Imitación del hombre. Ferran Toutain
entero de los atributos asimilables. En ese aspecto, la imitación del príncipe que narra Maupassant se parece mucho a la imitación del ídolo mediático tan propia de nuestro tiempo. Los centenares de jubilados norteamericanos que se han paseado por París o por Pamplona emulando a Hemingway en sus rasgos físicos y sus aficiones; los esfuerzos que durante un cierto período del siglo XX hicieron algunas caras, no necesariamente de científicos, por producir réplicas más o menos fieles de la fisonomía einsteniana, o los millares de imitadores de Elvis Presley que han hecho de la asimilación de los atributos externos del ídolo una forma de vida de carácter religioso (en los Estados Unidos incluso existe una iglesia cristiana dedicada al culto de Elvis Presley) son muy conscientes de su condición de imitadores, la cual se esmeran en mantener y perfeccionar en competencia con otros imitadores del mismo modelo, exactamente igual que el personaje de Maupassant. En cambio, los actuales imitadores del príncipe parecen ignorar por completo —y esa es una particularidad que llama la atención— que sus muecas, sus ademanes y el tono de sus voces están calcados hasta los más nimios detalles de la personalidad política con la que se mimetizan.
Pascal se pregunta por qué un cojo no nos irrita y sí nos irrita, en cambio, un «cojo de espíritu».32 La respuesta es que el primero reconoce que los demás andan rectos y el segundo cree que los cojos son los demás. En Lejos de mí, Clément Rosset cita este pensamiento de Pascal para explicar la naturaleza de la introspección narcisista, es decir, el ejercicio de exhibicionismo que se presenta como exploración del propio yo. «La introspección narcisista irrita —dice Rosset— porque es una forma de narcisismo que no tiene conciencia de ser narcisista, como el cojo de espíritu evocado por Pascal no tiene conciencia de tener el espíritu cojo.»33 En su versión contemporánea, la imitación del príncipe pertenece a la categoría de los cojos de espíritu, a la introspección narcisista. La inconsciencia con la que los imitadores actuales de los líderes políticos interpretan su papel distingue relativamente esa actitud de la del burgués de Maupassant y de otras manifestaciones ancestrales de ese fenómeno, como las que describe Elias Canetti en Masa y poder, pero forma parte de un mismo estado de cosas. Citando a Estrabón y a Diodoro, Canetti cuenta que, en la antigüedad, si el rey de Etiopía era mutilado en alguna parte de su cuerpo, todos sus cortesanos debían padecer la misma mutilación. También se refiere a diversos pueblos de Asia y África en los que los miembros de la corte imitaban constantemente los movimientos, las manías e incluso las indisposiciones del monarca.34 Esos casos son, con toda probabilidad, el núcleo arcaico de un fenómeno de cristalización de la masa alrededor de una figura llamada líder o ídolo, según si el contexto es político o cultural, de la que emanan todos los atributos de la identidad. Como señala Peter Sloterdijk en El desprecio de las masas, esa veneración de figuras sobresalientes, tan característica de la masa, significa «la radical subordinación de toda posible percepción de la realidad a la proyección».35 En tal estado —una de las variantes de la condición de hombre—, el individuo se personaliza por medio de la despersonalización, de la más pura y total despersonalización. La imitación contemporánea del príncipe, es decir, la tendencia del partidismo político a proyectar los atributos caracterológicos de sus dirigentes más destacados responde, en definitiva, al comportamiento ancestral descrito por Canetti, pero la modernidad la ha hecho pasar del estado de obligación al de devoción, y de este modo la ha transformado de jerárquica en igualitaria; si en las sociedades primitivas era el príncipe quien reclamaba la atención de sus súbditos imponiéndoles la mimetización, ahora son los súbditos quienes, mimetizándose por propia voluntad con la figura del príncipe, reclaman la atención de los otros súbditos.
