ApareSER. Víctor Gerardo Rivas López

ApareSER - Víctor Gerardo Rivas López


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desnudo, el suplicio a manos de los infieles) son bastante diferentes. Sin ir más lejos, lo multívoco de un fenómeno se entiende como sinónimo de vaguedad o difuminación, lo que podría pensarse con mayor razón cuando uno habla de una vivencia que parece hallarse a un paso de la mera alucinación y acerca de la que, por ende, podría decirse cualquier cosa que a uno se le ocurriera, como que no me acordaba de san Sebastián sino de Cristo aunque a fin de cuentas uno se asemeje al otro en una figura que todo el tiempo está a punto de desdibujarse en medio de los grumos del revoque (ahora mismo llevo un buen rato sin hallarla ahí donde se supone que ha estado desde el momento en que he reparado en ella). Esta asimilación de lo multívoco y lo difuso o más bien confuso se hace particularmente en relación con situaciones interpersonales, sean en concreto morales o no, y tiene casi siempre un sentido negativo: uno no sabe a qué atenerse cuando las palabras de alguien sugieren un doble sentido, lo cual es doblemente grave cuando la cosa que está en juego es de peso para cualquiera de los involucrados. En circunstancias tales, la multivocidad o, mejor dicho, la ambigüedad (como la llamaremos en lo inmediato) es indudablemente criticable ya que en vez de favorecer que uno actúe con mayor consciencia hace que uno se pierda ante posibilidades contradictorias. Y es que cuando hay que tomar una decisión importante debe contarse con directrices claras que abran un curso de acción, lo cual es fundamental también en el otro tipo de experiencia en el que la ambigüedad es injustificable: la determinación teórica de la realidad. Cuando en vez de que un concepto o una teoría nos hagan comprensible del modo más claro posible las manifestaciones de un fenómeno o lo integren en campos de conocimiento bien definidos lo dejan en las brumas de una explicación mal articulada no solo mantienen la ignorancia, sino que también la nutren con opiniones o puntos de vista que impiden, además, identificar el trabajo teórico con el valor vivencial del conocimiento que es perceptible en todos los grandes científicos:

      Es obvio que si la ambigüedad no tiene ningún valor ni en la esfera de la moral ni en la del conocimiento es porque en ambas hay por principio una determinación conceptual de la realidad que hace absurdo el juego de las apariencias del que brota la figuración: el valor de cualquier lazo interpersonal que se realiza a través del respeto a la dignidad de todos los seres humanos sin excepción o el de cualquier determinación teórica que persigue la objetividad del conocimiento obliga a eliminar la mínima vaguedad, lo que para la vox populi sería igual a eliminar la ambigüedad. No obstante, habría que preguntarse si ambos términos son sinónimos o si en el fondo poco tienen que ver uno con otro. Y aquí el fenómeno de la figuración vuelve a mostrar su riqueza como percepción elemental de la realidad, ya que cada una de las entidades que espontáneamente se perfilan entre los planos temporoespaciales, lejos de ser vaga o imprecisa como se supone que es, revela una singular consistencia que a pesar de lo incidental o más bien de lo dinámico triunfa por encima de las limitaciones del lenguaje con el que queremos hacérsela ver a alguien más. La figura, huelga decirlo, no es vaga o difusa, es más bien problemática pues obliga a tomar una posición determinada para captarla y una vez que ha salido a la luz tiende a producir otras tantas con las que, en primera instancia, nada tendría que ver si no fuese por el modo incidental en que surge: por volver a nuestro caballito de batalla, que la figura de un hombre a punto de hacer una reverencia nos integre a un proceso perceptivo en el que sin ceder en nada a la fantasía propia al final vemos el torso de un hombre semidesnudo que nos recuerda un cuadro que por su lado nos descubre otro muestra en conjunto que la ambigüedad se refiere en el plano perceptivo a la capacidad de cualquier figura para generar otras en el ámbito temporoespacial en el que aparece, lo que, por otro lado, conlleva el reacomodo total del espacio mismo. Esto, sin embargo, es solo la mitad de la cuestión. La otra tiene que ver con la percepción del entorno como un medio esencialmente estético en el que cada figura encarna el dinamismo del tiempo y del espacio sin perder, empero, su aspecto específico gracias a que las diferencias de un plano a otro realzan la continuidad vivencial desde la que se proyectan. Lo ambiguo está en la capacidad de la figura de hacerme ver de súbito la superficie donde se traza por sí sola y sin que yo tenga que echar a volar la imaginación, el momento en el que se integra con la de junto para formar una nueva unidad perceptiva. La potencia plástica del espacio se conjuga así con la expresividad del tiempo que le da sentido a algo tan extraño como la figuración en la que el contenido material y/o mental de la vivencia pasa a segundo término a favor del flujo estético, que solo se mantiene por la claridad con la que las figuras surgen sin cesar ante uno.

