Orígenes sociales de los derechos humanos. Luis van Isschot

Orígenes sociales de los derechos humanos - Luis van Isschot


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erigida en 1995 en la ciénaga Miramar, la laguna que separa a la refinería del centro de Barranca. Buses municipales y motocicletas resuenan al pasar por la sede principal del sindicato de los trabajadores del petróleo y al cruzar la vía férrea hacia los barrios populares de la ciudad que se expanden cada vez más. Los barrios orientales, que una mayoría de barranqueños llama su hogar, consisten principalmente en pequeñas cabañas de concreto, con grupos de casuchas de madera ensambladas más recientemente en la periferia. El terreno del otro lado de la vía férrea, de lo que se conoce como el puente elevado, está desnivelado, es de un verdor sorprendente y está físicamente aislado de la ciudad más próspera, construida con las ganancias de la industria del petróleo.

      Desde principios del siglo XX, Barranca ha estado conectada con Bogotá y con el mundo exterior por vía aérea. Cuando uno llega en avión, lo primero que lo sorprende es el calor. La humedad llena la cabina de los aviones Fokker 50 de doble turbina de la aerolínea Avianca, a medida que se desciende hacia el exuberante valle. Barranca tiene una temperatura promedio de 30 °C, pero el mercurio a menudo sobrepasa los 45 °C al mediodía. A diferencia de las zonas costeras de Colombia, el aire de Barranca es caliente y espeso. Está ubicada a 500 kilómetros de distancia del mar. Casi nunca hay brisa y las hojas penden inmóviles de los árboles. El río Magdalena, rugiente y colmado de sedimento, ofrece muy poco alivio. Desde la llegada de la Jersey Standard en 1919 han estado viniendo a la capital y otros lugares administradores e ingenieros que vienen a trabajar a la industria petrolera. Bajo el control del gobierno central desde 1961, Barranca ha seguido siendo el centro industrial más importante de país. Hasta las últimas décadas del siglo XX la ciudad pasó de ser uno de los principales lugares del conflicto armado y de la represión oficial a ser un centro de activismo social. Desde esa época, al personal de la compañía petrolera se han unido pequeños grupos de trabajadores de derechos humanos en sus vuelos a Barranca.

      Viví en Barrancabermeja desde enero hasta diciembre de 1998. En esa época trabajaba como voluntario con las Brigadas Internacionales de Paz (PBI), una organización de derechos humanos fundada sobre los principios de la no violencia que, desde 1981, apoya movimientos populares amenazados en América Latina. A veces se nos ha descrito como “guardaespaldas desarmados” y nuestro trabajo consistía primordialmente en acompañar a defensores de derechos humanos en sus rondas cotidianas.3 Nosotros pasamos muchas horas en las oficinas locales de organizaciones de derechos sindicales y de derechos humanos. Cuando un activista recibía amenazas de muerte directas pasábamos las 24 horas del día a su lado. También emprendimos con regularidad viajes en busca de información a poblaciones a lo largo del río Magdalena. En todos los lugares a los que fuimos había ciudadanos comunes y corrientes, sacerdotes, sindicalistas, organizadores campesinos, abogados, concejales municipales y maestros de escuela que conformaban una red regional de activistas de derechos humanos.

      Mientras estuve en Colombia me reuní con frecuencia con oficiales de la Policía Nacional, el Ejército y la Armada involucrados en el trabajo de contrainsurgencia. Algunos de estos encuentros tuvieron lugar en pequeñas poblaciones, en refugios, mientras había intercambio de disparos con otra fuerza. Soldados jóvenes nos dijeron que debían viajar en parejas y totalmente armados para hacer el corto viaje atravesando la ciudad para llamar a sus familias y a sus novias desde la oficina local de Telecom. También me reuní con oficiales de alto rango, como el general Fernando Millán, quien fuera acusado de organizar fuerzas paramilitares y quien fue comandante de la Quinta Brigada del Ejército colombiano en la ciudad de Bucaramanga. A medida que él hablaba con enojo de los activistas de derechos humanos de Barranca y denunciaba a individuos por su nombre como bandidos y subversivos, yo observaba en la pared detrás de su escritorio lo que parecía ser una foto de él posando con el dictador chileno Augusto Pinochet. En momentos como ese, los peligros del trabajo en derechos humanos se hicieron mucho más que evidentes.