METAMORFOSIS DEL HOMBRE. La imitación de un modelo de personaje necesario para imponerse en sociedad, o simplemente para sobrevivir en un determinado ambiente, no responde, en cierto sentido, a un fin muy distinto del que ha hecho surgir en algunas especies la facultad de adquirir los colores del entorno. Es, en primer lugar, una manera de protegerse de los ataques de los demás, pero también es una manera de procurarse el éxito en las transacciones con los demás, de hacerse reconocer por los demás como autoridad o de dejarse dominar por los demás para evitar mayores males. El proceso de mimetización no se limita a factores culturales tales como los hábitos del habla o del movimiento corporal —lo que en francés se encuentra perfectamente catalogado con las palabras allure y démarche, en general difíciles de traducir—, sino que influye de un modo muy visible en la evolución de las caras y en la forma que acaban teniendo los cuerpos. Por esta razón, suelen parecerse tanto entre ellas las personas que desempeñan una misma función, los empleados de banca, los estudiantes de Ingeniería o de Filología, los guardas de parques y jardines, las dependientas de farmacia… todo aquel que invierte una parte de su existencia en el cumplimiento de una obligación social o de una actividad profesional; y es por ese motivo por el que los que ejercen la función pública presentan un grado de homogeneidad tan extraordinario, porque en ese caso la entrega al personaje que corresponde al oficio es particularmente intensa y se presenta con visos de perdurar toda una vida; tan prolongada dedicación produce unas tendencias faciales y locomotoras tan útiles y prodigiosas como los cambios de coloración que experimentan ciertos animales con el fin de pasar desapercibidos.
Cuando estudiaba bachillerato tuve un profesor de lo que por entonces se llamaba Ciencias Naturales, un hombre de unos sesenta años mal llevados, de carnes flojas surcadas de arrugas, que se negaba a aceptar que la metamorfosis fuese un fenómeno limitado a insectos, anfibios y otras clases de animales. «Comparen ustedes a un bebé con un hombre como yo —decía con todo convencimiento— y sigan pensando luego que en la especie humana no existe la metamorfosis.». No me parece que el hombre andara muy desencaminado, pero su apreciación se limitaba a un aspecto puramente biológico, y en el ser humano la metamorfosis es doble: tanto o más pronunciada que la que se produce con el paso de los años es la que causa el mimetismo psicosocial. Comparen a mi flácido profesor de Ciencias Naturales con un conductor de autocar, un estilista de peluquería o un portavoz parlamentario de su misma quinta y sigan pensando que en la especie humana no existe la metamorfosis.
Los cambios físicos que se operan en un organismo humano en razón de las circunstancias en que ese organismo se ve obligado a desarrollarse obedecen tanto a estímulos de carácter frívolo —el seguimiento de una moda o la simple voluntad de asimilarse a las personas que uno suele frecuentar— como a impulsos de supervivencia en situaciones de extrema necesidad. En estos últimos casos, la transformación es aún más poderosa, inevitable, absoluta. Condenado a una sentencia de muerte que afortunadamente no se llegaría a ejecutar, abocado a la experiencia de vivir entre condenados en una prisión de Málaga en la que tuvo que pasar tres largos meses de 1937, el escritor de origen húngaro Arthur Koestler dejó escrito, en Diálogo con la muerte, un testimonio de gran valor sobre la metamorfosis del hombre:
Los delincuentes del «patio bonito» eran en su mayor parte tipos duros. Se parecían entre ellos de una manera asombrosa, aunque no todos tuvieran la cabeza rapada ni llevaran uniforme. Se parecían como se parecen las parejas que llevan mucho tiempo casadas y como los viejos mayordomos se parecen a sus amos.
Solamente pasé tres meses en la cárcel, pero ese tiempo fue suficiente para darme una idea de la importancia de ese mimetismo. Desde el primer día sentí que, en vista de mi nueva situación, debía mostrar cierta actitud y, la primera vez que el guardia me puso una escoba en la mano, asumí sin pensarlo un aire de evidente incompetencia, por más que en mis largos años de soltería hubiera adquirido una buena habilidad para manejar la escoba. El papel que debía interpretar —el de un inocente en el extranjero— se me ocurrió de manera automática y, luego, se convirtió poco a poco, a lo largo de las semanas y los meses siguientes, en un personaje cuya interpretación no requería de grandes esfuerzos por mi parte. Pude observar en un ejemplo viviente la influencia biológica directa que ejerce ese fenómeno mimético de coloración protectora.
Culpable o inocente, el prisionero cambia de forma y de color, adoptando el patrón que más le conviene para asegurarse las mejores condiciones de vida animal en el marco del sistema carcelario. En el mundo exterior, ahora convertido en sueño, se lucha por hacer carrera, por el prestigio, el poder, las mujeres. Para un prisionero esas cosas son combates heroicos de semidioses del Olimpo. Aquí, entre los muros de la cárcel, se lucha por un cigarrillo, por el