Las Solteronas. Claude Mancey
—No, señora—dijo la omnipotente charlatana,—sobre todo cuando se tiene hija o nieta casaderas.
Y viendo a lo lejos a una de sus amigas, saludó con prisa a la abuela para correr a la recién llegada y emprender con ella el chisme del día.
—Abuela, me pones en evidencia—dije furiosa por las murmuraciones de que era objeto.
—No te importe, hija mía—dijo la abuela siempre filósofa.—Hay que saber sufrir lo que no se puede evitar.
De vuelta a casa, encontramos a Celestina, la cocinera, con una expresión consternada.
—¿Qué hay, Celestina?—le pregunta la abuela.
Celestina no responde y finge absorberse buscando un objeto perdido. La abuela, que sabe lo que significan los silencios de Celestina, sigue su camino y se va a su cuarto. Oigo a Celestina murmurar algo sobre San José, y comprendo. Aquella mujer, ferviente del celibato, está ya al corriente de la historia de la oración de la abuela y protesta a su modo.
¡Dichoso país, donde las noticias se propagan con tal facilidad! Verdaderamente, nos sobra el teléfono.
Esta tarde, en las vísperas, había poca gente, a pesar del atractivo de un predicador forastero. Apenas han acabado las vacaciones y los retrasados están gozando de los últimos placeres campestres y de los penúltimos rayos de sol.
Era lamentable para el predicador, que debe de tener una mala opinión de la piedad de las aiglemontesas, y muy triste para mí, que, si no me intereso siempre por el sermón, me fijo mucho en la manera especial que tiene cada cual de escucharle.
Nada más curioso que ver el aspecto de avidez del auditorio femenino por poco que se trate de un predicador desconocido. Desde el cuarto salmo, los ojos empiezan a errar desde la gran nave hasta los lados de la iglesia, con el ánimo de no dejar de ver la subida al púlpito. Se espera al predicador con impaciencia no disimulada y las plumas y los sombreros se levantan con un movimiento de ola en el sentido indicado por la curiosidad del momento. El movimiento de ola era hoy más acentuado que de ordinario, pues el orador conquistó a su auditorio solamente con el modo autoritario con que tomó posesión del púlpito. Plumas y flores se inclinaron con respeto enternecido.
Hay que confesar que el olfato especial de las aiglemontesas en materia de sermones no les había engañado. El predicador ha hablado muy bien y, sobre todo, de un modo original, lo que, vista la rareza del caso, produce siempre placer. A propósito de la vida interior y del alma no comprendida, el orador encontró el medio de llegar a decir que ésta era con frecuencia la resultante de un estado no comprendido: el celibato.
El sombrero de la abuela no se movió, pero, delante de mí, una porción de plumas, opinaron con una elocuente unanimidad en pro de tan deliciosa explicación. Todas parecían exclamar:
—Sí, el celibato es calumniado, muy calumniado.
El predicador se extendió sobre las ventajas espirituales de la virginidad y no temió asegurar, con gran escándalo de mi abuela, que se agitó en su silla, que el horror del mundo por las solteronas, no viene más que de un resto de paganismo. En cualquiera otra circunstancia, es probable que todo esto no me hubiera chocado; pero viniendo en seguida de la reprimenda de la abuela para celebrar mi vigésimoquinto aniversario, me sentí poseída de una ardiente curiosidad:
—El horror de la abuela—pensé instantáneamente,—¿será un resto de paganismo olvidado en su cerebro?
Me sonreí ligeramente ante esta sospecha, cómica a fuerza de inverosimilitud, y eché una mirada a la abuela para ver si se daba cuenta ella también de que era pagana sin saberlo. Pero vi que afectaba una expresión un poco incrédula. La gracia no la había tocado y seguía en sus errores acerca de las solteronas.
Concentré toda mi atención en la idea que expresaba el predicador tratando de demostrar que esa falta de estima por el celibato venía de las religiones paganas y estaba en contradicción con el cristianismo.