      En la noche del 16 de mayo de 1998, un grupo grande de hombres armados, vestidos con uniforme militar, asesinaron a siete personas y secuestraron a otras 25 en Barrancabermeja. Miguel, un voluntario de las Brigadas proveniente de España, nos llamó para darnos la noticia. En ese momento, él estaba acompañando a Osiris Bayter, la entonces presidente de la Corporación Regional para la Defensa de los Derechos Humanos (Credhos). Los detalles aún no eran claros y nadie sabía exactamente cuánta gente había sido asesinada. Nuestros temores e incredulidad fueron alimentados por rumores y por desinformación. La lista de muertos, hombres y mujeres jóvenes, era actualizada de boca en boca. Durante la semana siguiente, Barranca fue escenario de la mayor protesta en toda una generación. Pasamos cinco días con sus noches acompañando a los activistas de distintos grupos locales, en tanto ellos permanecían en vigilia en las barricadas que habían levantado en puntos estratégicos alrededor de la ciudad. Turnándonos en la oficina de las Brigadas de Paz escribimos informes sobre lo que estaba ocurriendo y los enviamos a grupos de derechos humanos alrededor del mundo, incluyendo Amnistía Internacional, Human Rights Watch, la Oficina de Washington para América Latina (WOLA) y el Comité Inter-Iglesias Canadienses Pro Derechos Humanos en América Latina.

      La masacre del 16 de mayo y el paro cívico que tuvo lugar en consecuencia ocurrieron en una época en la cual los activistas de derechos humanos en Colombia estaban adquiriendo un perfil internacional cada vez mayor como críticos de la revitalizada guerra de las drogas de Estados Unidos. Antes de los ataques terroristas al World Trade Center el 11 de septiembre de 2001, Colombia era una de las principales preocupaciones de la política exterior del gobierno estadounidense. En junio del año 2000, un paquete de ayuda militar de 1300 millones de dólares fue aprobado por el presidente Bill Clinton tras más de un año de debate público. Los grupos de derechos humanos buscaban impedir el llamado Plan Colombia, al exponer los vínculos entre las fuerzas armadas colombianas y los escuadrones de la muerte de los paramilitares. Para hacerlo, muchos se apoyaron en la historia de Barranca como un ejemplo admonitorio.4 A medida que el Plan Colombia era discutido por el Congreso de Estados Unidos, decenas de activistas de derechos humanos colombianos viajaron a Washington, D.C., a convencer a los legisladores para que no aprobaran lo que llegó a ser un plan ligeramente velado de contrainsurgencia. Los miembros del Partido Demócrata de mente liberal insistieron en la asistencia humanitaria para los miles de personas que con certeza serían desplazadas por el empuje militar financiado por el Plan Colombia hacia el sur de Colombia controlado por los rebeldes.5 Los oportunistas estaban a la orden del día en busca de contratos para compra de armas. Tras una visita a la zona en el año 2001, Adam Isacson, observador de Colombia de vieja data y crítico perseverante del Plan Colombia, escribiría: “A medida que Washington se acerca más al largo y sangriento conflicto de Colombia, Barranca nos ofrece un adelanto de la pesadilla que se acerca”.6 La cantidad de organizaciones internacionales presentes en el Magdalena Medio se incrementaría notablemente durante aquellos meses y años.

      A pesar de la atención dada a Barrancabermeja, los trabajadores de derechos humanos tendrían que encarar nuevos y terribles desafíos. A medida que el Plan Colombia entraba en efecto, las conversaciones de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia se fueron a pique y la violencia política en el Magdalena Medio se incrementó. Yo me marché de Barrancabermeja en diciembre de 1998, pero seguí trabajando para las Brigadas de la Paz en el proyecto de Colombia hasta el año 2003. Durante mi trabajo en la organización viajé con regularidad entre Washington, D.C., Ottawa, Bogotá y Barranca para ayudar a convocar grupos de la sociedad civil, diplomáticos, legisladores y ciudadanos comunes y corrientes en pro de la defensa de los trabajadores de derechos humanos. Durante los últimos meses, de la eventual conquista paramilitar de la ciudad en el año 2001, pude retornar a Barranca varias veces. En ese tiempo aprendí que mucho antes de que Barranca fuera conocida como una de las ciudades más violentas, en uno de los países más violentos del mundo, había sido un modelo de organización de los movimientos sociales. Cuando regresé a realizar la investigación para este libro en el año 2005, encontré a Barranca transformada. Los paramilitares ejercían ahora un control casi hegemónico sobre la política y la economía de la ciudad. Frustrados por los reveses que habían sufrido, pero decididos a neutralizar la continua amenaza de violencia, muchos de los activistas con quienes hablé se encontraban en un estado de reflexión. Durante nuestras conversaciones me enteré de cosas extraordinarias acerca de los movimientos populares de la ciudad y de su relación con el reciente contexto


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