ApareSER. Víctor Gerardo Rivas López

ApareSER - Víctor Gerardo Rivas López


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la estructura espaciotemporal de cada proceso configurador: en el primer caso, hablamos de una compresión o distensión de esa estructura que de un modo u otro siempre pone en juego el sentido de un ser en el mundo o de una acción para definir su valor respecto al de los demás (como sería la venganza que arrastra a toda la tripulación aun cuando ella no tenga nada que ver con la ballena); en el segundo, la estructura se mantiene mas se orienta de acuerdo con los intereses o las necesidades de alguien o incluso de un sistema social en particular (pensemos en la exaltada oratoria de Acab que imbuye en sus hombres la sed de una venganza solo suya); en el tercero ocurre lo mismo, si bien aquí el proceso no pasa por el lenguaje, como en la retórica, ni por la alteridad de lo vital, como en lo estético, sino por la libido que busca satisfacerse aun cuando no haya una figura a través de la cual realizarse de modo consciente en el mundo (y entonces Acab y su tripulación buscan reafirmar su hombría en la ballena).

      Ahora bien, el que esta cuádruple singularidad sea circunstancial (o sea, que haya que determinarla en cada caso y no valga para ello regla general alguna), quizá daría pie para pensar que prácticamente es ilimitado el juego de lo figurativo y lo imaginativo de manera que cualquier figura podría echar a andar un proceso de recomposición afectiva y/o existencial si se le sitúa en el plano idóneo para ello, como ocurre en particular con las geométricas en el caso del arte abstracto o de las empíricas (publicitarias) en el del pop. Mas, como ya hemos señalado, el valor vivencial de la configuración obliga a que el núcleo alrededor del cual gira sea capaz de sostenerse por sí mismo con independencia de cualesquiera características físicas o psicológicas. De hecho, los grabados de Escher han mostrado que una figura tan inexpresiva como la de un pez que nada de perfil andará literalmente por las nubes solo si se integra en un ciclo total que también comprende a un ser por completo distinto a él como el ave. En cuanto a los sauces de Blackwood, su presencia sería igualmente anodina si no fuese porque se reitera ad infinitum en medio de un paraje cuya grandeza corre al parejo con la desolación que produce en los viajeros, al punto de que se hace concebible la aparición de poderes contrarios a lo humano como el que anida en Moby Dick. ¿Sucedería lo mismo si esa grandeza se captara, digamos, en medio de un grupo de turistas de esos que pagan las vacaciones en abonos? Lo dudo, pues en ese caso entre la naturaleza y lo humano se interpondría lo masivo que obligaría al autor, por más ingenioso que fuese, a trabajar la historia no en términos de terror metafísico sino de romances de verano entre un viudo y una mujer que no ha conocido el amor o algo por el estilo. De nuevo, la condición fenoménica no es reducible a las elaboraciones mentales en las que la falta de un trabajo sobre el material hace pensar que es factible imaginarse todo o darle el sentido que le huelgue a uno. Mas ni ahí es cierto eso, pues si hay algo innegable en la experiencia imaginativa común (que jamás llegará a ser obra de arte) es lo deshilvanado de la respectiva configuración, que casi de manera indefectible se queda en la ocurrencia en la acepción más elemental del término. La figura, el sentido y el mundo en el que se reconocen tienen entonces que tomarse en la unidad vivencial de la imagen y sin que sea dable disociarlos o establecer alguna relación causal entre ellos. Desde este ángulo, no sirve ni siquiera la declaración explícita del artista acerca de la gestación de la imagen en su cabeza, pues habrá casos en que haya comenzado por alguno de los tres elementos o por los tres a la vez sin que ello obste para que en cualquier fase del proceso se cambien las reglas del juego o para que otro (sea creador o no) aquilate si es suficiente el material que se le proporciona para ello o si, de plano, el autor se ha quedado a medio camino y el sentido se difumina antes de que la figura se perfile o de que el mundo se cohesione como debería hacerlo para dar una fuerte impresión. Por volver de nuevo al venero que tanto nos ha dado de qué hablar, en el género de terror o de misterio en apariencia basta con trasponer la naturalísima inseguridad que nos acomete cuando nos hallamos en un ambiente que o no conocemos o que no podemos determinar en un momento dado aunque lo conozcamos como la palma de nuestra mano; por ejemplo, en la propia casa donde moramos, en cada uno de cuyos rincones sabemos qué hay, puede intuirse algún tipo de presencia ciertamente inquietante si por las razones que sean se conjuntan dos o tres circunstancias tan comunes como que no haya la suficiente luz y crea uno escuchar que alguien anda en la habitación de junto. Y aunque de acuerdo al temperamento la impresión se disipará al instante o quizá se acrecentará, al menos se suscitará pues tiene que ver directamente con la constitución atávica de la imaginación que percibe formas de dinamismo ajenas a lo objetivo (¡preguntémoselo a Acab!). Mas esa facilidad con la que se supone que se suscita el terror es más ilusoria que real, justamente porque se realiza en un plano psicológico que es del todo ajeno al sentido estético de la configuración, como nos lo harán ver dos ejemplos, uno de ellos a mi juicio extraordinario y el otro un tanto cuestionable aunque ambos sean muy famosos.

      Después de la glosa que hemos hecho de Moby Dick, quizá resulte extraño juzgar esta historia como un proceso de configuración prácticamente perfecto, pues si tiene sentido que una protervia capaz de desquiciar a un hombre encarne en un ser descomunal y en un medio proceloso como el de altamar (ajeno al orden sociocultural que impera en tierra), es absurdo que encarne en un ser insignificante al que con una patada se le ahuyenta mientras uno sigue en sus ocupaciones personales y en la práctica de la religión. La figura del simio como verdugo de alguien en principio sabio, según esto, debería considerarse un fracaso, pues no da pie para imaginarse lo que se nos cuenta; sin embargo, aquí es donde se aquilata la unidad vivencial de la imagen en la que hemos hecho tanto énfasis en los últimos párrafos: el núcleo estético de cualquier proceso de configuración no es una figura física sino la presencia o carácter problemático del ser singular que lo sitúa en la irreducible diversidad del existir en el que en cualquier momento puede tomarnos por asalto lo inimaginable. Un simio pequeño, ciertamente, no causará espanto alguno a menos que de súbito manifieste una fuerza que justamente es monstruosa porque excede por completo su pequeñez y porque en realidad no es más que la del pensamiento del propio protagonista (como él lo dice), que por alguna razón en verdad inescrutable se corporeiza en el animal. Desde este ángulo, al menos, la desproporción física entre el tamaño y el sentido de la figura resulta ser un motivo muy poderoso a favor del horror que el simio provoca, en el cual se deja sentir, por cierto, el hecho de que ese animal en particular es el que más se asemeja al hombre, como su nombre lo indica: “simio” viene de “símil”, de algo que se parece mas no es idéntico, lo que, de hecho, contribuye a hacer más insoportable la semejanza. Mas no para aquí


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