Cuando íbamos a ser libres. Andrés Estefane
evasiones de la parte del reo que producirán en el ánimo del juez la duda y la incertidumbre, no emanando de ellos aquella luminosa e incontestable evidencia, sin la que declarar la existencia de un delito es un arrojo, y castigar a un acusado puede ser una injusticia. El pensamiento es un Proteo cuyas formas se escapan con la mayor velocidad del ingenio más agudo que procura fijarlas. La ley es casi siempre demasiado vaga para él. Solo el sentimiento y la conciencia pueden desplegar todos sus dobleces, y seguirlo en todos sus vaivenes. Es pues la conciencia sola, independiente de toda indicación particular de la ley y de toda forma judicial, la que debe comenzar, y que comienza realmente entre los pueblos libres e ilustrados, los juicios de imprenta. Tergiverse cuanto quiera, en medio de sus frases encubiertas, de sus anagramas, de sus alusiones y de todas las astucias acostumbradas de los escritores el reo de un delito de imprenta, el juri se convence de su culpa, y no deja al juez la menor causa de duda. El efecto que hace en el ánimo del público un escrito sedicioso, no puede dejar de producirlo al mismo tiempo en el ánimo del juri. El pensamiento ya no puede escaparse.
Mas, con respecto a los delitos por abuso de libertad de imprenta, hay que hacer una consideración, que debe hacerlos distinguir de todos los demás delitos. El daño que pueden causar es tan rápido, tan extenso y deja trazas tan profundas y duraderas, que sería una locura fundar en la sola ley la esperanza de remediarlos. El otro medio que hemos indicado arriba, sirve a veces para castigarlos, más que la misma ley; los persigue hasta donde pueden llegar, y previene sus funestas resultas. Los temores que ha inspirado en los tiempos pasados la libertad de imprenta por los abusos y los peligros que podía ocasionar, han cesado desde que la experiencia ha demostrado que en el uso de esta misma libertad existe un recurso infalible para repararlos y prevenirlos. El remedio, dice Bentham, sale del mal mismo. Los conocimientos ninguna ventaja podrán dar a los malos, sino en cuanto tengan la posesión exclusiva de ellos. Un lazo conocido deja de ser un lazo.
Pudiendo el gobierno hacer uso de aquella misma libertad de imprenta que la ley concede a todos, los impresos sediciosos, pierden una gran parte de su veneno. El pueblo es siempre imparcial; o si, tratándose de una disputa política, tiene a veces alguna inclinación, solo puede ser en favor del orden en que está interesado. El pueblo aplaude siempre a los escritores que atacan con energía y firmeza los abusos que comprometen la propiedad, la seguridad y la libertad de las personas. Si el gobierno incurre en estos abusos, los escritores liberales tienen la opinión en su favor; mas, si los escritores que toman este nombre, han levantado en realidad el estandarte de la sedición y de la anarquía, si por sus impresos se halla amenazado el orden público, la opinión está por el gobierno. La libertad de imprenta puede salvar al Estado.
Nos resta hablar de los abusos de imprenta que atacan el honor y la buena opinión de las personas. Las penas que la ley les inflige deben variar según los lugares y los tiempos; y deben en todo caso asegurar la proporción entre el castigo y el daño que han podido producir. Una ley que ha fijado en seiscientos pesos el maximum de estas penas, parece no haber calculado lo suficiente los perjuicios que puede causar una calumnia. Las leyes de Inglaterra son severas sobre este punto; y sin embargo los escritores de aquella tierra clásica de libertad, no parecen todavía satisfechos con ellas. Yo quisiera, dice Cobbet, que la pena de la publicación de una falsedad voluntaria fuese la deportación, cada vez que con ella se hiere realmente la reputación de un hombre, sea cualquiera su posición social. Una venganza completa es debida a los sentimientos de un hombre falsamente acusado. ¡Dichoso el país donde el honor se estima en tan alto precio!
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