El choque. Linwood Barclay

El choque - Linwood  Barclay


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es, cielo?». El marido de Fiona, Marcus. Técnicamente hablando, el padrastro de Sheila, aunque Fiona se había vuelto a casar mucho después de que Sheila se hubiese ido de casa y hubiese formado una familia conmigo.

      —¿Sí? —dijo.

      Le expliqué que Sheila aún no había llegado de Bridgeport y que me preguntaba si a lo mejor su hija se había entretenido en su casa más de la cuenta.

      —Sheila no ha venido a verme hoy —dijo Fiona—. La verdad es que no la esperaba. No me había dicho que pensara pasarse por aquí.

      Me pareció raro. Cuando Sheila me había comentado que a lo mejor iba a ver a Fiona, pensé que seguramente ya le habría comunicado su intención de ir a su madre.

      —¿Va todo bien, Glen? —preguntó Fiona con un tono de voz frío. Aunque su forma de hablar traslucía más recelo que preocupación. Como si el hecho de que Sheila llegara tarde a casa tuviera que ver más conmigo que con ella.

      —Sí, sí, todo va bien —contesté—. Sigue durmiendo. Buenas noches.

      Oí unos pasos suaves que bajaban desde el piso de arriba. Kelly, que aún no se había puesto el pijama, entró en la cocina. Vio la lasaña, que seguía envuelta en film transparente, sobre la encimera, y preguntó:

      —¿Te la vas a comer?

      —Aparta esas manos de ahí —dije, pensando que a lo mejor volvía a entrarme el apetito cuando llegara Sheila. Miré el reloj de la pared. Las diez y cuarto—. ¿Por qué no estás ya en la cama?

      —Porque todavía no me has dicho que me vaya a dormir —respondió.

      —¿Qué has estado haciendo?

      —Estaba en el ordenador.

      —Venga, a dormir —dije.

      —Hacía deberes —se justificó.

      —Mírame a los ojos.

      —Al principio sí que eran deberes —dijo, defendiéndose—, y cuando los he acabado me he puesto a hablar con mis amigas. —Hizo una mueca con el labio inferior, y de un soplido se apartó unos rizos rubios que le caían sobre los ojos—. ¿Por qué no ha llegado mamá aún?

      —Se le ha debido de hacer tarde —dije—. Cuando llegue, le diré que suba a darte un beso.

      —Si estoy dormida, ¿cómo sabré si me lo ha dado o no?

      —Ella te lo dirá por la mañana.

      Kelly me miró con suspicacia.

      —O sea, que puede que no me dé un beso, pero vosotros me diréis que sí.

      —Lo has adivinado —dije—. Es un complot que se nos ha ocurrido desde hace un tiempo.

      —Si tú lo dices... —Dio media vuelta, salió de la cocina arrastrando los pies y volvió a subir.

      Cogí el teléfono e intenté una vez más llamar al móvil de Sheila. Cuando saltó su saludo, se me escapó un «mierda» y colgué antes de que empezara a grabarse el mensaje.

      Bajé la escalera hacia mi despacho del sótano. Las paredes estaban recubiertas por unos paneles de madera que le conferían al lugar una atmósfera oscura y opresiva, y las montañas de papeles que había en mi escritorio solo conseguían aumentar esa lúgubre sensación. Hacía años que tenía intención de remodelar esa habitación. Para empezar quería deshacerme del revestimiento de madera y dejar la pared desnuda y pintada de color hueso para que el espacio no pareciera tan pequeño. O construir una ampliación por la parte de atrás, con un montón de ventanas y un tragaluz. Pero, como suele suceder entre quienes trabajamos en la construcción y la renovación de casas, uno nunca se ocupa de la suya propia.

      Me dejé caer en la silla del escritorio y cambié unos cuantos papeles de sitio. Facturas de varios proveedores; planos de la cocina nueva que estábamos haciendo en una casa de Derby; algunas notas sobre un garaje doble independiente que íbamos a construir para un tipo de Devon, que quería un lugar donde aparcar sus dos Corvette de época.

