Imitación del hombre. Ferran Toutain
a explayarse de manera larga y vehemente sobre su vida íntima, los papeles sexuales que ha representado, las máscaras que el amor le ha obligado a ponerse. También la arrastra la angustia de ser quien es, de no poder ser nadie, y la nueva condición de Elisabet, la condición de la mujer que ha decidido dejar de ser una persona, se le acaba imponiendo como una verdad ineludible. Al final, ella es también Elisabet; lo es hasta el punto de encajar en su propia cara la máscara de la actriz, destino anunciado ya en el cartel de la película, donde ambos rostros, el de Alma y el de Elisabet, se funden en uno solo. «Todo son mentiras e imitaciones —ha gritado Alma poco antes de esa transformación—. Todo.» Un modo espontáneo de proclamar que un hombre sin atributos consta de atributos sin hombre.
NOTAS
* En el original polaco de Ferdydurke, la novela donde aparece por primera vez esa distinción, Gombrowicz utiliza las palabras geba y pupa. La primera es una forma vulgar que se suele usar para referirse despectivamente a la cara de alguien, y la segunda es la palabra familiar habitual para designar el culo. En este mismo sentido, también utiliza a menudo el diminutivo pupcia, aún más infantilizante. La versión castellana de Ferdydurke, traducida en una cafetería de Buenos Aires por un grupo de escritores latinoamericanos dirigidos por el cubano Virgilio Piñera en presencia del propio Gombrowicz, consagró los términos facha y cucul, extraña forma esta última que se adoptó para derivar de ella el verbo cuculizar: infantilizar a un adulto tratándole de inmaduro.
** Alude a la obra de Gabriel Tarde Les lois de l’imitation, publicada doce años antes de la novela de Gide y que tuvo gran repercusión en su momento. El lector encontrará más referencias a esa obra en el capítulo octavo.
2
EL SENTIDO DE LA VIDA
[…] El conde de Grandsailles no solo usurpaba sus imágenes poéticas, sus profundas observaciones y su sentido de la realidad, casi brutal, sino que, además, imitaba el modo de cojear de su notario.
SALVADOR DALÍ, Rostros ocultos21
B. C. Yo creo que el terrorista juega a ser terrorista, que el juez juega a ser juez, que el hombre reposado está jugando a hacer ese papel de hombre sensato. Y así todos involuntariamente nos metemos en juegos por los cuales somos capaces de morir […]
G. S. ¿Cómo se puede salir de esos juegos?
B. C. No hay ninguna posibilidad, porque esos juegos son lo que se llama el sentido de la vida.
Conversación de Adolfo Bioy Casares con G. Scheines en El viaje y la otra realidad22
EDADES DE LA IMITACIÓN. En la infancia se imita tanto a los niños como a los adultos que uno quisiera ser, y los niños a los que más se desea imitar son aquellos que adoptan precozmente ademanes de adulto. A medida que pasan los años, va pesando más la imitación de los iguales. Empieza con la adolescencia y normalmente se mantiene toda la vida con la misma intensidad, aun cuando adopte formas más sutiles y estrategias más disimuladas. Se dice que la adolescencia es una etapa de afirmación del yo, y no parece que pueda ser otra cosa, pero nada muestra con tanta energía como la adolescencia que la afirmación del yo es en realidad la renuncia del individuo a singularizarse como individuo. El adolescente imita hasta la obsesión todas las características de los otros adolescentes, y, de este modo, se distingue de los adultos y de los niños: se trata efectivamente de una afirmación del yo, pero el yo solo puede ser colectivo.
La condición de adolescente se prolonga hasta la muerte: los señores y las señoras de mediana edad, dedicados en exclusiva a la repetición de frases al uso y a la producción de muecas idénticas a las de otros señores y señoras de mediana edad, no buscan otra cosa que la afirmación del yo; igual que los jubilados, que se colocan una gorra como los turistas, pero que, a diferencia de estos, no quieren contemplar monumentos y edificios perfectamente acabados, sino obras en construcción, pues saben muy bien que esa es la especialidad que les corresponde, como tampoco desconocen que la manera correcta de contemplarlas implica contraer los labios hacia abajo manteniéndolos en tensión, y adoptar una mirada de desconfianza, teñida de menosprecio, que en ocasiones puede llegar a chispear con unos matices de viva indignación. No hace muchos años, algunos de ellos ejercían el oficio disfrazados de patrón de pesca o capitán de la marina mercante, pero parece que ese modelo imitativo ya está actualmente en desuso, y que, tal vez por influencia de las películas americanas, poco a poco han ido adquiriendo más presencia las gorras de béisbol. Y aunque se puede ser viejo sin hacerse pasar por viejo, si uno decide profesionalizarse en ese campo, el juego admite pocas alternativas: peor efecto causan los que se esfuerzan en adoptar aires juveniles.
