Hablando claro. Antoni Beltrán
aún se le debe añadir otro precepto, el de estar perpetuamente obligado a estudiar todas las novedades que se le ofrezcan dentro del hermético mundo de la medicina. Esencialmente, ese es uno de los problemas que, en estos tiempos, se evidencian en el desarrollo de su labor, donde el médico se ha transformado, a la vez, en un funcionario sin tiempo para actualizarse.
Como ya argumentaba, solo es necesario retrotraerse a las primeras maneras de curar de la historia conocida. Estas se efectuaban por medio de «conjuros», que se establecían con los espíritus causantes del mal. O buscando el amparo de los buenos espíritus, para que intercedieran en favor del ser postrado. Se ha de reconocer el valor de aquellos sacerdotes, brujos, chamanes, o como se les quiera denominar, de qué modo se atrevían a iniciar una conversación, por medio de las evocaciones o súplicas, para expulsar de allí al maléfico que, según se creía, poseía a aquellos desgraciados seres, presos de la enfermedad.15 Pero atención, «lo que sin saberlo estaban ejecutando, era la curación a través de los campos morfogenéticos que ya he nombrado».
Representaba, para aquellas esforzadas gentes, adentrarse en el mundo de lo desconocido. Curioso, sí, porque hoy, aunque de otro modo, está sucediendo lo mismo. ¿Acaso la lucha contra la enfermedad no representa, en algunas ocasiones, zambullirse en un espacio donde se penetra en un cosmos lleno de incógnitas y de dudas? En el que la respuesta que da un organismo difiere totalmente de la que se obtiene de otro. Esto se reconoce con la afirmación: «No hay enfermedades, sino enfermos». Y en esta réplica, pueden influir un montón de factores, genéticos y de otros tipos; cabe destacar «la región del mundo» y, de un modo más concreto, «el distrito de la ciudad donde se habita».
Componentes que, en mi opinión, la medicina, tan tecnificada de hoy, no tiende a valorar excesivamente. Diría más, a pesar de que muy a menudo se hacen evidentes esos factores, se desprecian, pero solo es por ignorancia, ya que se tienen como elementos distorsionadores de la posibilidad de curación. Es precisamente ahí donde se pueden encontrar actualmente «esos malos espíritus». Confundidos dentro de ese marasmo «de información harto tecnificada». Parece que, la enfermedad, es lo único a vencer. Obviando que el que verdaderamente la sufre es el enfermo.
Desde hace algún tiempo, distintos especialistas de enfermedades de difícil curación reconocen públicamente que, en casi todas ellas, se encuentra, en el desarrollo de la propia dolencia, un «detonante psíquico». ¿Eso podría representar la localización «de los metafóricos malos espíritus» que, hoy, embargan la salud de los enfermos? No podría ser de otra manera, lo que siempre ha acosado al Homo sapiens han sido sus propios miedos. Temores causados por el sentimiento de culpa que le persigue allí donde quiera que vaya. Para abundar más en el asunto, diré que esos miedos se pueden conjugar con situaciones sufridas por las personas que, según sus creencias, han podido incumplir. A las que también podríamos incluir otras, como son: el fallecimiento de un ser querido, separaciones no deseadas y sucesos como la falta de empleo y cualquier cuestión desencadenante, en torno a estas circunstancias.
Todo esto puede dar una idea de la pesada carga que recae sobre la responsabilidad de pretender curar. Si bien, aunque pueda resultar, como mínimo, sorprendente, esta es una de las causas que, en la actualidad, tiene que luchar el médico. Sí, me estoy refiriendo a la creencia, sea o no consciente, que se enferma por culpa de comportamientos indebidos, propios o ajenos. Ya no es solamente por los síntomas que pueda padecer. Porque en el caso que no se evidencien, se debería aceptar que no hay enfermedad. No obstante, eso, en ocasiones, no resulta suficiente. Ante la necesidad que se le garantice una salud segura, «se someten voluntariamente a chequeos, que pueden conllevar, la esclavitud del diagnóstico».
En este particular, formalmente, la apariencia del supuesto enfermo es poco determinante; lo que se valora son las pruebas analíticas. Cuando sus resultados concretan la detección de posibles células tumorales, se inicia inmediatamente todo el protocolo previsto en estos casos y se procede a extirpar la zona dañada. Y… Sí, ahí es donde la literatura científica difiere. Pues considera que, una determinada cantidad de este tipo de células bien podría haber sido absorbida por el propio organismo, de haber dejado que la naturaleza hubiera seguido su curso.
