La guerra de España: reconciliar a los vivos y los muertos. Jean-Pierre Barou

La guerra de España: reconciliar a los vivos y los muertos - Jean-Pierre Barou


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recordará la «dulzura en las formas» y la «exquisita amenidad» de su interlocutor. La colección de textos será de una longitud modesta, pero el elogio es infinito: «Es para mí un grandísimo honor prologar este pequeño libro. Thomas Mann es una de las escasas figuras que podemos admirar sin reticencias en nuestros días. No hay fallos en su obra, no los hay en su vida».

      Georges Bernanos aparece en su rutilante moto roja una mañana de domingo de 1936. Se oye el petardeo del tubo de escape. Se dirige a misa de siete en la iglesia de Santa Eulalia, en Palma de Mallorca. Pasa en la isla una temporada junto a su mujer en casa del marqués de Zayas, casado con una aristócrata francesa. Se trata de un entorno conservador, favorable a Franco. Su hijo mayor, Yves, es teniente de la Falange, que, recordemos, es una organización paramilitar al servicio del general sublevado. Como se suele decir, de tal palo, tal astilla. Siendo estudiante de la facultad de derecho en París, Bernanos lideró la oposición contra los estudiantes socialistas. En 1913 dirigió una publicación monárquica en Ruan. Este escritor batallador sueña con «no ser más que un cristal, agua pura» a través de la cual Dios pueda ver. Es talentoso, vehemente. Camus podría haber tomado prestadas algunas de sus fórmulas a la española: «El Estado solo teme a un rival, al hombre. Me refiero al hombre solo, al hombre libre, al hombre capaz de imponerse a sí mismo su propia disciplina». Desprecia el espectáculo de los cadáveres extendidos sobre la playa de Berck, en Francia, en la Primera Guerra Mundial: «El animal humano sobre la arena, desnudo. ¡Cuántos pies! ¡Cuántas piernas! Yo iba de un lado al otro hinchado de rabia, enfurecido». Esa mañana soleada de julio de 1936, cuando se encuentra ya cerca de Palma, una barrera de cinco o seis hombres, fusil en ristre, lo instan a detenerse. Son falangistas. Él se identifica: «Soy el padre de Ifí», su hijo mayor. Un oficial le responde, a gritos: «Retírese, caballero, y no permanezca en el campo de tiro». Es su primer contacto con la Guerra Civil. No tiene nada que añadir. «Por mi parte, no tenía ninguna objeción de principio contra un golpe de Estado falangista o requeté», palabra esta que remite a los carlistas navarros, a los monárquicos a la antigua, alineados con la Falange. De hecho, hay una proclama falangista que dice: «¡Abajo las democracias burguesas y parlamentarias!». ¿Y por qué no?: «El pueblo de las democracias no es más que una turba... Las democracias parlamentarias carecen de temperamento», escribe al mismo tiempo Bernanos, en sintonía con el Mann de otro tiempo. La Falange llama a «recristianizar la sociedad», a «desmantelar el capitalismo», y Bernanos encuentra en estas proclamas los eslóganes de su juventud. Toda la ambigüedad de la época está presente en esas frases. Las cosas se entremezclan, se confunden, los espíritus se cruzan, luchan los unos contra los otros hasta no saberse quién es quién. La «excepción española» vendrá a esclarecerlo todo, a revelar la unidad que formaban Franco, Hitler, Mussolini, Salazar, las «democracias capitalistas»... y pronto Stalin: una unidad deshonrosa y sin embargo verdadera, por muy impensable que pareciera en principio. Una unidad que irá amontonándose en los vertederos del futuro, la que cargó a sabiendas contra un pueblo «aristocrático» ignorado por la historia.

      Los nombres de otros escritores, Dos Passos, Hemingway, Malraux..., también están ligados a la Guerra Civil, en la mayoría de los casos porque estuvieron en ella y combatieron en las filas republicanas, hicieron suya la causa de una u otra facción, fueran comunistas o anarquistas. Aunque participaron en la guerra, e incluso en esa guerra dentro de la guerra, ninguno fue capaz de discernir lo que tanto inquietaba a esas conciencias libres. A Hemingway se le reprochó, y con razón, haber contribuido a la causa comunista en su novela Por quién doblan las campanas. Dos Passos, a su modo rival de Hemingway, se basó en falsos rumores difundidos por el Gobierno republicano de Madrid para relatar la guerra, y habló de los sucesos de Casas Viejas de una manera totalmente impropia de un escritor, como veremos más adelante. Malraux, ataviado de aviador, es como un guerrero en busca de argumento para una novela. Estos célebres autores están en la historia. Gide, Mann, Bernanos y Camus, no: ellos la amenazan.

