ApareSER. Víctor Gerardo Rivas López

ApareSER - Víctor Gerardo Rivas López


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vida como unidad orgánica total me permita figurarme a un hombre como animal y viceversa; es que en cada ser hay múltiples fuerzas que desbordan sus determinaciones puramente físicas o naturales. Si es sorprendente ver cómo un garabato se identifica con el aspecto humano, es mucho más sorprendente notar en él gestos y actitudes que descubren un temperamento que justamente por lo grosero o hasta grotesco resulta inconfundible aunque no por ello sea más fácil explicarlo pues “es un movimiento del cuerpo o de una herramienta que se liga con él, para el cual no hay una explicación causal satisfactoria”.6 Y lo más curioso es que ese detalle que en la vida real podría ser desagradable (pensemos en qué será estar cabe un palurdo con el rostro colgado), en la figura en cuestión es grato porque corresponde a un ser que de entrada nada tiene que ver con las proporciones anatómicas o zoológicas: esta cabeza no es ni de hombre ni de perro, es de ambos a la vez, lo que le permite oscilar entre lo mítico, lo simbólico y lo estético (valores todos de la configuración que habrá que elucidar uno por uno). Así, la identidad caracterológica, que en los seres de carne y hueso es una determinación ontológica axial que nos obliga a verlos como individuos pese a cuantos defectos tengan (incluyendo, en este caso, la sosera), se refleja en estas figuras y prueba que a pesar de su insignificancia o lo incidental de su aparecer no son ni fruto de una imaginación febril ni representaciones arbitrarias que dependan del punto de vista de cada cual: es obvio para mí que no soy yo quien las proyecta, que ellas, al contrario, brotan por sí mismas quién sabe cómo y pasan por lo humano para ahondarlo aun a costa de su inteligibilidad o de su propia idealidad. Por ejemplo, que desde el primer momento un torso apenas definido me haya hecho evocar el suplicio de san Sebastián en lugar de, por ejemplo, hacerme ver cualquier otra cosa es un índice de que la figura es concreta y singular, y que no puedo captarla como me plazca pues su “forma de ser” (o, mejor dicho, de aparecer) se traza sin ambages en medio de la de las demás. Su carácter figurativo no la reduce a un trazo en la pared sino la integra en mi consciencia como posibilidad de figurarme a un santo en medio de su martirio cuando tengo años de no pensar en él. Y lo hace de tal manera que al referirme a san Sebastián no hablo de una representación general, pues tengo presente una imagen en concreto, la que aparece en un célebre cuadro de Mantegna con un despliegue anatómico verdaderamente hercúleo. O sea que no estoy frente a un mero signo abstracto sino frente a la imagen de alguien en un momento específico por más que la figura no sea más que un grumo de argamasa pintado de un amarillo que poco o nada tiene que ver ni con la santidad ni con el martirio (lo que aun sin quererlo me hace pensar en cuán difícil es llevar simplemente la idea que ha dado origen a estas reflexiones a un nivel discursivo para depurarla de todas las nebulosidades de la mera ocurrencia).

      Esta singularidad irrecusable nos lleva al tercer aspecto del fenómeno: que la figura aparece en un medio multiforme mas homogéneo en el por un instante es una protuberancia y al siguiente es una presencia inequívoca si bien tiende a confundirse con las que pululan a su alrededor. Esta doble posibilidad depende, claro está, de condiciones perceptivas como la luz, la distancia y mi postura, aunque también del tremendo empuje de todas las figuras que se hallan alrededor de aquella en la que me concentro, que tienden a desdibujarla para imponerse en el dinamismo perceptivo en el que también hay que considerar el del fondo que vuelve a surgir como irregularidad en el revoque. La identidad se constituye en estas circunstancias en un vaivén intempestivo entre lo que miro y lo que me figuro, de suerte que una vez que he captado una cabeza o un martirio es prácticamente imposible ver las protuberancias de la argamasa y, al revés, cuando tiendo la vista al revoque, las figuras pasan a segundo término aunque nunca desaparecen del todo (de hecho, cuesta mucho abstraerlas). La tensión de ambos factores es la esencia misma de lo figurativo y se encuentra como tal allende la oposición de lo objetivo y lo subjetivo, ya que no puedo olvidarme sin más de la argamasa que vuelve por sus fueros y tampoco puedo ver lo que me plazca pues hay un contorno que me obliga a pensar en Mantegna y no, por ejemplo, en Memelino (que también tiene una espléndida versión del suplicio de san Sebastián). O sea que la identidad del fenómeno es a tal punto evidente que me permite distinguir aun contra mi voluntad entre lo que veo ahí frente a mí y lo que, en cambio, me figuro.

      Antes de seguir, conviene que nos detengamos en esta diferencia entre figurarse algo y tener un punto de vista. Sin ir más lejos, el punto de vista tiene como condición elemental la posibilidad de adoptarse, de modificarse o hasta de abandonarse por propia voluntad en cuanto uno se percata justamente de que no permite captar lo que está en juego, con lo que nunca puede confundirse (a diferencia de la figura, que siempre se confunde con el medio en el que aparece, por lo que no puedo dejar de captarla como se da). Por otra parte, gracias a su carácter abstracto respecto a aquello que proyecta, cualquier otro puede determinar por su cuenta mi propio punto de vista y hacérmelo ver como estructura general (contra lo que sucede con la figura, que es singular y difícil de comunicar pues siempre implica una posición personal y un medio concreto). Por último, hay que subrayar que el punto de vista es dialógico, es decir, se define en el proceso de objetivación de aquello de lo que se trata y no cuando uno se esfuerza por comunicar lo que a pesar de ser absolutamente visible no es objetivable sin más, ya que puede mutar o desaparecer en cualquier momento y aun cuando permanezca exige, reitero, que la persona que deseamos que lo vea se coloque en un lugar específico o, mejor dicho, que lo encarne como nosotros lo hacemos.

      Más aún, esta identidad responde a la dificultad o más bien imposibilidad de expresar lo que veo sin convertirlo en una fantasmagoría absurda, de compartir mi asombro ante la fuerza con la que se despliega frente a mí como algo con sentido propio que, empero, no es dable objetivar o generalizar sin más pues la vivencia se agota en sí misma (lo que explica que a pesar de su perpetuo entrecruzamiento es imposible identificar por completo el aparecer y el lenguaje con el que se expresa). Las figuras están todo el tiempo a mi alcance en cada uno de los planos que constituyen este momento (psicológico, físico, cultural), algunas permanecen y otras no, mas en cualquier caso su unidad se despliega sin que ello me obligue a darles un valor representativo preciso (lo cual se compensa, sin embargo, con la carga estética que cada una aporta). O será que busco a toda costa ligarlas a alguna forma de trascendencia (sea ontológica o epistemológica) en vez de limitarme a hablar de ellas como lo que son, formas de integrar sensible o estéticamente lo humano en el mundo. Si, por ejemplo, fijo la mirada de nuevo


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