Imitación del hombre. Ferran Toutain

Imitación del hombre - Ferran Toutain


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fácilmente identificable: lo han creado el ruralismo, el excursionismo, la hoguera campestre. También el seminario. Hay, en el catalanismo, una gestualidad muy característica que deriva en buena medida del pupilaje sacerdotal al que siempre ha tenido a bien someterse. Se trata de un tipo de personaje que, en ocasiones, cuando ha recibido aires ciudadanos, puede interpretarse con una cierta elegancia, pero en los individuos inclinados a la exageración adopta formas muy ordinarias. En muchos casos, la vulgaridad es extrema. Algunos catalanes profesionales cultivan la procacidad y la escatofilia como señas de identidad y consideran escaso de catalanidad a todo el que no se le asimila. Aun cuando no había pasado nunca de ser un actor secundario, el catalanista distinguido que no soltaba nunca una palabra malsonante y se mostraba prudente y obsequioso en el trato social ya parece haberse retirado para siempre de la escena. Haciendo gala de una fantasía digna de todo elogio, los novecentistas que siguieron a Eugenio d’Ors pintaron una Cataluña llena de humanistas y de gente aristocrática. Por el contrario, el paraíso independentista con que hoy se fantasea más bien quiere parecerse a unas fiestas patronales, con sus borrachos, sus cabezudos y su palco de autoridades.

      Si bien no hay ningún profesional de la nacionalidad que no resulte grotesco, es muy probable que el tipo de nacional español que inventó el franquismo constituya uno de los espectáculos humanos más hilarantes que se hayan contemplado jamás. Allá por el año 67 o 68, tuve un profesor de Formación del Espíritu Nacional que se desvivía por imitar, con la máxima fidelidad posible, todos los atributos del caballero franquista. Como no podía ser de otro modo, el hombre se esforzaba en cultivar un castellano a la altura de las circunstancias, y lo conseguía admirablemente bien, con un acento adusto, aplomado, imperial. Escandía las oraciones más absurdas como si fuesen versos heroicos y se dirigía a su forzado público, niños de doce o trece años, como si se dirigiera a una audiencia de procuradores en Cortes. En cierta ocasión, respondiendo a un alumno que justificaba con variadas excusas una ausencia, un retraso o el incumplimiento de una obligación, zanjó el asunto con una frase de la que tomé nota: «Ni qué decir tiene que tan inanes supuestos no merecen mayor atención». Entendimos por el tono —la frase era para nosotros completamente incomprensible— que a nuestro compañero no le esperaba un futuro muy alegre, y así fue: en la composición del personaje que ese profesor imitaba con tanto esmero entraba como elemento esencial la crueldad para con unos alumnos a quienes veía en todo momento como súbditos. «Señor Fanjul —dijo con ademán de pronunciar sentencia—, causa usted baja por una semana en la asignatura de Formación, y así lo hago constar a los efectos oportunos».

      Un día, en compañía de otro muchacho, le vi en la entrada de la escuela hablando con una señora que, con toda probabilidad, debía de ser su esposa. Movidos por la curiosidad, nos fuimos acercando a sus espaldas del modo más discreto posible y logramos captar parte de la conversación, que trataba de asuntos domésticos sin interés alguno para nosotros. Sin embargo, la sorpresa fue enorme: nuestro temido profesor hablaba en un catalán perfectamente genuino, con sus características eles velares y sus vocales neutras, como si hubiese nacido en Vic o en Olot. La habilidad de aquel sujeto con las lenguas y los acentos le capacitaba sin duda alguna para más altos menesteres, como habría dicho él mismo enfundado en su papel de profesor de Formación del Espíritu Nacional. Un hombre con una habilidad como esa habría podido aspirar con grandes posibilidades a una espléndida carrera de espía; pero no parecía que nada en el mundo fuera capaz de proporcionarle tanta satisfacción como adoctrinar a los niños de la escuela con la voz engolada y el porte marcial; nada le excitaba tanto como descollar, ante un público infantil, en la imitación de los hombres poseídos por las más puras esencias del Régimen.

