ApareSER. Víctor Gerardo Rivas López

ApareSER - Víctor Gerardo Rivas López


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sino de necesidades existenciales que tienen que satisfacerse conforme con el método que más que elegir hemos tenido que utilizar porque la realidad misma nos lo ha indicado. Y esas necesidades no tienen nada de psicológico porque, en vez de referirse a la constitución emocional de uno, se desprenden de la constitución intempestiva del sentido en la existencia (en este caso, a partir de una configuración que nos toma por asalto cuando menos lo esperamos y nos lleva a desarrollarla como si hubiésemos sido nosotros su origen). De ahí que el método fenomenológico, al reducir el aparecer sensible a formas esenciales (como, por ejemplo, la figura humana que ordena el espacio pictórico o una relación amorosa en cuanto fundamento de lo trágico) sirva para delimitar también los límites del saber personal si por esto se entiende la capacidad de articular lo real al menos en un cierto ámbito, con lo que subraya desde otra perspectiva su carácter de herramienta vivencial más que de conjunto de pasos para la obtención de un conocimiento verificable de modo objetivo (que es a lo que corresponde la idea común de “método”). Más aún, puesto que se trata de ir “a las cosas mismas” (es decir, como acabamos de ver, de situarlas en la dimensión espaciotemporal en la que pueden desempeñar la función expresiva que la existencia les asigna a través del artista), creo que el único sentido auténticamente filosófico de la fenomenología es el de proveer a uno de un método para hacer comprensible un proceso vivencial y en concreto configurador. Con esto, por otro lado, hago ver que no me interesa en lo más mínimo esclarecer ningún punto de la teoría fenomenológica. Y esto, que podría sonar a un imperdonable descuido, es, a mis ojos, una gran virtud de este libro. Pues, por extraño que parezca, la mayoría de los textos sobre fenomenología (y también, por cierto, sobre estética) comienza por la aclaración de algún punto obscuro de la tradición o por la exposición de la posición teórica del autor y solo después, si acaso, se ocupa de aplicar esa teoría a tal o cual forma de aparecer. Si esto me parece reprobable en cualquier campo filosófico, me parece doblemente reprobable en el de la estética, pues no se trata de comentar lo que alguna autoridad haya dicho, se trata de mostrar que la realidad existencial se hace significativa cuando uno la enfoca desde un determinado concepto (que aquí es el de “configuración”). Lo cual me lleva a responder una muy factible objeción: al partir de los fenómenos y buscar conceptos que permitan articularlos en el mundo de interrelaciones que plantea una obra de arte, ¿no caigo en el más puro subjetivismo? Pues si por este término entendemos un modo de pensar que se basa en la manera particular de ver la realidad que cada cual tiene, no cabe duda de que mi uso de la fenomenología es completamente subjetivista y que lo que comentaré a lo largo del libro no dejará de ser muy discutible, poco menos que una opinión sobre lo que me parezca significativo de un cuadro o de una novela. A lo cual respondo que como lo muestra (de nuevo) Cartesio, lo subjetivo no es en esencia un modo de pensar que apele a lo que uno ve en lo real de manera irreflexiva o acrítica bajo el imperio de la actitud natural; por el contrario, es un modo de pensar que ha pasado por la criba de la autoconsciencia que pone por delante los conceptos con los que interpreta uno lo real solamente porque ha percibido algo que se los sugiere y se ha tomado el tiempo indispensable para ver si la impresión de ello permanece. La subjetividad, en efecto, no es una forma substancial (por más que desde un ángulo psicológico parezca por momentos serlo), es el nombre que recibe el proceso de clarificación consciente de lo que uno es y piensa, por lo que no veo ningún problema en aceptar que mi uso del método fenomenológico es por completo subjetivista, es decir, me obliga a modificar todo el tiempo el vínculo perceptivo que tengo con este o aquel fenómeno. Y es que el riesgo de arbitrariedad que cualquier forma de subjetivismo afronta en este caso no tiene sentido porque aquí nos las veremos con formas de realidad que no es dable interpretar como a uno se le ocurra. Sin ir más lejos, los fenómenos y muy en concreto los artísticos, lejos de someterse al “punto de vista” del espectador común, demuestran la inadecuación de este, de suerte que en vez de que uno pueda siquiera reducirlos a ideas que a duras penas tienen consistencia, obligan a desarrollar el pensamiento a su máxima capacidad para dar razón de esos matices sensibles o expresivos que jamás se alcanzarán sin comprender el sentido de la reducción que el artista ha realizado en su obra. Como lo hace ver mejor que nada el ejemplo de la Mona Lisa, a menos que se plantee el problema de la presencia humana en relación con el paisaje y con la ambigüedad del ánimo (que son los tres vértices que delimitan la originalidad del cuadro), es prácticamente imposible que este último sea significativo desde el punto de vista estético por más que la industria de la cultura masiva o popular lo promocione como el pináculo de la retratística sin tomar en cuenta lo ridículo de su canonización (la cual tiene más que ver con el hecho de que cuando se lo ha robado un italiano se haya convertido de súbito en el símbolo del orgullo nacional francés).

