Por su lado, las mutaciones neutras se deslizan sigilosamente entre el adn y permanecen allí como reserva, agazapadas en silencio hasta que el nicho se muestre propicio, les suprima su carácter de neutras y les dé la oportunidad de manifestarse. La muerte es el actor principal y uno de los motores principales del proceso evolutivo. Sin ella no existiría la evolución, por lo cual puede considerarse, paradójicamente, el gran descubrimiento de la vida.

      Aunque suene contradictorio, el azar, o sea el desorden, es el dios fecundo generador de nuevas formas de vida, de nuevas direcciones del movimiento evolutivo. El nicho define direcciones y ordena este desorden por medio del filtro o tamiz de la selección natural, especie de diablillo de Maxwell que abre de forma selectiva la compuerta que comunica con la siguiente generación a unas formas de vida y la cierra para otras. No obstante, son numerosas las personas que no aceptan el papel ordenador del azar. Con este, afirman, se asocia solo el caos. No nos debe quedar ninguna duda, contra lo que pensaba Albert Einstein, la naturaleza sí juega a los dados. Y lo hace como tahúr empedernido.


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