La guerra de España: reconciliar a los vivos y los muertos. Jean-Pierre Barou

La guerra de España: reconciliar a los vivos y los muertos - Jean-Pierre Barou


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guerras, de revoluciones, de epopeyas mecánicas y de aventuras espirituales. ¿Qué sería, en efecto, de la prestigiosa Europa sin la pobre España?». Estas líneas han sido extraídas de su prefacio de 1946 a una obra sobre testimonios de la resistencia contra Franco. ¿Qué sería de nosotros sin este país emplazado en un extremo de Europa como un pedazo de pan seco?

      España atesora «secretos de realeza»: ya nos lo temíamos. En un artículo publicado en 1955 en la revista anarquista Le Monde libertaire, titulado «España y el donquijotismo» —artículo exhumado en 2008 por un libertario no violento alemán—, Camus insiste en señalar este carácter regio. Unamuno, afirma, que murió aislado entre las paredes de su domicilio de rector de la Universidad de Salamanca, en diciembre de 1936, tras haber escapado a un linchamiento, era paradigma de ese carácter. A los que deploraban en su presencia la escasa contribución española a los descubrimientos científicos, Unamuno les respondía con una frase digna de «Nuestro Señor Don Quijote», como él lo llamaba: «¡Que inventen ellos!», y «ellos» quiere decir las demás naciones. «La pobre España» tiene infinidad de cosas mejores que hacer; su tarea es defender «su propio descubrimiento». Camus le pone nombre: «Podemos llamarlo la locura de la inmortalidad». Para acercarnos a esta realidad debemos apoyarnos en Lorca y su «duende», un término intraducible que, de creer al poeta, es el sello de su patria: «A España desde siempre la ha movido el duende». Es «el espíritu oculto de la dolorida España». Difícil decir más, salvo que es «un luchar y no un pensar». ¿Qué clase de lucha? «Esta lucha [...] adquiere a veces, en poesía, caracteres mortales». ¡Un juego con la muerte cuyo epicentro es la poesía! ¿Deberíamos llevar duelo por ello?

      Mann permanece sombrío. El desenlace de la Guerra Civil en favor de la tiranía oscurece a sus ojos el balance en 1946, cuando cree que «el futuro solo verá en el arte una fuerza auxiliar al servicio de una comunidad humana que poseerá bienes más vastos que “nuestra cultura del espíritu”». Y concluye con estas tristes palabras: «He aquí lo que podría llamar una profecía». En el prefacio de Advertencia a Europa, Gide intenta compensar su pesimismo: «No debemos caer en la desesperación mientras conciencias como la tuya sigan despiertas y fieles». ¡En vano! Bernanos, por su parte, apuesta por la resurrección del hombre de buena voluntad con la condición antes citada: «la reconciliación de los vivos» precedida, como en una procesión, por el estandarte de «la reconciliación de los muertos». El hombre de buena voluntad renacerá con esa condición, la de un trabajo de evaluación realizado a conciencia, lo que exige un sistema jurídico adecuado. Camus, por su parte, siempre rehusó poner punto final al conflicto. Si creyó que «esta lucha es interminable» fue con la esperanza de un «renacimiento». ¿Los habría reconfortado la muerte de Franco, en 1975, y la renovación democrática que vino después?

      Son cuatro hombres testarudos. Mann tachó las democracias de «capitalistas». A Gide le afligía «la generación del dinero». A Bernanos, «una sociedad incapaz de reconocer otras relaciones entre individuos que las económicas». Camus extrajo las consecuencias: «Toda vida dirigida por el dinero tiende hacia la muerte». ¿Estaría esta otra guerra definitivamente perdida? El poder del dinero, la influencia de los partidos y su control de la democracia no han hecho más que aumentar, lo que implica reconocer que Mann tenía razón, que su «cultura del espíritu» ha dado paso a valores «civilizadores», entiéndase colonizadores.