IMITACIÓN Y CONTRAIMITACIÓN DEL HOMBRE SEXUAL. Una tarde de los años sesenta, dos hombres mantenían cerca de mí una misteriosa disputa. La discusión fue subiendo de tono y, en un momento dado, uno de ellos, el más corpulento, de voz atronadora y cara encendida, gritó a pleno pulmón algo terrible:
—¡Así les metieran un palo de escoba por el culo cada vez que les pillan!
No entendí de qué hablaba, a quiénes quería que se les aplicase semejante tortura, pero imaginé una caña gruesa y astillosa (pues por aquella época los palos de escoba solían ser de caña), cumpliendo en algún pobre desgraciado la imprecación del destemplado personaje.
Las ideas recibidas se tragan sin conciencia, se endurecen en la bilis como un cálculo y se excretan al cabo de un tiempo con la única conciencia de la rabia. Tras excretarlas, el organismo se siente aliviado y se puede ocupar alegremente de otros asuntos. Sin conciencia, no hay ni raciocinio ni imaginación ni piedad. Es por ello por lo que, en nombre de las ideas recibidas, se han cometido todos los crímenes posibles.
Depuesta ya su piedra, el zafio sujeto de rostro endiablado fue recuperando los colores. Aliviado, relajado, sereno, casi podía pasar por una persona decente; y, con los vaivenes de su bondadosa papada, hasta se me antojaba gracioso y comprensivo. En otros organismos, las ideas recibidas también circulan por la bilis, pero no llegan a formar cálculos tan dolorosos. Por los días en los que escuché cómo aquel individuo secretaba su opinión con la suficiencia de un pelícano furioso, otros esparcían las suyas discretamente, como quien purifica el aire con un ambientador, unas veces sobre las mujeres ligeras, otras sobre los jóvenes degenerados, otras sobre los charnegos, y más a menudo aún sobre los mariquitas. Hablaban de ellos con sorna, a veces con algo de caridad cristiana, con aire festivo, con resignada paciencia, con una mímica prudente, pero siempre lo hacían como si fuese lo más natural del mundo, con toda la destreza imitativa de las clases medias.
En algún momento de la posguerra se dio el caso de un hombre vinculado a las letras catalanas, un distinguido señor de trayectoria catalanista y sólidas convicciones católicas, que fue detenido en una operación nocturna de la policía en un bar clandestino frecuentado por homosexuales. Cuando la noticia empezó a correr por los ambientes en los que aquel hombre de tan mala fortuna representaba la parte socialmente aceptada de su personalidad, no se le quiso dar crédito alguno. No era posible que un señor tan limpio y ordenado, tan excursionista, religioso y catalanista, que un maestro que fumaba en pipa como el mismísimo Pompeu Fabra, al final no resultase ser más que un miserable mariquita y en el grado más pervertido de esa condición. Y como tal cosa era sencillamente imposible, lo normal era hacer como que no había ocurrido. De modo que, una vez obtenida la certeza de que no se trataba de un error, todos volvieron a sus ocupaciones: el maestro de la pipa no había existido nunca, como la dama del expreso en la película de Hitchcock. De haber sido arrestado por las razones políticas habituales, en pocas horas se habrían movilizado todas las fuerzas vivas de la sociedad catalana, pero, como su detención obedecía a motivos políticos que no entraban para nada en las competencias que el gremio correspondiente se atribuía en sus funciones solidarias —y tomando en cuenta, por otra parte, que una implicación personal en el asunto podía hacer pensar que el interesado no reprobaba la conducta del detenido—, todo aconsejaba contemplar la situación con la mayor distancia posible.
Más o menos por la misma época, un compañero de trabajo de aquella doble víctima del franquismo oficial y del franquismo