Las Solteronas. Claude Mancey

Las Solteronas - Claude Mancey


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      —¡Ay! en mi tiempo no había semejante cuestión. Todo lo que pedían las mujeres era un buen marido y unos hermosos hijos.

      —Ya ves cómo han cambiado los tiempos... Un buen marido es un mito, abuela... Por mucho que muevas la cabeza, no puedes menos de reconocer que los maridos actuales no valen lo que los de entonces.

      —Sí, hija mía, sí, valen lo mismo. Solamente, en otro tiempo, las mujeres tenían... ¿cómo diré yo?... tenían más paciencia... más dulzura... más abnegación. Estaban menos poseídas de su personalidad y sabían anularse a tiempo...

      —Aquello era la esclavitud, abuela.

      —No, querida—dijo la abuela con voz persuasiva;—aquello era el amor.

      —¡El amor!—respondí.—¿Qué es eso?... En las novelas veo lo que es; pero en la vida real...

      —Es inútil decírtelo si tú no has de sentirlo; y si lo sientes, es aún más inútil definírtelo.

      Dicho esto, la abuela me dio un beso y me dejó muy pensativa.

      ¿Ha podido realmente la abuela conocer el amor?... Me parece tan extraordinario... Es verdad que cuando habla del abuelo su voz toma una inflección tan profunda que se ve que hay en ella un mundo de recuerdos dichosos e íntimos ocultos en la menor palabra... ¡Querida abuela!

      En el momento en que ella salía, entró en el comedor Celestina y se acercó a mí tan quedito que casi me dio un susto al exclamar:

      —Estoy segura de que la señora acaba de hacer un sermón sobre las solteras, para el uso de la señorita.

      —No, Celestina—respondí maquinalmente;—la abuela me hablaba de amor.

      —¡De amor, a una joven como usted!... Nuestra pobre señora pierde la cabeza...

      —¡Una joven como yo, a los veinticinco años!... ¡Vaya una juventud! Hay que vivir en un medio petrificado como el nuestro, pobre vieja, para no conocer nada de la vida a mi edad... Algunas veces casi me sublevo, pero después se me pasa...

      —Esas ideas no son de usted, señorita. Me parece estar oyendo a la señorita Francisca—respondió Celestina escandalizada.—Creo que es esa una sociedad que no le conviene a usted gran cosa...

      No respondí por no envenenar la discusión. Celestina es pudibunda hasta el exceso y no ve nada más hermoso en la existencia que poseer el derecho virginal de vestirse de blanco en los días de procesión, a pesar de su cara apergaminada. Al lado de ese ideal, el matrimonio, que priva de la dicha de llevar semejante traje, no puede ser evidentemente, más que un estado reprobado por Dios y legitimado por alguna cosa que está en el fondo de un falso sacramento.

      —No hay que pensar en el amor, señorita—murmuró mientras yo me disponía a subir a mi cuarto.—Es la perdición de las jóvenes.

      —¿Tú crees?—dije, divertida por los terrores de la buena anciana, cuyo principal título de gloria—después del derecho de vestirse de blanco—es el haberme recibido en su delantal el día de mi entrada en este valle de lágrimas. Celestina deduce de este alto hecho el derecho de reprenderme en todas las circunstancias notables, y no se priva de ejercerlo.

      En el movimiento febril que agitaba su mano vi bien que tenía que hacerme un largo discurso—los estremecimientos de la mano traducen siempre en Celestina un gran deseo de agitar la lengua—pero la voz de la abuela, que le llamaba, puso término a su comezón de hablar.

      Vuelta a mi cuarto, me encuentro más perpleja que nunca y, para no pensar más en el matrimonio, hago lo que puedo por ocupar el pensamiento en otra cosa.

      ¡Qué pesados me parecen ahora mis veinticinco años!... La abuela tiene razón; llevo un mundo en los hombros...

      Cuánto más feliz era cuando, en vez de soñar con un marido por la voluntad de la abuela, no tenía más preocupaciones que mi muñeca.

      ¡Mi muñeca!... ¡Qué lejos está!...

      Y, sin embargo, me parece que era ayer cuando ese querido objeto, informe y sin nombre, que había llegado a ser mi hija a consecuencia de múltiples desgracias, me absorbía hasta tal punto, que a su lado, a fuerza de amor, no sentía ya que era yo huérfana...