      También había por allí un informe muy preliminar del Cuerpo de Bomberos de Milford sobre cuál podría haber sido la causa del incendio, hacía una semana, de la casa que estábamos construyendo para Arnett y Leanne Wilson en Shelter Cove Road. Le eché un vistazo, lo leí por encima hasta el final y, quizá por centésima vez, releí: «Los indicios apuntan a un fuego originado en el área del cuadro eléctrico».

      Se trataba de una edificación de dos plantas y tres habitaciones, construida en el solar de una antigua casa de planta baja de después de la Segunda Guerra Mundial, que un fuerte viento del este podría haber derrumbado si no hubiéramos aparecido antes nosotros con la bola de demolición. El fuego se había iniciado poco antes de la una de la tarde. La casa ya tenía acabada toda la estructura y las paredes; el tejado estaba colocado; el cableado eléctrico, instalado; y estábamos terminando con la fontanería. Doug Pinder, mi ayudante, y yo estábamos usando las tomas de corriente recién instaladas para alimentar un par de sierras de mesa. Ken Wang, nuestro chino de acento sureño —sus padres habían emigrado de Pekín a Kentucky cuando él no era más que un bebé, y nosotros todavía nos tronchábamos de risa cuando soltaba sus «sureñadas»—, y Stewart Minden, nuestro aprendiz de Ottawa, que desde hacía unos meses vivía con unos parientes en Stratford, estaban en el piso de arriba decidiendo dónde tenía que ir el cableado del cuarto de baño principal.

      Doug fue el primero en oler el humo. Entonces lo vio, subiendo desde el sótano.

      Yo les grité a los de arriba, a Ken y a Stewart, que salieran de allí pitando. Bajaron a saltos la escalera sin enmoquetar y salieron con Doug a toda velocidad por la puerta.

      Entonces yo hice algo muy, pero que muy estúpido.

      Fui corriendo a mi furgoneta, cogí un extintor que llevaba siempre detrás del asiento del conductor y volví corriendo a la casa. Cuando había bajado la mitad de la escalera del sótano, el humo ya era tan denso que no me dejaba ver nada. Llegué hasta el último escalón pasando la mano por la barandilla provisional de listones para guiarme, pensando que, si empezaba a rociar a ciegas con el extintor, seguro que daría con el foco del incendio y salvaría la casa.

      Tonto de verdad.

      Inmediatamente me puse a toser, los ojos empezaron a escocerme. Cuando me di la vuelta para retroceder y subir por la escalera, no fui capaz de encontrarla. Estiré la mano que tenía libre y empecé a moverla de un lado a otro, buscando la barandilla.

      Toqué algo más blando que la madera. Un brazo.

      —Vamos, estúpido hijoputa —tosió Doug, agarrándome con fuerza. Estaba en el último escalón y tiró de mí hacia arriba.

      Salimos juntos por la puerta de entrada, tosiendo y moviendo los brazos para apartar el humo, cuando el primer camión de bomberos doblaba la esquina. Unos minutos después, las llamas se habían tragado toda la casa.

      —No le digas a Sheila que he entrado —le pedí a Doug, respirando aún con pitidos—. Me matará.

      —Y con toda la razón, Glenny —dijo Doug.

      Aparte de los cimientos, de la casa no quedó mucho más en pie cuando el fuego se extinguió. Todo estaba ya en manos de la compañía de seguros y, si ellos no se hacían cargo del accidente, los miles de dólares que costaría la reconstrucción tendrían que salir de mi bolsillo. Así que no era de extrañar que me pasara las noches en vela, mirando al techo durante horas enteras.

      Nunca antes había sufrido un revés como ese. Perder un proyecto por culpa del fuego no solo me había asustado; había minado la confianza en mí mismo. Si algo me caracterizaba, era el hacer las cosas bien, un trabajo de calidad.

      —Estas cosas pasan —me había dicho Doug—. Hay que superarlo y seguir adelante.

      Yo no estaba de un ánimo tan filosófico. Además, no era el nombre de Doug el que se leía en el lateral de la furgoneta.

      Pensé


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