      Para redondear mi reflexión sobre mi uso del método, quiero hacer hincapié en que al tomar en cuenta el riesgo de subjetivismo implícito en el hecho de partir siempre del análisis formal de ciertos fenómenos estéticos he llegado, creo, a una comprensión cabal de los mismos que propongo a lo largo del libro, sobre todo de aquellos fenómenos cuyo significado es en apariencia más abstracto (como el de “carne” o incluso “pensamiento”). Por otra parte, lo filosófico no está en el punto de partida ni tampoco en el de llegada, está en el nexo que se establece entre ambos: partir de un cuadro de Manet no es más ni menos subjetivo que partir de un fragmento de Husserl, aunque en este último caso se tenga la impresión de que se hace en verdad filosofía cuando quizá lo que se hace es historia de las ideas. Con esto en mente, he recurrido siempre al análisis de tal o cual obra para dar sentido a lo que digo aun cuando con ello parezca hacer más crítica de arte que filosofía, cosa que yo he evitado porque no me he ocupado de, por ejemplo, las influencias de un predecesor sobre el artista que estudio en un momento dado o de qué tipo de religiosidad tienen sus personajes o de si en verdad representa tal o cual estilo (que serían conceptos propios de la crítica o incluso de la historia del arte): solo he tenido en cuenta lo que me llevaba al problema de la configuración de la presencia humana en cuanto a través de ella hay modo de ocuparse de la espinosa relación del lenguaje y el pensamiento, por ejemplo. Y esta doble aclaración sobre el método y el sentido subjetivo de la reflexión me lleva a otro aspecto que también considero importante: que la elección de las obras en las que me baso solamente ha tenido que ver con su posibilidad de profundizar la percepción del fenómeno del que me ocupo en ese momento. Cierto es que la mayoría de ellas se encuentra en un rango temporal más o menos definido: el último cuarto del siglo XIX y los primeros tres del XX; pero como verá el lector, recurriré a otras que se encuentran en el origen y el extremo de la historia del arte occidental que ha sido mi guía más por formación y gusto personal que por otra razón.

      En el mismo tenor, creo conveniente mencionar el nombre de los dos únicos autores que de manera directa me han dado pie para desarrollar el libro como lo he hecho: Bachelard y Merleau-Ponty. El primero de ellos es una presencia implícita pero evidente desde el inicio en cuanto al igual que él trato de fundamentar un proceso fenomenológico como él lo ha hecho con la ensoñación o con las capacidades imaginativas que dan los cuatro elementos de Empédocles de acuerdo con cierto dinamismo sensible (como, por ejemplo, el del agua de un estanque o la del mar). Sin pretender mayor filiación con él, lo que me sorprende en Bachelard es la extraordinaria libertad con la que se mueve en la poesía francesa en busca de formas esenciales de la sensibilidad y la lucidez con la que acepta el riesgo de subjetivismo, él, para quien la formación científica bien podría haber sido una cortapisa y que, sin embargo, ha sabido mantenerla en las lindes de un conocimiento determinante que en nada interfiere con lo que Kant ha llamado “reflexionante”. Por lo que toca a Merleau-Ponty (cuya presencia es más que explícita), lo que ha aportado a mi reflexión ha sido la constatación del sentido hondamente filosófico que tiene el arte y muy en concreto la pintura merced a la comprensión originalísima que proyecta de la condición crítica de la percepción: no en balde, recordémoslo, durante siglos el término “pintor” ha sido prácticamente sinónimo de “artista”. Además, como la historia también muestra, la pintura ha llevado la voz cantante en la gran empresa de transformación estética de la realidad que se ha echado a andar con el Renacimiento y ha concluido (si Danto lleva razón) con el pop. Por ello es lógico que Merleau-Ponty recurra con tanta frecuencia a ejemplos pictóricos cuando analiza, por ejemplo, aspectos de la percepción o del lenguaje. Ahora bien, sin ocuparme en ningún momento de precisar el sentido de estos o de otros conceptos (sobre


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