Se ha de aceptar que, aunque se desconozca lo que en realidad motivó la enfermedad y no se haga por «supuestos» que, en el momento de ser superados, se quedan en el olvido. Como si aquella antigua afirmación no hubiera perjudicado en nada la curación del enfermo. Solo con el fin de salvaguardar la verdad de una medicina que, continuamente, debería estar en entredicho. Esa sería la máxima de esta importante aportación humana, mantenerla seguidamente dentro de un análisis de aprobación, esperando que una novedad venga a sustituir a otra. Para abundar más en esta afirmación, se me ocurre añadir esta frase: «Eppur si mouve», que supuestamente pronunció Galileo Galilei, después de abjurar de la «visión heliocéntrica del mundo», ante el «Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición».
Por si alguien pensara qué motivos tengo para haberme acogido a dicha frase, la respuesta no puede ser más evidente. En mi criterio, basado en conversaciones que he mantenido con algunos médicos, estos, como ya he comentado, me han manifestado sus dudas, si para la curación del enfermo es suficiente la administración de fármacos o, por el contrario, deberían intervenir también otros mecanismos.
Mecanismos que, por lo general, son precarios en los hospitales y en la asistencia clínica. Puede parecer correcto aceptarlos cuando se plantean en petit comité, pero en el instante de usarlos, la cosa es muy distinta. Puesto que allí, con más facilidad de la que sería deseable, es habitual que se escuchen palabras o comportamientos poco adecuados. Componentes que se podrán resumir dentro de la lectura de este capítulo. Ahora bien, honestamente, debo de reconocer que lo que planteo en él solo es un esbozo, ya que la profundidad del asunto se merece un desarrollo mucho más exhaustivo, y esto es lo que propongo dentro del ensayo. El hecho de conseguirlo es el desafío que me he impuesto.
Después de esta reflexión, creo preciso hacer hincapié en por qué insistimos en creer que enfermamos. Ahora que parecen superadas aquellas épocas, donde todo tenía que ver con supersticiones, brujerías, hechizos y cosas parecidas, ¿cierto? Sin embargo, por las investigaciones que he hecho al respecto, tengo que indicar que no del todo. Debido a que es esa búsqueda de la seguridad lo que provoca en ciertas circunstancias que el celo de la medicina se extralimite, haciendo eso que se ha venido a llamar «sobrediagnósticos», siempre, supuestamente, de buena fe. Si bien, no podemos sustraernos a la voracidad de ciertos «laboratorios farmacéuticos». Y que el ejercicio de la «clínica privada» lo consideren también un negocio que, como tal, debe ser lucrativo.
A todo esto, le ayuda el sentimiento de culpa que padecemos, por el gran temor a enfermar. Pero, independientemente, hay otro factor que puede influir en las tribulaciones de la persona: «el propio médico». No se puede negar «que el profesional, como tal, es una entidad patológica en sí mismo». Y este, más a menudo de lo que se suele pensar, «teme quedar atrapado por la propia dolencia que está observando en el enfermo, mediante lo que se podría considerar un efecto de transferencia». Precisamente, es ahí donde entra en juego su propio modelo mental. Quien, además de intentar entender qué le ocurre al organismo del doliente, no le será suficiente, a riesgo de no llegar a comprender su propio «estado psíquico». Es en esos momentos donde, sin saberlo, juegan un papel fundamental la influencia de los campos mórficos.
Sospecho que esta afirmación podrá sorprender a más de un profesional de la salud. Pero, si se reflexiona, igual que el clínico puede sufrir sus miedos interiores, también y en la misma medida, los padece la persona que está visitando. Aunque, en según qué circunstancias, con el agravante que quien está intentándolo curar puede ser el causante involuntario de la situación que está padeciendo el enfermo. Esta cuestión se evidencia notablemente por la gran cantidad de profesionales «que padecen adicciones».
Adicciones que, oficialmente, se justifican en gran medida al estrés que supone visitar en un tiempo, que resulta insuficiente, y a la responsabilidad de acertar en los diagnósticos. Pero, según las encuestas, la cosa se agrava aún más, trasluciéndose en la cantidad de suicidios que superan en más del doble a la población en general. Cuestiones que no acostumbran a ser aireadas. Los motivos son dos, el gran corporativismo, pero