ApareSER. Víctor Gerardo Rivas López

ApareSER - Víctor Gerardo Rivas López


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de la pertenencia a una suerte de fratría en la que la historia entera de la humanidad se compendia no para volver a una original edad de oro o apuntar a un inalcanzable progreso, sino para continuar en la brega sin otro sentido que demarcar el imperio humano en el seno de la naturaleza, como le dice Acab a su segundo de a bordo cuando la caza está por comenzar: “Acércate, Starbuck; déjame estudiar una mirada humana; es mejor que perderse en el mar o el cielo; mejor que contemplar a Dios. Por la verde tierra; por el hogar; hombre, este es el catalejo mágico; miro a mi mujer y a mi hijo en tus ojos”.39

      Una forma de ser que no pasa ni por la intimidad ni por lo doméstico se despliega en una esfera casi mítica ajena a las condiciones sociohistóricas modernas y exige una comprensión estética sui generis, ya que de otro modo se reduciría o a la generalidad abstracta de lo grupal en la que cualquier vínculo con los demás se limita a la colaboración más o menos mecánica en una serie de tareas que se agota en sí misma (problema de la alienación histórica del trabajo al que responde el pensamiento de Marx) o (lo que sería aún peor) a la condición patológica que una obsesión como la que arrastra a Acab (problema de la represión histórica del deseo al que responde el psicoanálisis freudiano). Mas como al recorrer el mundo en el ballenero a pesar del peligro que eso implica uno da pie para que el tiempo se reconfigure y entonces lo que ha sido una mera casualidad (perder una pierna) se convierte en la auténtica clave de un destino heroico que es el de la humanidad en su devenir y que sin ese encuadre se quedaría en las aventuras de la vida en el mar que le salen al paso a la tripulación de cualquier embarcación, todos los detalles anecdóticos y la frustración se encauzan al unísono y las diferencias del temperamento o de posición en la situación que viven los tripulantes se coordinan sin perder su especificidad, como lo hacen los diversos órganos del cuerpo o la diversidad del pensamiento que desmiente la idea vulgar de que la razón es una y la misma con independencia de su objeto cuando (como demuestra la filosofía moderna allende los criterios universales o impersonales de validez lógica) siempre se realiza de modo singular: en efecto, fuera del andamiaje argumentativo del que eche mano el pensador en turno, lo cierto es que cada gran filosofía tiene un cariz tan propio que resulta inconfundible ya no digamos como sistema de ideas sino como exposición, textual (así, contrastan, por ejemplo, el modo más bien íntimo con el que argumenta Cartesio, sobre todo en las Meditaciones metafísicas, y el esquemático con el que lo hace Spinoza de principio a fin en la Ética). Ahora bien, esta unidad caracterológica solo es concebible como reflejo de la estética y viceversa, lo que significa que un entrelazamiento espaciotemporal como en el que actúan los personajes de Moby Dick obliga a vivirlo con el mismo ánimo por más que en términos emocionales cada miembro de la tripulación mantenga su sensibilidad, como se aprecia en la escena que acabamos de analizar en la que la mirada de un subordinado con el que solo se comparten los riesgos del viaje es de súbito lo suficientemente profunda como para darle presencia a quien uno ama. Por otro lado, en esa mirada se percibe también el cuadrante del mundo con una riqueza en el detalle que hace absurdo invocar la de Dios, que en caso de que a la postre exista solo contemplará al mundo desde una eternidad ajena a los vaivenes del destino que son los que hallan su identidad en la del espacio y el tiempo que literalmente se le viene encima al hombre en la espantosa mole de la ballena.

      Esto último hay que subrayarlo: Moby Dick es como tal la figura del destino al que hay que enfrentar aun cuando se sepa que será casi imposible vencerlo, y esta consciencia, por más temeraria que sea, tiene un sentido propio que obliga a echar mano de todos los motivos imaginativos que el océano despliega en el curso de cualquier travesía en la que se ponga en juego la existencia, que desde este ángulo sobrepasa con creces la que el medio terráqueo ofrece para quien, como Ismael, anda en busca de aventuras no por mor de ellas sino por conocer y aquilatar el mundo. Mas como esta búsqueda de un núcleo existencial no es comunicable con una técnica narrativa que se eslabone a través de lo anecdótico ni con un lenguaje que exprese solamente las apetencias personales o las necesidades sociales que se satisfacen en un solo medio (como es a fin de cuentas el de los marineros), hay por lógica que recurrir tanto a una forma de contar en la que se interpolan sin cesar las más desconcertantes reflexiones o digresiones y a un lenguaje en el que el espacio y el tiempo se proyectan en una dimensión casi mítica y en todo caso ajena a la mera designación objetiva, como sucede con el bíblico o el trágico al que se recurre a cada instante en la novela y en el que la voz humana alcanza una fuerza desmesurada como la que campea en medio de una tormenta en altamar. La figura del destino se afinca de esta manera en el polimorfismo de la vivencia que exige el máximo temple de quien la tiene y en lo multívoco del lenguaje que exige la máxima sensibilidad de quien lo escucha para mostrar cómo en un solo acontecimiento (la caza final) se percibe en su totalidad el dinamismo espaciotemporal de la existencia que, en cambio, buscamos reconstituir en vano con esas representaciones entre impostadas y almibaradas que llamamos “el momento más bello” de la vida, que como tal tiene un significado propio y al unísono deleznable: acoplar sin mucho esfuerzo la finitud de uno con la infinitud del mundo en un espacio en el que convergen las líneas sagitales del destino mas solo para el deleite personal. Como es obvio, este supuesto momento cumbre deberá comunicarse con un lenguaje idóneo para suscitar una gran emoción sin, empero, inquietar a quien lo comparte con uno mientras se gesta o cuando vuelve en la retrospección o en la idealización que es lo que, en el fondo, persigue. Mas cuando el encuadre estético busca expresar el instante de reconocimiento de cómo el mundo se realiza en uno y no canonizarlo como representación puramente subjetiva tiene que recurrir a un habla desconcertante que refuerza la violencia de la figura, del ánimo con el que se la vive y de las relaciones que se desarrollan a partir de él y en las que (nueva paradoja) el orden más severo se impone en la necesidad de descubrir por cuenta de uno la singularidad de cualquier contacto interhumano, como ocurre cuando Acab percibe en la mirada de Starbuck la figura de su mujer y de su hijo en un nuevo entrecruzamiento de la identidad del amor con la cohesión social de la existencia. Este momento, sin ser el “más bello” de su vida para ninguno de los dos personajes (quienes de hecho están en ascuas pues Moby Dick está a punto de aparecer por fin), muestra, sin embargo, cómo la hora de la verdad suena cuando menos lo espera uno y a despecho de lo que digan los lugares comunes del subjetivismo, por lo que el espacio y el tiempo en los que se despliega se hallan por encima de cualquier determinación empírica y, sobre todo, de la conformación psicológica con la que marineros tan curtidos como los que ahí intervienen vivirían la situación.


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