ApareSER. Víctor Gerardo Rivas López

ApareSER - Víctor Gerardo Rivas López


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      APARESER

      Este libro tiene un doble objetivo: analizar el proceso de configuración de la realidad a partir de su percepción y estudiar ese proceso en la época en la que se redefine el sentido histórico de lo figurativo; a saber, la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. Por razones que se aclaran a lo largo del libro, el análisis toma como hilo conductor la gran transformación de la plástica en el período que acabamos de señalar (sobre todo en la pintura), aunque también recurre a la literatura, lo que permite abarcar la compleja relación del arte con la cultura y, más aún, con la comprensión del ser del hombre que la filosofía y el pensamiento contemporáneos han desarrollado en paralelo con el trabajo artístico. Los cinco capítulos del libro siguen un claro orden expositivo y argumentativo, aunque es dable leerlos por separado si uno solo quiere un acercamiento a la temática que en cada uno se elucida y que se enuncia desde el título respectivo.

      Víctor Gerardo Rivas López es doctor en filosofía y PTC en la Maestría en Estética y Arte de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Pertenece desde hace muchos años al Sistema Nacional de Investigadores de México. Ha escrito varios libros sobre problemas de estética barroca, pensamiento hispanoamericano, cultura contemporánea y cine, así como múltiples ensayos sobre esos mismos temas.

      VÍCTOR GERARDO RIVAS LÓPEZ

      APARESER

      La poética de la configuración

      A Silvia Durán,

      una luz en mi camino y en mi alma

      que durará tantos como ellos,

      in memoriam.

      No absolute, no truth, no beauty, no idea, nothing but

      the whirlwinds of form, unresting, unappeasable.

      Aleister Crowley

      Agradecimientos

      En primer lugar, al Dr. Ángel Xolocotzi Yáñez, por su munificencia para el financiamiento de este libro y por el apoyo que siempre ha dado a la investigación y la reflexión filosófica.

      En segundo, al Dr. Arturo Aguirre Moreno, por su diligencia en el proceso de impresión.

      En tercero, a los Dres. Alberto Constante López y Gerardo de la Fuente Lora, por su paciencia y comentarios como primeros lectores de la obra.

      Introducción

      La teología (al menos la cristiana, si es que acaso hay otra) ha nacido cuando se ha hecho menester explicar eso de que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”; la estética (como lo mostraremos a lo largo de este libro) ha nacido cuando se ha hecho menester vivenciar eso de que “la carne se hace Verbo y habita entre nosotros”. No de una vez y para siempre sino todo el tiempo y en cada uno de los fenómenos.

