ApareSER. Víctor Gerardo Rivas López

ApareSER - Víctor Gerardo Rivas López


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como el punto de vista de cada observador. La estética, así, en el original interés kantiano por estatuir las condiciones que legitiman la experiencia en cualesquiera de sus modalidades lógico-epistemológicas, se refiere a la forma en la que un fenómeno se nos da, forma que por su parte adquirirá plena validez gracias a la acción del entendimiento. Hasta aquí, pues, no hay vuelta de hoja respecto a los alcances filosóficos de la estética. Sin embargo, justo en la medida en que hay que determinar en qué condiciones se capta un fenómeno, resulta indispensable ocuparse de esas clases de él en las que ni el espacio ni el tiempo se ordenan de acuerdo con el sentido de un cierto concepto (por ejemplo, el de átomo que determina lo que ocurre durante un proceso de fisión nuclear), sino por el desarrollo de un proceso imaginativo y sentimental que nos lleva a complacernos en el aparecer de la realidad (en principio natural mas también histórica) aun cuando no haya razones lógicas que lo justifiquen (máxime cuando hablamos de esos parajes en los que la desolación se impone a la necesidad psicológica de compañía): “bastarse a sí mismo, no haber menester, por tanto, de la sociedad sin por ello ser insociable, esto es, rehuirla, es algo que se aproxima a lo sublime, así como todo elevarse por encima de las necesidades”.32 En este segundo sentido, la estética se abre a la multiplicidad imaginativa y afectiva de una realidad en cuyo dinamismo parece intuirse una forma de identidad o un sentido que, no obstante, no hay manera de explicar con conceptos, como ocurre justamente con el fenómeno que ha sido nuestro hilo conductor hasta ahora: las figuras que saltan a la vista en las desigualdades de cualquier superficie o en las de la luz sobre los cuerpos, que se resisten al esfuerzo por reducirlas a la condición de espejismo o ilusión mas tampoco pueden generalizarse ni siquiera en el plano de lo personal: apenas acaba uno de verlas cuando desaparecen y no hay modo de volver a fijarlas hasta que por alguna extraña razón se hacen visibles de nuevo. Su identidad se liga, pues, a un dinamismo perceptivo tan aleatorio y contundente que no hay manera ni de explicarlo ni mucho menos de negarlo; o sea que no queda más que tomarlo como punto de partida de una reflexión acerca de la condición fenoménica del ser que se insinúa, se define o se repliega cuando menos lo esperamos y de cuya fuerza no podemos, sin embargo, dudar en virtud del sentimiento que nos despierta y de las relaciones en las que toma cuerpo, sea de una manera psicológica que ni siquiera llega a manifestarse o sea en la realidad artística que coordina la dialéctica cultural de una cierta época. En otras palabras, la reflexión que articula la condición imaginativa o más propiamente figurativo-sentimental de lo estético no tiene nada que ver con una introspección sino, por el contrario, con la capacidad de situar la labor artística en la unidad existencial de lo natural y lo histórico que fundamenta cualquier forma de cultura.