El origen del desprecio en que se tiene a las solteronas es verdaderamente curioso y mi memoria ha guardado un recuerdo casi fiel.
Todo lo lejos que se remonta en la historia, se ve que los muertos pasaban por seres sagrados. Los antiguos les daban los epítetos más respetuosos que podían encontrar. Los llamaban santos, buenos y bienaventurados, y tenían por ellos, cualquiera que hubiera sido su vida, toda la veneración que el hombre puede tener por la divinidad a quien ama o teme. En el pensamiento antiguo cada hombre era un Dios que, aun siéndolo, no estaba bastante desprendido de la humanidad para no tener necesidad de alimento. No sólo, en ciertos días del año, se llevaba una comida a cada tumba, sino que los vivos debían tener fe en la presencia continua alrededor de ellos, de los muertos de su sangre. El padre de familia volvía a ser huésped invisible del hogar que había habitado, para recibir en él todos los días las primicias de la comida de la tarde y gozar del cariño fiel de sus hijos y de su viuda.
¡Desgraciado el que faltaba al deber de alimentar a sus antepasados!... ¡Desgraciado el que no era alimentado por sus descendientes!...
Si, por una razón cualquiera, la cadena de las comidas llegaba a interrumpirse, el alma del muerto salía de su morada apacible y se convertía en un alma vagabunda cuya única ocupación era molestar y atormentar a los vivos.
Unas veces les jugaba todas las malas pasadas posibles aplicándose a contrariar sus proyectos, a quitarles los objetos que les pertenecían y a hacer desaparecer las cosas más necesarias para la vida. Otras veces se les aparecía por la noche en formas pálidas y fantásticas, les perseguía y les arrancaba gritos de espanto. Después, cambiando de aspecto, era él quien gemía en la tempestad, quien lloraba con el viento de la tarde y lanzaba como un ave nocturna esas quejas agrias y discordantes que hacen pasar por el alma de los vivos, como por las cimas de los árboles, un largo escalofrío de hielo.
Las ánimas no eran verdaderamente dioses más que en cuanto los vivos los honraban con un culto fiel, y la primera manifestación de ese culto era el darles alimento.
Ese culto, que se encuentra en Oriente como en Occidente, tenía por primera regla el no poder ser tributado por cada familia más que a los muertos que le pertenecían por la sangre. Si una familia llegaba a extinguirse, las almas de los antepasados, siempre errantes en la tierra entre los malos genios, no podían llegar jamás al eterno reposo.
El único gran interés de la vida humana era, pues, forzosamente, continuar la filiación para perpetuar el culto. El celibato, por consecuencia, era para la antigüedad una impiedad grave y una desgracia: una impiedad porque el soltero ponía en peligro la dicha de los manes de su familia; una desgracia porque él mismo no debía recibir otro culto después de su muerte y no debía conocer lo que regocija a los manes. Era a la vez para él y para sus antepasados una especie de condenación.
De aquí la imposibilidad de permanecer soltero.
Confieso que estas nuevas consideraciones sobre las solteronas me interesaron de tal modo que olvidé que tenía que oír el resto del sermón. Vi entonces que la peroración había terminado y empujé dulcemente a la abuela perdida en las dulzuras de un sueño reparador.
Al salir de la Catedral, la voz de Francisca Dumais me interpeló:
—Magdalena, ahí tienes un sermón de tu cuerda. A una amiga de las solteronas le gusta que se ocupen de ellas.
—¿Por qué no?—respondí alegremente.—¿Y tú?
—Eso no va conmigo—dijo Francisca con una mueca de infinito desdén.—Además, yo tengo respeto a la familia y no quiero condenar a mi pobre mamá a andar errante por toda la eternidad, como en otro tiempo. Los gemidos de mamá son extremadamente penosos.
—Debieras estar acostumbrada sin embargo, Francisca. No pareces satisfecha más que cuando gime tu madre.
—A mi pobre mamá le gusta eso.
—¡Francisca!—protestó la señora de Dumais que llegó con la abuela adonde estábamos nosotras.
La