      Desde su génesis, y a pesar de la incesante incorporación de nuevos temas secundarios a medida que la comprensión del tema se ha profundizado, el problema general de esta obra ha sido clarísimo para mí: cumplir con el imperativo fenomenológico y más en concreto husserliano de ir a las cosas mismas. Este imperativo es ya de entrada desconcertante, pues las cosas nos rodean por doquier y antes siquiera de que abramos los ojos al despertar están ahí en la anticipación del primer contacto con el mundo si es que, de hecho, nos han dado alguna tregua durante el sueño; pues aunque sea cierto que perdemos la consciencia durante él, hay una contundencia existencial que de un modo misterioso nos vincula aun en medio del dormir más profundo con la realidad a nuestro alrededor. A la luz de este inamisible contacto con las cosas, ¿qué sentido tiene que se nos ordene ir a ellas si siempre las tenemos al alcance de la mano y aun en nuestro fuero interno proliferan todo el tiempo como esas percepciones que no requieren mayor consistencia que un parpadeo para tomar posesión de todo nuestro ánimo? La respuesta, como es obvio, tiene que ver con el modo de darle sentido a esa permanente revelación de las cosas en medio de lo que llamamos el mundo, en el que y por el que junto con ellas nos percibimos a nosotros. Y aquí es donde se hace indispensable preguntarse, antes de por el sentido del imperativo fenomenológico, qué es una cosa (como veremos lo ha hecho Heidegger): si con “cosa” nos referimos a una entidad substancial (o sea, que permanece a través del tiempo y que podemos determinar de modo objetivo con la aplicación de un método ad hoc), he de confesar que no la veo por ningún lado. Ni siquiera cuando me capto a mí mismo logro determinar con rayana claridad un substrato o entidad substancial identificable como tal a lo largo del tiempo (por más que haya un temperamento inalterable que sale a la luz cuando menos lo espero a pesar de todos mis esfuerzos por modificarlo o “espiritualizarlo”). Al contrario: veo en mí una confusa sucesión de percepciones y estados de ánimo tan disímiles que termino por renunciar a defender que yo sea igual a ese muchacho de hace no sé cuántos años que me mira desde una fotografía de juventud o incluso al hombre que hace algunos meses ha comenzado a escribir este libro. Así que, al igual que a Cartesio, la percepción inmediata de mi ser me sume en la perplejidad respecto a qué sea yo o, por decirlo de otro modo, de qué tipo de cosa soy. Y si yo no lo logro respecto a mí, que sería lo más inmediato que podría captar, menos respecto a algo más. Esto muestra, en principio, que el imperativo husserliano no es una de esas frases deslumbrantes y finalmente hueras a las que son tan dados los filósofos y de las que tanto desconfía el resto de los hombres y que, por el contrario, apunta al problema de la captación de lo que nos rodea en todas las factibles dimensiones de lo real, es decir, en todas las factibles combinaciones del espacio y del tiempo en las que aparece: quizá el problema es que las cosas no se me dan en lo inmediato o de modo espontáneo sino en una percepción sui generis que involucrará por fuerza trabajar sobre el sentido del espacio y el tiempo que hasta ahora he dado por sentado o he simplemente relegado a instrumentos de medición como la disposición de los muebles en la habitación donde escribo o el reloj que me dice que ya llevo dos horas aquí. Y al hablar de estos dos términos recuerdo que según Kant el espacio y el tiempo son formas trascendentales de la sensibilidad humana, es decir, que son las formas en las que la experiencia de alguien en concreto (por ejemplo, yo ahora que escribo esta introducción) se abre a la de cualquier otro ser que se halle en una determinación distinta (por ejemplo, yo mismo dentro de tres horas, cuando quizá me arrebate la cólera y me haga desconocerme al dejarme llevar por ella o dentro de muchos años cuando en un alarde borgeano apenas me acuerde de que he escrito este libro). Las cosas, y yo entre ellas, dejan de ser esas entidades o substanciales u obvias cuya existencia consideramos natural y se muestran de súbito como determinaciones trascendentales con las que le doy sentido a lo que vivo de tal suerte que cualquier otro pudiese vivirlo a su manera si soy capaz de mostrarle cómo yo lo he vivido a la mía. Lo trascendental (es decir, la común referencia de lo que acontece a una estructura sensible que se comparte de acuerdo con condiciones que hay que determinar en cada caso de modo explícito) me da un acceso insospechado a las cosas y me hace ver que ir a ellas solo es dable si dejo de buscarlas como entidades substanciales y las inscribo en la experiencia que tengo de ellas, la cual siempre tiene un aspecto vivencial pues se convierte en el acto en forma de identificación para mí: este libro que he escrito también ha sido un modo de poner en juego mi capacidad de hablar con lucidez de su tema, de entrar en relación con el desarrollo de él al margen de la idea original que tenía al respecto. Por ello, no es igual saber algo sobre la historia de la filosofía o de la pintura a involucrarme con un pensamiento o un cuadro como modo de desarrollo integral o complejo de mi ser en el mundo fuera ya del ámbito de la filosofía o del arte (por ejemplo, en el ámbito de las relaciones políticas como las ha entendido el siglo XX). Y algo similar ocurre con un relato en el que tengo que discernir no ciertos rasgos estilísticos para cuya determinación basta y sobra algún formulario sino el modo en el que me descubre la contextualización existencial que implica la pérdida del amor que los personajes viven. Ir al cuadro o al relato, según esto, es ir a los modos en que se descubren los diversos sentidos del acontecer a mi alrededor y a través de mí y viceversa, es decir, como expresión mía respecto de ello. Las cosas (y yo como una de ellas) han entrado en una relación verdaderamente significativa conmigo que por la exigencia de apertura, de proceso y de certeza del imperativo (ir - a las cosas mismas) me veda


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