      En la dialéctica que vincula estos dos sentidos de lo estético (el teórico y el sentimental-imaginativo) y que enmarca la cuestión trascendental en la unidad imaginativa y teleológica de la experiencia se hace patente la necesidad de reconocer los límites de nuestra capacidad de entender y/o explicar el devenir de lo real que lo toma como una determinación causal general indiferente a la singularidad de la vivencia con la que cada uno lo integra en el plexo existencial; es decir, si la objetividad del conocimiento no depende de cómo lo insiera uno en su visión personal del mundo, sí tiene que modularse por todas esas posibilidades inasequibles o más bien irrealizables para alguien o para una cierta época en concreto a causa de la constitución fenomenológica de la sensibilidad como vida que nos proyecta a la diversidad fenoménica desde un ángulo psicológico y simbólico específico: por ejemplo, habrá momentos en que hasta el escéptico más recalcitrante crea percibir a su alrededor algo similar a lo que suscita en los viajeros la siniestra presencia de los sauces, mas de eso a darle cuerpo como ocurre en el relato hay una gran distancia y no solo en la invención literaria sino en la delectación respectiva, que para gente ajena a lo narrativo muy probablemente resultará absurda de principio a fin en la medida en que no logre contextualizarla en la dinámica imaginativa personal que se proyecta en un plano cultural e histórico. De ahí que, por ejemplo, el género de terror que se presta con tanta facilidad a mantener viva la idea o de un trasmundo que de súbito se nos revela o de una realidad donde actúan fuerzas inmanentes pero enemigas del hombre resulte un caso extremo de las posibilidades que el espacio y el tiempo nos ofrecen para dar a la realidad un sentido al unísono total, mas devastador en este caso, sentido que a su vez nos remite a lo histórico en lo que ciertos fenómenos como la guerra o los genocidios parecen confirmar que nos hallamos a merced de poderes que más que sobrepasarnos en un momento dado nos lanzan a un frenesí devastador no sin antes hacérnoslo ver para que el horror actúe allende las condiciones anecdóticas de la hecatombe respectiva que serán el hilo conductor de la narración, sea de terror o no. Se trata entonces de que vinculemos la violencia que nos asalta con la transgresión de un orden existencial omnímodo que debe castigarse aun cuando no haya sido voluntaria pues atañe al orden como tal y no a la siempre relativa intención del agente humano, que por ende debe aprender a actuar con cautela cuando entra en una región en apariencia solitaria mas pletórica de formas de vida ante las cuales la suya no tiene nada de excepcional (volvemos a que lo estético se refiere a una verdadera intrusión de lo sensible en el proceso de definición de la identidad de lo real y, en concreto, del hombre). Y es por ello que se hace indispensable reflexionar sobre cómo algunas configuraciones (v.gr., un paisaje boscoso en cuya espesura el tiempo parece perderse junto con el valor ideal de lo humano) expresan un sentido perfectamente comprensible a pesar de lo inverosímil de algunos detalles o de la estructura emocional de los personajes cuando se los considera por separado. La reflexión es así la puerta de entrada no al ámbito de lo trascendente como lo estructura alguna concepción metafísica sino al de la configuración como vivencia en la que la sensibilidad individual (que la mayoría de las veces se reduce a los estímulos del ambiente) se concreta en un juego de formas que, aunque no haya sido su obra, termina por verse necesariamente como si lo fuese: los sauces y las entidades siderales que campean en la región donde se hallan los viajeros hacen que el horror que los atenaza se le comunique al lector como una condición muy lógica en semejantes condiciones y no nada más como una ilusión que se desvanecerá en cuanto lleguemos al final del relato, por lo que cuando uno por casualidad se halle en un ambiente similar la configuración se actualizará aun como posibilidad imaginativa más o menos absurda que, sin embargo, hay que tomar en cuenta en vista de la omnipresencia de lo natural alrededor.

      La reflexión, que para Kant se realiza a través de un juicio sui generis en el que no intervienen conceptos sino imágenes que se concatenan de acuerdo con la idea de una final conformidad de la razón y la realidad (lo que implica que aunque no haya pruebas de ella es factible suponerla para darle unidad final al despliegue sentimental respecto a cualquier fenómeno), es así la piedra de bóveda de la estética y, más aún, de cualquier poética o conjunto de reglas que atañan a la configuración como el proceso de articular espaciotemporalmente un flujo fenoménico y una acción posible para el hombre, lo que exige, además, hacer a un lado cualquier planteamiento del proceso como una actividad inconsciente o hasta inefable que cualquiera puede interpretar como Dios le dé a entender. Lejos de esta postura (que en esencia se apoya en una vulgarización de la teoría romántica del genio creador que adelante criticaremos), un análisis estético de la configuración muestra que aunque prima facie la interrelación espaciotemporal de ella se antoje indescifrable (como ocurre cuando uno se coloca en un plano psicológico en el que un artista y un hombre común no tienen nada que ver entre sí), hay modos de comprender con suficiente claridad el orden compositivo de un cuadro o el narrativo de una novela sin por ello agotar las dificultades que conllevan los conceptos que intervienen en ese orden y que, de hecho, tienen que plantearse a la luz del encuadre estético. Lo que quiere decir que a reserva de que haya necesidad de conocer a fondo lo que en un determinado momento muestra un personaje en un cuadro alegórico o lo que piensa en un cuento costumbrista, lo cierto es que el valor teórico de eso tendrá que someterse al entramado estético que será el factor decisivo para concederle o no un valor propio a la configuración sin tener que pasar por el orden de los conceptos. Más todavía, la reflexión estética es independiente de la representación teorética y aun de la moral que en casos extremos como los que nos presentan la tradición a partir de los griegos o el arte contemporáneo a partir del final del siglo XIX parecería perder toda importancia si no fuese por dos factores axiales: en primera, por la exigencia de una final afinidad entre lo real y lo humano que sería imposible si las fuerzas naturales o históricas pasaran por


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