ApareSER. Víctor Gerardo Rivas López

ApareSER - Víctor Gerardo Rivas López


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psicológica de la apariencia personal), que la configuración supera con lo expresivo de la figura.

      En tercer lugar, mi modo de tratar la configuración me ha llevado una y otra vez a hacer hincapié en la ambigüedad de lo existencial y lo estético. Sé que académica y críticamente esto es innecesario y quizá para muchos contraproducente (pues obliga a romper con la especialización de campos de conocimiento filosófico), mas no he podido menos que entroncar el análisis de la figura con la preocupación más amplia por el sentido de la existencia que la configuración nos revela y que advierto en todas las piedras miliares de la tradición filosófica a partir de Platón y hasta la hermenéutica. Y aquí invierto lo que acabo de decir: si para mí hay una plena identidad entre la configuración y lo antropomórfico es porque esto último, de hecho, obliga a reflexionar sobre la figura en general y no nada más en la humana. Como lo veremos sobre todo en el capítulo primero, con el término “figura” articularé una reflexión que atraviesa lo estético para identificar lo ontológico con lo lingüístico y lo esencialmente histórico por medio de lo simbólico. Si volvemos a la dificultad que he señalado en el proceso de configuración incluso de fenómenos que se sitúan en las lindes de la actitud natural (por ejemplo, cómo entender las instrucciones para realizar un movimiento gimnástico más o menos difícil para alguien bisoño), será obvio que la figura de la que me ocuparé a lo largo del libro va allende el antropomorfismo para abrazar otros sentidos del término que también juegan un papel decisivo en la existencia: el nexo entre figura y forma, por ejemplo, o entre figura y expresión y, sobre todo, entre figura e imagen, es un claro índice de que cuando hable de lo figurativo tendré a la vista la necesidad de mostrarlo en toda su complejidad filosófica. Esto, a su vez, obligará a realizar cruces entre lo filosófico y lo cultural que serán, no obstante, indispensables para quien intenta en todo momento ir al modo de ser en el que las cosas se revelan como motivos de desarrollo figurativo para el hombre y no como entidades que ocupan un lugar en el espacio durante un cierto tiempo.

      En cuarto y último lugar, mi enfoque aduna lo estético y lo artístico que aunque aparezca al final provee el marco de referencia obligado de todas las anteriores. Aquí la ambigüedad del proceso se debe a que me ocupo de la consciencia sociohistórica cuya dialéctica posromántica ha barrido con una comprensión anatómica de la figura para instaurar otra en la que irrumpen diversas fuerzas como la del espacio, del deseo o del lenguaje a costa de la naturalidad de lo psicofísico. Los cuerpos que comienzan a aparecer sobre todo en la pintura a fines del siglo XIX desfondan la anatomía bajo la presión de un mundo pulsional en el que el hombre de súbito se identifica más con lo animal que con la racionalidad trascendente de la metafísica que lo asimilaba a lo divino. Por supuesto, esa identificación no implica tampoco una vuelta ingenua a los orígenes del arte en la prehistoria y mucho menos a un naturalismo de acuerdo con el cual ciertas formas simbólicas son en última instancia puentes directos con lo totémico o con lo atávico, pues (lejos de ello) solo se da a través de una consciencia muy aguda de las contradicciones culturales y simbólicas del presente que nada tienen que ver con el sentido mágico y ritual de la pintura rupestre o de la Venus de Willendorf (aunque los artistas suelan justificar lo que hacen con tales antecedentes). De suerte que si bien comenzamos con un ejemplo exclusivamente estético (que tiene que ver con la relación intencional entre el dinamismo de lo real y la constitución de una sensibilidad sui generis), prácticamente de inmediato damos el salto a lo artístico pues a fin de cuentas hay que reconocer la extraordinaria potencia de cualquier obra (antes o después de la así llamada “muerte del arte”) para lanzarnos de golpe a un mundo sensible que si como naturaleza da visos de expresar lo que cada cual siente (y entonces hasta podemos abandonarnos a él sin tener que poner en jaque la condición psicológica de la sensibilidad), como obra pasa por encima de cualquier remisión al individuo creador. En la conocida anécdota de cómo Rilke ha comenzado a escribir las Elegías de Duino mientras caminaba en lo alto de un farallón vertiginoso, vemos cómo la vivencia de lo sublime ante un paisaje no tiene mayor sentido si no se convierte en una determinación histórica, es decir, en una obra que resultará difícil aun en el mejor de los casos pues desbancará lo que alguien considera esencial de acuerdo con su época. En otras palabras, a la hora de pensar en una “poética” he tenido en mente no tanto un conjunto de reglas para la creación de una obra (aunque en ciertos pasajes daré sin duda la impresión de ello) como la dialéctica de lo figurativo, el sentido y el mundo que vuelve a ponerse de manifiesto sobre todo en esas obras en las que creemos que nos complaceremos cuando lo único que hacen es obligarnos a suspender cualquier juicio acerca de la realidad porque desbordan nuestra capacidad de integrarlas en alguna forma de representación. En otros términos, las obras que han guiado mi reflexión han sido en su totalidad de esas que, en vez de invitar a la complacencia del espectador refinado, nos obligan a replantear lo que entendemos por el sentido de lo real. No son obras ni bellas ni muchas veces interesantes pero sí son modos de darse cuenta de que el devenir es tan enigmático para nosotros como lo ha sido en su momento para Hesíodo o para Heráclito.