      Bernanos avanza en su reflexión mediante observaciones personales, al igual que Gide: «Si he sacado algún provecho de mis experiencias en España, es que creo haberlas abordado sin tomar partido por ningún bando». Imposible dudar de ello. Le indigna que un simple puño en alto al paso de los aviones republicanos sobre la isla baste para morir en el paredón a manos de los falangistas o de sus aliados italianos. Que se impida que las familias lleven el duelo por esos muertos. Mientras tanto, los convoyes se multiplican. Los italianos asesinan con un disparo en la cabeza a doscientos habitantes de Manacor que creían sospechosos y queman sus cuerpos por la noche. «Bajan, se ponen en fila, besan una medalla, a veces solo la uña del pulgar. ¡Pam, pam, pam!». ¿Actos de venganza? «Afirmo, y afirmo por mi honor, que en los meses anteriores a la guerra santa no se cometió en la isla ningún atentado contra las personas o los bienes». No, es rabia, un crimen, crímenes en nombre de una indigna cruzada de purificación espiritual. El obispo de la isla apoya todo aquello, señala a los culpables y a los héroes. Es entonces cuando Bernanos deserta de su bando en nombre del espíritu, ¡el espíritu ante todo! Para este católico no cabe duda de que «el hombre de buena voluntad», el del Nuevo Testamento, «el hombre que tiene la intención del alma», agoniza. El propio Mann podría haberlo dicho: en España, en la tierra de los Reyes Católicos, tiene lugar el «preludio de la tragedia universal». Bernanos añadirá más tarde: «El frente de la cristiandad se ha roto», el dique ha cedido. Como ya hicieron Mann y Gide, y como pronto hará Camus, Bernanos está sufriendo un cambio político: «El hombre de buena voluntad no es más que un subproducto inservible en esta sociedad moderna que se empeña en eliminarlo poco a poco. Ya no hay bandos, y me pregunto si quedará mañana una patria». Denuncia a las democracias que lo permiten con la pseudopolítica de no intervención «en nombre de un pacifismo utilitario»: «Francia se limpia a diario los escupitajos de los dictadores». Para este cristiano todo ser que nace, nace «refractario», y en consecuencia puede o corre el riesgo de «volverse poeta o más bien anarquista stricto sensu, es decir, incapaz de ejecutar en verso una petición de los servicios de propaganda del Estado». Podría haberlo dicho Camus.

      Camus se fijará en él cuando lo cuestionen, por primera vez, tras la representación de su obra El estado de sitio en 1948. Los cristianos de izquierdas le reprochan que haya privilegiado a España —la acción tiene lugar en Cádiz— en detrimento de la Unión Soviética, que está luchando en esos momentos más de cerca contra el totalitarismo. De hecho, la obra es mucho más rica y compleja que esta interpretación, opone el espíritu histórico al artístico. Ante estos ataques, Camus se remite a Bernanos, al católico, a esos Grandes cementerios: «Él sabía que, de callarme, habría insultado a la verdad». Su respuesta a los reproches es clara: «Habéis olvidado que las primeras armas de esta guerra totalitaria se mancharon con sangre española».

      El premio Nobel no hace que Mann se vuelva más «civilizado». En Si la semilla no muere, Gide confiesa: «Preferiría no tener ningún éxito a fijarme en un solo género. Aunque me condujese a los más altos honores, no puedo consentir en seguir una ruta ya establecida». En su homenaje final a Gide, Mann lo elogia: «Fue un moralista de raza». La literatura, la verdadera, la que no diferencia entre vencedores ni vencidos, los salva de la caducidad. En 1945, cuando De Gaulle llama a Bernanos para ofrecerle un asiento en su gobierno provisional, este declina el ofrecimiento. También desdeña entrar en la Academia francesa: «Cuando solo pueda pensar con las nalgas...». Esta frase no le granjeó muchas amistades. Sigue siendo un exiliado. Nunca tuvo alma de colaboracionista. Camus, con o sin premio Nobel, no abandona sus armas: «El mundo en el que vivo me repugna, pero me siento solidario con los que sufren en él». Esta independencia de espíritu está estrechamente ligada al acto de escribir, a su sacralidad: a mil leguas de lo artificial. Para Mann, «el lenguaje se encuentra cargado de un gran misterio. Nosotros somos los responsables de su pureza». «Su estilo piensa por él», dice de Gide Ramón Fernández, un crítico de raíces españolas. Para Bernanos, el poeta verdadero es, como ya se ha dicho, «anarquista» por naturaleza, desafía lo relativo. Su estilo, extrañamente limpio y que tanto execraron sus adversarios, hace que Camus sea hoy el escritor más leído por los franceses. Su exilio, el exilio de todos ellos, ejemplifica estas bellas palabras de Nietzsche: «Escogerás el exilio para poder decir la verdad».

      Todos ellos forman una cadena en la que Mann da la voz de alarma, Gide repite el mensaje, Bernanos


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