El choque. Linwood Barclay
era una tienda, pero que resultó ser decenas de ellas. Igual que un minicentro comercial o un mercadillo, cada establecimiento estaba instalado en su propio cubículo de paredes de cristal y cada uno de ellos tenía su propia especialidad. Había puestos de joyas, de DVD, de relojes, de bolsos.
—Mira eso —exclamó Edna—. Un Rolex.
—No es auténtico —dijo Pam—, pero es una preciosidad. ¿Crees que en Butler alguien notará la diferencia?
—¿Crees que en Butler habrá alguien que sepa lo que es un Rolex? —Edna se echó a reír—. ¡Ay, mira esos bolsos de ahí!
Fendi, Coach, Kate Spade, Louis Vuitton, Prada.
—No me puedo creer que cuesten tan poco —dijo Pam—. ¿Cuánto pagarías normalmente por un bolso así?
—Mucho, muchísimo más —contestó Edna.
El chino que regentaba el puesto les preguntó si podía ayudarlas en algo. Pam, que intentaba hacer como si estuviera en territorio conocido, lo cual no era nada fácil cuando tenías una guía de la ciudad asomando por el bolso, preguntó:
—¿Dónde tiene usted las gangas de verdad?
—¿Cómo?
—Estos bolsos están muy bien —dijo Pam—, pero ¿dónde esconde el material de primera?
Edna sacudió la cabeza con nerviosismo.
—No, no, estos están bien. Podemos elegir de aquí —dijo.
Pero Pam insistió:
—Una amiga me ha dicho..., no sé si estuvo justamente en su tienda, pero me ha dicho que a lo mejor hay otros bolsos que no están aquí expuestos.
El hombre negó con la cabeza.
—Pruebe con ella —añadió, señalando más hacia el fondo de aquella madriguera de tiendas.
Pam fue al siguiente puesto y, después de echarles una miradita rápida a los bolsos que había allí expuestos, le preguntó a una anciana china vestida con una chaqueta de brillante seda roja que dónde escondían el material bueno.
—¿Eh? —hizo la mujer.
—Los mejores bolsos —explicó Pam—. Las mejores imitaciones.
La anciana miró largamente a Pam y a Edna y pensó que, si esas dos eran polis de paisano, era lo más conseguido que había visto jamás.
—Salgan por la puerta de atrás, luego izquierda, busquen puerta con número ocho. Bajen allí. Pregunten por Andy —dijo al final.
Pam miró a Edna loca de emoción.
—¡Gracias! —exclamó, y agarró a su amiga del brazo para llevársela hacia una salida que se veía al final de las estrechas galerías.
—Esto no me gusta —dijo Edna.
—No te preocupes, no pasará nada.
Sin embargo, incluso Pam se quedó sin habla cuando atravesaron aquella puerta y se encontraron en un callejón. Contenedores de basura, desperdicios tirados por todas partes, electrodomésticos abandonados. La puerta se cerró tras ellas y, cuando Edna quiso volver a entrar, descubrió que no se podía.
—Genial —dijo—. Como si ese accidente no me hubiera puesto ya los pelos de punta...
—La mujer ha dicho que a la izquierda, así que a la izquierda —insistió Pam.
No tuvieron que andar mucho para encontrar una puerta metálica que tenía pintado un número ocho.
—¿Llamamos o entramos directamente? —preguntó Pam.
—Esta idea tan fantástica ha sido tuya, no mía —repuso Edna.
Pam llamó sin hacer mucho ruido y diez segundos después, al no obtener respuesta, tiró de la manilla. La puerta estaba abierta. Se encontraron ante un tramo corto de peldaños que bajaban hacia una escalera oscura, pero en el fondo de todo se veía un resquicio de luz.
—¿Hay alguien? ¿Andy? —llamó Pam.
Tampoco hubo respuesta.
—Vámonos —dijo Edna—. En aquel otro sitio he visto unos bolsos que eran perfectos.
—Ya que estamos aquí —insistió Pam—, no perdemos nada por ir a ver. —Empezó a bajar la escalera y sintió cómo la temperatura descendía a cada escalón. Una vez abajo, asomó la cabeza por la puerta, después se volvió y miró a Edna con una enorme sonrisa cubriéndole el rostro—. ¡Esto sí que es auténtico de verdad!
Edna la siguió hasta aquella sala densa y abarrotada, de techo bajo, repleta de bolsos por todas partes. Los había encima de mesas, colgando de ganchos de las paredes, colgando del techo. A lo mejor porque hacía bastante frío, a Edna le hizo pensar en una cámara frigorífica, solo que en lugar de piezas de vacuno allí colgaban artículos de piel.
—Debemos de estar muertas —dijo Pam—, ¡porque hemos llegado al paraíso de los bolsos!
Los tubos fluorescentes parpadeaban y zumbaban por encima de sus cabezas mientras ellas empezaban a rebuscar entre las bolsas y las carteras que había en los mostradores.
—Si esto es un Fendi falso, yo estoy casada con George Clooney —dijo Edna mientras inspeccionaba uno—. La piel parece auténtica. Quiero decir que es piel de verdad, ¿no crees? Solo las etiquetas con la marca son falsas, ¿no? Me encantaría saber cuánto cuesta este.
Pam vio que al fondo de la sala había una puerta cubierta por una cortina.
—A lo mejor ese tal Andy está ahí dentro. —Y echó a andar hacia la puerta.
—Espera —dijo Edna—. Será mejor que nos marchemos. Míranos. Estamos en no sé qué sótano, en un callejón perdido de Nueva York, y nadie tiene ni la más remota idea de que estamos aquí.
Pam puso ojos de exasperación.
—Dios mío, mira que eres provinciana. —Se acercó a la puerta y exclamó—: ¿Señor Andy? La señora china nos ha dicho que preguntáramos por usted. —En cuanto dijo «señora china», se sintió como una imbécil. Como si allí hubiera pocas...
Edna se había puesto a examinar otra vez el forro del Fendi de imitación.
Pam alargó un brazo y apartó la cortina.
Edna oyó un sonido extraño, una especie de pffft, y cuando se volvió a ver qué era, vio a su amiga tendida en el suelo. No se movía.
—¿Pam? —Soltó el bolso—. Pam, ¿te encuentras bien?
Al acercarse se dio cuenta de que Pam, que estaba tirada boca arriba, tenía un punto rojo en el centro de la frente y que algo brotaba de él. Como si tuviera un escape.
—Ay, Dios mío. ¿Pam?
La cortina se abrió, y salió un hombre alto y delgado, con el pelo oscuro y una cicatriz que le cruzaba el ojo. Llevaba una pistola y con ella apuntaba directamente a la cabeza de Edna.
En el último segundo que le quedaba, Edna logró entrever, en el interior de la sala que había al otro lado de la cortina, a un viejo chino sentado a un escritorio, con la frente descansando sobre la mesa y un reguero de sangre que le resbalaba por la sien.
Lo último que oyó Edna fue a una mujer (no a Pam, porque Pam ya no podía decir nada) que murmuraba:
—Tenemos que salir de aquí.
Lo último que pensó Edna fue: «A casa. Quiero irme a casa».
Dos meses después
Capítulo 1
De haber sabido que sería nuestra última mañana, me habría dado la vuelta en la cama y la habría abrazado. Pero, claro, si hubiese sido posible saber algo así, si de alguna forma hubiese podido conocer el futuro, no la habría