      En una palabra, mi enfoque permite

      1 superar la oposición subjetivo/objetivo a través de la percepción de un ser que

      2 originariamente se da en relación con nosotros aunque no se confunde con ninguna representación pues

      3 tiene un dinamismo ajeno al del pensamiento aunque afín a este ya que

      4 corrige incluso la memoria y/o la proyección futura y también

      5 modula el sentido de lo real allende lo fáctico.

      Huelga decir que, en conjunto, esto supone hacer a un lado de golpe la actitud natural (que toma las cosas como cosas en sí) a favor de una percepción crítica o, mejor dicho, estética cuya temporalidad propia es por fuerza histórica, pues si bien en el horizonte de lo contemporáneo es donde como individuos experimentamos el carácter irruptor de la configuración, solo en lo histórico lo experimentamos como miembros de un mundo de la vida interpersonal. Esto sustenta lo que acabo de mencionar respecto a la condición ciertamente ingrata de varias de las obras que comentaremos adelante y de los conceptos filosóficos con los que intentaré explicar la función que juegan en los distintos ámbitos de la existencia (por ejemplo, en la comprensión de cómo o, incluso, de por qué ha desaparecido la idealización femenina en la pintura). Mas eso también hace más evidente la necesidad de una temporalidad irreductible o a la contemplación extática del espectador en busca de una experiencia sublime que en última instancia se queda en lo psicológico o, lo que es casi idéntico, al parpadeo del visitante de un museo en busca de entretenimiento una mañana dominical. Estos dos extremos de la percepción cultural chocarán de modo casi ineluctable con la exigencia de detenerse a veces por muchísimo tiempo en una sola obra aunque no haya alcanzado la categoría de “maestra” que mucha gente considera sinónimo de un sentimiento profundo y arrebatador por más que casi siempre resulte lo contrario: ¿quién no ha experimentado la desilusión de ver que la Mona Lisa es apenas motivo de aglomeración para fotografiarla desde el mejor ángulo pero difícilmente de algo más? Por ello, también existe la posibilidad de que la categoría de “obra maestra” se alcance por razones muy distintas a las que uno supondría desde la ingenuidad de lo museístico o institucional, de suerte que hay que recurrir de nuevo a lo histórico para que la sensibilidad salga del círculo de la complacencia subjetiva que todo el tiempo tiende a cerrarse sobre uno y se compenetre con formas fenoménicas donde lo antropomórfico se da la mano con lo antropológico, no en el sentido de una reflexión sobre lo humano desde el punto de vista de lo sociocultural y mucho menos desde lo popular o nacional (variantes vulgares del asunto), sino desde el muy conflictivo del ser como dinamismo expresivo o devenir en el que participamos de modo consciente solo cuando logramos romper con la actitud natural y con la condición mental o puramente psicológica de la configuración, para lo cual el arte es el mejor espolón.

      Quiero hacer unos breves comentarios sobre el método que he empleado aquí que, a tenor de lo dicho, no puede ser otro que el fenomenológico. Por principio de cuentas, creo que a la luz de lo que nos muestra Cartesio al hacer su autobiografía intelectual justamente en la primera parte del Discurso del método, cualquier utilización de uno en particular debe basarse en una aguda consciencia de la clase de pensador que uno es y (como contraparte de ello) de la clase de comprensión


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