      Que la figuración sea incidental o más bien insubstancial (o sea, ambigua) no tiene, pues, nada que ver con que sea vaga o difusa; de hecho, si las figuras no tuviesen un perfil claro, no habría modo de percibir en ellas esa intencionalidad con la que se muestran como si solo lo hiciesen para uno en particular (y de ahí la dificultad de comunicarlas a alguien más a pesar de lo obvio de su aspecto). Más aún, esa ambigüedad intencional da pie para percibir la concreción del espacio que o aparece como una superficie plana en la que hay ciertas diferencias que dan relieve al fenómeno o se despliega en la multiplicidad de perfiles y entidades que en él se trazan. La ambigüedad intencional de lo plano y lo profundo hace que la percepción del espacio sea extraordinariamente compleja aun en el caso de una superficie con bordes bien definidos, y lo mismo pasa con el tiempo en el que un momento de distracción se totaliza en la consciencia de uno como lo que una identidad requiere para configurarse a través de la interrelación del presente y del pasado en el que se refleja y corrige la percepción: según uno, tal cosa ha ocurrido hace quién sabe cuánto, pero cuando por lo que sea la representación se transforma en figuración uno se da cuenta de su error: el recuerdo se asienta, por ejemplo, en la moda de hace una década, uno en la de hace tres. La claridad figurativa y la ambigüedad estética son entonces afines si no acaso idénticas, y ello explica desde otro ángulo por qué me resulta tan difícil hablar de este o de aquel fenómeno conforme surge, pues para hacerlo mis palabras tienen que ser igualmente expresivas y mostrar lo que vivo sin que se confundan con un mero desvarío que difumine la figura o (lo que es casi lo mismo) con una serie de pormenores que termine por deformarla. De nada sirve, pues, que el espacio sea ambiguo (o sea, generador de una identidad singular más dinámica) y se abra al tiempo de la percepción si al desplegar su potencia figurativa uno la confunde con una fantasmagoría mental que justamente es confusa porque no tiene que lidiar con las condiciones fenoménicas de la existencia en las que cada cosa aparece en un plexo vivencial donde se funde con el entorno y se revela como intencionalidad (por ejemplo, la de la moda de un cierto período que remarcaba la silueta en vez de ocultarla bajo muchos pliegues).

      Ahora bien, quizá el mejor ejemplo artístico de la ambigüedad figurativa que hasta ahora he analizado como un trazo que se continúa de modo incidental a otro para crear identidades elusivas se encuentre en esa serie de obras de Escher en las que el mismo trazo, en vez de proseguir serpentina y caprichosamente, perfila cuerpos con límites muy precisos como los de ciertos animales que surgen del espacio sin que haya en esencia solución de continuidad. Hay, al respecto, algunas variantes que merece la pena mencionar: en una versión de la banda de Moebio, una parvada de cisnes blancos avanza en primer plano hacia la derecha mientras el envés de la banda los muestra al fondo de color negro y orientados a la izquierda. En esta primera variante, la figura se reitera y se refleja en un espacio cuyo dinamismo es cíclico y no conoce otra modulación que la del giro que traza el símbolo del infinito, de suerte que la identidad del proceso se mantiene en todo momento. En cambio, hay una obra en la que se ve a cisnes similares a los anteriores (también de color negro, aunque en una posición ligeramente distinta) que vuelan hacia la derecha en tanto en los huecos que hay entre ellos se descubre un banco de peces blancos que nadan en la misma dirección. En conjunto, los dos tipos de figuras forman un rombo a la mitad del cual se invierte la coloración del fondo: en la parte superior es blanca para contrastar con los cisnes negros y en la inferior es obscura para hacer resaltar la blancura de los peces. Aquí, en vez de mostrar el dinamismo infinito de un espacio ideal en el que la identidad se reitera sin otra diferencia que la del lugar que cada una de sus figuras ocupa (como en la primera variante), se ve un cómo un espacio natural se metamorfosea en uno geométrico


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