      Centremos ahora nuestra atención en Salvador de Madariaga, el diplomático español ante el cual Camus, en París, en 1956, declaró: «Sí, Don Salvador, hombres como usted han impedido que perdamos la esperanza, y cuando se me ha pedido, hoy, que me dirigiera a usted he pensado que sería lo primero que le diría». Y añadió: «Estoy orgulloso de ser su contemporáneo». Camus, a sus cuarenta años, reutiliza ese día la fórmula empleada por Turguénev, desde su lecho de muerte, para dirigirse a Tolstói. ¿Dedicó alguna vez Camus un elogio mayor que ese? «Don Salvador», grave, delgado, estilizado, esboza una sonrisa. Estamos en París, corre el año 1956 y la manifestación ha sido organizada por el Gobierno republicano en el exilio. Sí, el libertario olvidado por los biógrafos se dirigió al diplomático olvidado por los historiadores, el que representaba a la España republicana en la Sociedad de Naciones de Ginebra, la predecesora de la ONU, donde se le había apodado, no sin cierta ironía: «la Conciencia de la Sociedad de Naciones». Desde la tribuna, en 1935, se rebela contra la intervención militar de Mussolini —futuro aliado de Franco— en Etiopía y denuncia el uso de gases de exterminio en esa guerra de conquista colonial. Sigue oponiéndose en solitario en junio de 1936. En los pasillos de la Sociedad de Naciones, los ministros de Francia e Inglaterra buscan un compromiso que Italia pueda aceptar, e ignoran las peticiones de ayuda del emperador de Etiopía, Haile Selassie: «Nunca antes se ha visto que un gobierno proceda al exterminio sistemático de una nación sirviéndose de medios bárbaros». Madariaga dejará su cargo y optará por el exilio en julio de 1936. Se irá a enseñar literatura española a Brujas, Oxford y Princeton. Autor prolífico, cabe destacar su obra El genio de España, escrita originalmente en inglés y dedicada a la literatura de su país. Cabe recordar también su implicación en favor de un desarme mundial. Durante la Guerra Civil, Madariaga acusó a la Iglesia de haber traicionado a la razón, de haber perdido el alma en esa guerra desalmada.

      Su amigo Gregorio Marañón era un médico admirado por todos en Madrid debido a su mente siempre alerta. En la Primera Guerra Mundial, cuando apenas contaba veintisiete años, participó como médico voluntario en el bando francés y regresó a España condecorado con la Legión de Honor. En verano de 1926 fue encarcelado por el Gobierno monárquico de Primo de Rivera por haber defendido la instauración de la república. Este especialista en los estados intersexuales introdujo la endocrinología en España y fue también autor prolífico y traducido en toda Europa. En su obra más célebre, Don Juan y el donjuanismo, escribe: «Y si España ha dado a la mitología humana dos ídolos de esta importancia —el segundo es Don Quijote—, su contribución es inmensa, pues sólo hay un tercero, Fausto, que pueda compararse con ellos en universalidad». Aconsejó leer a Lope de Vega para descifrar las revueltas inclasificables que anticiparon la Guerra Civil, en especial su obra Fuenteovejuna. Hemos seguido su consejo.

      La hermandad de Mann, Gide, Bernanos y Camus tenía un equivalente plenamente funcional en España, como era de esperar y de desear. En su homenaje a Salvador de Madariaga, Camus añadió: «Como tantas mentes españolas, y contrariamente a una opinión extendida (un imbécil llegó a decir un día que la filosofía española no existía e inmediatamente le rebatieron cien hombres inteligentes), Madariaga es uno de los pocos contemporáneos que pueden llevar legítimamente el título de filósofo». Porque investiga «los secretos del mundo» y «unas reglas de conducta para su vida y su tiempo». Camus cita a otro filósofo español, José Ortega y Gasset, para quien la guerra de España es «una lucha ilustre contra la muerte». Ortega, de sonrisa ligera, con un sombrero Panamá en la cabeza y su cigarrillo en los labios, percibe en esta guerra una dramaturgia. ¿A qué muerte se refiere si no es la de los cuerpos? Estos nuevos testimonios —sin los cuales el escándalo que denuncia Mann habría parecido demasiado privado— amplifican lo dicho por el Nobel alemán. Tanto el Norte como el Sur se hacen eco de esta excepción española que nunca había sido tan excepcional. De no ser por Mann, ¡todo podría haber pasado por un asunto interno de España! Es la unión de todos ellos lo que consagra la verdad. Añadamos también a Eduardo Ortega y Gasset, de rostro aguileño, hermano del filósofo y diputado en las Cortes, interpelando a sus compatriotas con Lope en la cabeza. Ninguno de ellos moldeó sus obras en la arcilla histórica. Parecen inmunizados contra el virus de la historia por la «locura de la inmortalidad», en la que Unamuno se sumergió fiel a su España inmaterial. Sin olvidar el papel fatal que hubo de asumir Lorca. Y está Don Quijote, una figura que sobrevivirá para siempre. Recordemos que el primer libro de Ortega y Gasset se titula Meditaciones del Quijote y que Madariaga fue autor de una Guía del lector del Quijote publicada en 1926. Marañón lo hermana con Don Juan. Unamuno habla de «Nuestro Señor Don Quijote», mientras que, para Camus, la obra de Cervantes constituye «el evangelio de España». Este héroe anticipa la lucha contra el dinero, la indiferencia, la hipocresía, el exceso de razón, la falta de alma, todo aquello de lo que adolecerá el futuro. Para todos ellos «se trata del combate perpetuo» —en palabras de Camus—, porque ¿contra quién


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