ApareSER. Víctor Gerardo Rivas López

ApareSER - Víctor Gerardo Rivas López


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realidad como en las obras de Escher que integran tal o cual forma de ser en otra que le da su verdadera originalidad (el cisne, por ejemplo, ni siquiera llamaría la atención si no fuese por cómo se acopla al paisaje o a la banda de Moebio). Mas la totalidad, a su vez, requiere la participación de la particularidad antropomórfica para constituirse justamente como una figura de la realidad y no como una representación sin el menor valor existencial o estético. En buen castellano, aunque la configuración se despliegue a través de lo singular, su valor es universal pues plantea condiciones de existencia que la percepción saca a la luz. Lo cual muestra que la configuración como la entiendo aquí (es decir, como percepción antropomórfica o, mejor dicho, intencional concreta del dinamismo temporoespacial) jamás reproduce las determinaciones empíricas dadas de antemano (los relieves de una pared, la sinuosidad de un río al cruzar un valle) sino las integra como modos originarios del aparecer que, por supuesto, desmienten el carácter puramente mental o fantasioso del proceso o el físico de sus materiales al sacar a luz las tensiones ontológicas que se dan entre la identidad de un elemento y la función que cumple en la realidad.

      Hay, en consecuencia, un sentido profundamente perturbador en esta tensión que se entabla entre la figura y el sentido o, en otras palabras, entre el contorno y el entorno o entre la identidad y el devenir, y es que si bien hay incorporación aunque no haya movimiento (así como en cualquier rasgo hay un atisbo de lo humano), eso no significa que el proceso en su totalidad reafirme la preeminencia de la forma humana en la realidad. Ya hemos visto que hay híbridos que adoptan algún rasgo antropomórfico únicamente para hacer patente su condición grotesca o ridícula o que, por otro lado, la individualidad humana se encuentra rodeada por todas partes de los seres más extraños y que para trazar un espacio propio (si acaso tiene la capacidad de hacerlo) tiene que adaptarse al perfil que le ofrece el resto de los elementos que configuran la realidad, aunque ello implique el riesgo de perder su límite supuestamente natural. Y es que la acción que una figura lleva a cabo en cierto momento (aunque solo sea estar inmóvil ahí) antes que nada exige un espacio existencial para ello, que es justamente a lo que se refiere el sentido simbólico del término “lugar” como determinación de cualesquiera relaciones de la individualidad con el entorno. El lugar que la figura traza es así su identidad misma que puede o hasta debe modificarse para que el vínculo con el todo se mantenga pero que no puede jamás borrarse por completo pues entonces el proceso no tiene dónde realizarse y se reduce a una fantasmagoría, cosa que he negado desde el principio al insistir en que la configuración se echa a andar espontáneamente y como por arte de magia. Mas eso es solo la mitad de la cuestión, ya que la figura debe también integrar un espacio común en el que ningún elemento se mueve si no es por el dinamismo de la percepción que lo hace surgir del fondo y lo hace retornar a él. Y si ese espacio no tiene por qué ser permanente o absoluto (mal podría serlo ya que el contorno que lo identifica es infinitamente fluido), al menos tiene que trazarse por un momento para evitar el riesgo de la proliferación caótica de figuras que acabarían por devastar lo humano por completo o lo proyectarían de tal suerte que no podría integrar el resto de la realidad (como cuando alguien o algo literalmente no tienen cabida en un lugar determinado).

      Este carácter antropomórfico de la configuración constituye sin duda alguna su rasgo más enigmático ya que muestra que sin que haya reglas al respecto, hay límites para la organización temporoespacial de cualquier fenómeno, y esos límites se encuentran en el sentido que aquel pone de manifiesto para que quien percibe desarrolle su sensibilidad y lleve la configuración a algún plano del mundo de la vida. En otros términos, lo antropomórfico no tiene que ver tanto con la figura tal cual sino con la capacidad de integrar sensiblemente la estructura socioindividual de la existencia. Mas esto no será dable si la figura en cuestión es difusa, si tiene rasgos que se contraponen o si se limita a reproducir las determinaciones anatómicas del hombre sin tomar en cuenta que lo antropomórfico se refiere más a la concreción consciente de la realidad que a ciertos rasgos o cierto tipo de cuerpo (por lo que aun un garabato puede ser más expresivo que la fotografía de una persona de carne y hueso). Algo de esto lo hemos encontrado ya en el híbrido de Mosaico II que a pesar de sonreír es repugnante pues niega la cordialidad de su gesto con un atisbo de malignidad que no tiene cabida en la impenetrable continuidad temporoespacial que convierte a cada ser en un modo de la configuración total y de la correspondiente sensibilización. Y no es precisamente que la expresión del híbrido sea ominosa (más bien al revés), es que contrapone dos formas de ser sin en verdad fusionarlas: el rostro y el cuerpo en el que se injerta no tienen nada que ver uno con otro y la sonrisa se vuelve sarcástica o burlona, por decir lo menos (como lo hacen también ciertos muñecos que sonríen con amabilidad un segundo antes de animarse contra uno). De ahí que esta contraposición entre un detalle en apariencia grato y la imposibilidad de incorporarlo al proceso existencial llegue al paroxismo cuando la figura a la que corresponde se reproduce por doquiera y amenaza con invadir y devastar el lugar que cada cual define como propio aunque solo sea de manera provisional, como ocurre, v.gr., cuando uno se halla de paso en un sitio en el que no reside o en circunstancias que impiden que uno se mueva a sus anchas. En ese caso, la figura (aun cuando no tenga en sí ninguna característica desagradable y se vea inocua) se convierte en un elemento que silenciosamente nos amenaza y busca frustrar cualquier intento de nuestra parte por identificarnos con la realidad.


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