      Poco después de este episodio, se nos presenta una mañana con su gabardina y su sombrerito de fieltro adornado con una pluma de canario. Deja el sombrero sobre la mesa, se desprende de la gabardina, la dobla parsimoniosamente e, hinchiendo el pecho con el orgullo de un mutilado de guerra que acabase de recibir una condecoración, señala el bordado que ostenta en el bolsillo superior de la chaqueta y declara: «Este escudo que veis en mi pecho me distingue como vocal de la ilustre Federación Española de Salvamento y Socorrismo, nombramiento que hace pocos días me fue concedido directamente por el mismísimo Caudillo. Al recibir de su persona tan alta misión, tuve el honor de estrecharle la mano, después de lo cual, un español que se precie bien puede morir». Tras el breve discurso, permaneció unos segundos en silencio, de pie, proyectando la mirada al fondo del aula como si contemplara el alba, y después nos anunció que no tenía más remedio que ausentarse brevemente para cumplir con un deber administrativo, y nos dejó solos. Pasados unos segundos, habiendo escuchado con atención cómo sus pasos se alejaban del aula lo suficiente para asegurarse de que no podía sorprendernos de inmediato, apostamos un centinela en la puerta y nos fuimos pasando unos a otros su sombrerito de fieltro al tiempo que imitábamos sus poses y su manera de expresarse. El último niño en recibir el trofeo se subió a la tarima, se lo colocó en la cabeza y, con la mano en el corazón y el cuello enhiesto, pronunció las siguientes palabras: «Después de lo cual, un español que se precie bien puede morir». Acto seguido lanzó el sombrero al aire con elegancia de torero y, cuando llegó al suelo, un grupo de espontáneos empezó a pisotearlo sin la menor consideración. En el momento en que el centinela de la puerta anunció con un grito precipitado que el profesor ya se iba acercando por el pasillo, alguien se empleó, con una técnica de puñetazos, a devolver al sombrero su aspecto original y, milagrosamente, terminó ese delicado trabajo de restauración justo en el instante en que el nuevo vocal de la Federación Española de Salvamento y Socorrismo entraba en el aula con las cejas arqueadas y las manos en los riñones, como si barruntara algo de lo sucedido, pero no advirtió ninguna anomalía y no tardó mucho en empezar su discurso del día.

      IMITACIONES PROFESIONALES. En una mañana de verano en la que probablemente yo no tenía mucho que hacer, me puse a observar con gran interés pero sin ninguna intención concreta a un hombre de unos treinta años con bata de faena y el pelo largo y ondulado (tenía todo el aspecto de trabajar como peluquero) que se paseaba por una galería comercial de Barcelona con un gesto torcido del labio, como el que se hace cuando se muestra incredulidad. Caminaba con los brazos caídos, de un modo un tanto desganado, pero procuraba sacar pecho y mantenía recta la espalda, como si en el tronco tuviera la diligencia profesional, y en brazos y piernas, aquella vagancia automática que acompaña las rutinas humanas. Sus movimientos me parecían tan bien adquiridos, tan bien adaptados a la situación, que casi me dieron ganas de imitarle. Era el suyo un estilo de moverse por el mundo en el que he reparado a menudo en personas que trabajan en mercados o grandes almacenes y que, a diferencia de los empleados de comercio, que suelen permanecer detrás de un mostrador, se ven obligados a desplazarse de tanto en cuanto. Sin duda alguna, el hombre hizo suyas esas poses y esos andares a fuerza de fijarse, sin ser consciente de ello, en las evoluciones de sus compañeros de profesión; no me parece que se le pueda buscar una explicación práctica, pues resulta evidente que andar de tan peculiar manera no le aportaba otra ventaja que la de constituirse en un ejemplar del grupo humano del que forma parte.

      Dependiendo de la importancia que conceda cada uno a la profesión que le ha tocado ejercer, las posturas gremiales diluyen a veces la vanidad de los individuos y a veces la enmarcan pomposamente. Apenas iniciada la década de los noventa tuve ocasión de contemplar, en una facultad de Periodismo, la marcha triunfal de un profesor que se dirigía a su aula con un abrigo tirado como una capa sobre los hombros y un largo habano entre los dedos. No recuerdo si en aquellos años aún era posible fumar en las clases, pero estoy seguro de que, por mucho que no estuviese permitido, a nadie le habría pasado por la cabeza el atrevimiento de llamarle la atención. Marchaba con la cabeza alta y el cuello tenso, como si se hubiera puesto un contrafuerte en el cogote, y tenía la estatura suficiente y la caída de ojos necesaria para mirar a los estudiantes y a los otros profesores que hallaba a su paso con una majestuosa distancia. El pensador y humorista Francesc Pujols —maestro, en ciertos aspectos, de la manera de discurrir de Dalí— cuenta en el libro de Artur Bladé Desumvila Francesc Pujols per ell mateix que al pintor Isidre Nonell no le bastaba su plena dedicación a la pintura; necesitaba además que la condición de artista se le viera inequívocamente reflejada en la cara. «No debe preocuparse por eso —le decía Pujols—, porque aunque no pintase, todo el mundo adivinaría, al verle, que es usted pintor.»23 Todo el mundo adivinaba, al verle, que aquel


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