      No he conocido a mi madre, que murió al nacer yo. Mi padre, desesperado por la muerte de su mujer, a la que amaba apasionadamente, no la sobrevivió más que cuatro años. En unos días fue arrebatado por una tifoidea, dejándome a mi abuela materna, mi única parienta próxima y a la que no he dejado desde entonces... No tengo más que cerrar los ojos para acordarme de la silueta de aquel pobre padre y de aquella mirada tan triste y tan buena con que todas las noches iba a vigilar el comienzo de mi sueño llevándome la impresión de una profunda ternura... ¡Pobre padre!... ¡Cuánto tiempo le reclamó mi corazón de niña, no creyendo ni en la eterna separación ni en la muerte!... Aquel viaje de que me hablaban debía terminarse para mí por un feliz regreso y, sobre todo, por un cargamento de numerosos recuerdos después de una ausencia tan prolongada... ¡Ay! me informaba yo mucho menos de la fecha en que debía ver a mi padre que de la en que le vería llegar cargado de muñecas, de globos y de cocinitas... Aun siendo desgraciados, qué felices son los niños...

      Mi querida abuela cuidó de mi infancia y, a pesar de su tristeza y de su dolor, de ella me vinieron todas las alegrías y todas las felicidades de niña.

      Mi vida entera cabe en esta palabra: la abuela.

      Todos mis recuerdos están concentrados en ella, pues no puedo, como la mayor parte de las niñas, cifrar mi vida en la visión de un alegre hogar atestado de niños pequeños y protegido por la doble ternura de un padre y una madre... Tenía, sin embargo, amiguitas que iban a jugar y a reír conmigo; pero detrás de aquel cuadro de cándida alegría, veo siempre aparecer la sombra melancólica del largo velo de la abuela.

      No se sabe de qué secretas e incomprensibles angustias están formados los recuerdos de niño cubiertos con un velo de crespón... He esperado durante años el día glorioso y seductor en que la abuela, como las madres de mis amigas, llevase por fin un sombrero con un ramo de flores... Ese día no ha llegado jamás...

      Ahora, cuando voy a casa de mis amigas y veo de cerca lo que es la vida ordinaria para la generalidad de las jóvenes de mi sociedad, cuanto más sufro por los sitios que hay vacíos a mi lado, más vivo y más profundo es mi agradecimiento por mi querida abuela, cuya abnegación me ha rehecho un hogar y reconstituido una familia.

      Por eso amo a todo lo que ama la abuela...

      A pesar de las ideas que oigo emitir a mi alrededor, coloco la estancia en nuestro antiguo pueblo por encima de toda otra estancia y la dichosa posesión de nuestra casa de familia superior a todas las felicidades.

      No es muy grande nuestra sencilla casa. Blanca y limpia con sus persianas inmaculadas y sus cristales brillantes bajo unas cortinas un poco antiguas, se abre con discreta elegancia en un patio plantado de árboles y adornado de canastillos floridos, al que llamamos pomposamente «nuestro jardín...» Tengo en él mis rosas preferidas y mis plantas favoritas; y cultivo con éxito cuanto tiene la dicha de agradarme, con tal de que no necesite mucho sol, ni mucha sombra, ni muchos cuidados... En un rincón de nuestro minúsculo jardín y debajo de un fresno llorón, tengo hasta un banco, un banco inmenso, una mesa de labor y unos cuantos sillones de mimbre... En verano, hacemos allí salón, y llevo la fantasía hasta dar tés... Mis amigas pretenden que una taza de té perfumada con la fragancia de las rosas que nos rodean, no es ya una taza de té, sino una taza de néctar... ¡Dichosa ilusión!

      Una planta baja muy elevada, un primer piso de una altura inverosímil y un sobrado que hace la admiración de las lavanderas cuando tienden en él la ropa mojada y perfumada de espliego y lirio: he aquí todo nuestro home.

      La planta baja tiene cuatro piezas inmensas, profundas, frías y casi desnudas en su inmensidad. La cocina podría albergar un ejército de marmitones; sólo las cacerolas y los peroles de cobre vigorosamente frotados ponen en ella una nota alegre que continúa la cocinera, reluciente como una alhaja. Aquel es


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