ApareSER. Víctor Gerardo Rivas López

ApareSER - Víctor Gerardo Rivas López


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la agresividad de unos contra otros, las hecatombes naturales y en el ángulo superior derecho la decapitación por algún crimen del que quizá ni siquiera se es culpable. Lo más impresionante es que en todas estas posibilidades que nos llevan a desearla, la muerte muestra idéntica brutalidad, como si los innúmeros esqueletos no fuesen entes individuales sino sosias de una sola potencia infernal que (dato muy significativo) solo se ceba en los seres humanos, pues no hay, en efecto, un solo cadáver de animal en todo el cuadro mientras que los hay por docenas de niños, mujeres y hombres en las posiciones más grotescas, sea que hayan caído a medio camino (como el rey que inútilmente trata de ganar más tiempo con el ofrecimiento de unas riquezas de las que de todos modos ya se ha apoderado un esqueleto), sea que luchen aún en la turba de cadáveres, y gente enloquecida que se revuelca en carretones o en redes mientras avanza hacia un inmenso ataúd bajo una guadaña que blande un esqueleto montado sobre un caballo famélico. Doquiera que se posa la mirada, la muerte golpea, ahorca, destripa o arrastra.48 Esto no obstante, las imágenes más impresionantes del cuadro están en el ángulo inferior derecho, donde vemos a un grupo de jugadores en torno a una mesa bajo la cual trata de ocultarse un bufón en tanto los demás tratan de huir como lo hace una mujer a la que ya ha asido un esqueleto por la cintura, aun se regodean sin darse cuenta de lo que ocurre (como una pareja que tañe una guitarra en el extremo) o echan mano de la espada en un último gesto de desesperación, como lo hacen un soldado que se enfrenta a un esqueleto envuelto en una túnica o sudario y, sobre todo, un hombre que quizá sea la figura más conmovedora de toda la obra del artista, quien abre la boca como si gritara o no diera crédito a sus ojos, pues apenas un segundo antes estaba en el juego y ahora se encuentra en un pandemónium del que no hay escapatoria. Lo cual demuestra, según yo, que lo que vemos no corresponde a una temporalidad real ni tampoco a una simbólica, sino a una dialéctica o existencial que nos pone a merced de la muerte en medio de cualquier actividad, sea en verdad pecaminosa o no: por ejemplo, se entiende que la pareja que tañe y parece anticipar los placeres de la carne merezca quizá morir pues se deja llevar por la lujuria o que también lo merezca el rey que en el colmo del patetismo ofrece un tesoro que ya le han arrebatado, mas no que lo merezca una joven campesina cuyo cadáver aún tiene entre sus brazos el cuerpo de su pequeño hijo al que tal vez intentaba salvar y que en el colmo de la ironía un perro esquelético se dispone a devorar.

      El triunfo de la muerte no solo es absoluto, es brutal, sea por el hecho de que se da sin aviso previo, sea por la impotencia que denota hasta en los guerreros que intentan enfrentarla con un último adarme de bravura o sea, sobre todo, por lo anónimo e impersonal de su aspecto: en tanto que todas las figuras humanas expresan una emoción muy violenta que las dota de un carácter personal, los esqueletos son, como ya he señalado, idénticos unos a otros y apenas se distinguen porque algunos llevan sudarios, otros armaduras o alguna prenda y otros, de plano, nada. Esto, por un lado, desmiente la ilusión pseudometafísica de que la muerte de cada cual de alguna manera tendrá que ver con lo que haya hecho a lo largo de los años o (que casi es lo mismo) de que al morir habrá modo de recapitular nuestra vida entera como para darle “el toque final”, a lo que parece aludir un ataúd sin tapadera en el que se ve un cadáver amortajado que arrastran unos esqueletos y que representa al único muerto que más o menos descansa en paz. Esta ilusión desaparece, sin embargo, porque los esqueletos se ensañan con todos por igual, al punto de que la única expresión que se les ve es la de uno que vierte unos alambiques de los que bebían los jugadores del ángulo inferior derecho, que parece sonreír hasta que uno se percata de que lleva una máscara. El único supuesto rasgo de personalidad es así un engaño, pues tras la expresión con la que buscamos definir un carácter propio hallamos la universalidad abstracta de la osamenta que se apodera de uno sin darnos ni siquiera tiempo de pasar por la putrefacción. Mas esto es solo la mitad de la cuestión, ya que lo más asombroso no es que la muerte nos aplaste lo merezcamos o no, es que a pesar de eso el hombre busque darle un aspecto inequívoco o personal a un hecho que lo pone a la altura de cualquier animal, como lo evidencia el perro famélico que husmea al niño de brazos antes de darle la primera dentellada. Pese a que la muerte triunfe sobre todos con brutalidad, uno busca la posibilidad, si no de vencerla, sí de enfrentarla en un último arrojo pasional aunque eso resulte a todas luces patético. Desde esta perspectiva, llaman la atención las diferentes actitudes de los jugadores del ángulo, en el que la histeria de la mujer, la cobardía del bufón o la ceguera de la pareja de amantes contrastan con el coraje del soldado y del hombre joven que está a punto de sacar su espada aunque también dé la impresión de haberse quedado de una pieza. O sea que al contrastar en una forma magistral lo abstracto de la muerte con la actitud personal con la que cada cual le hace frente, Brueguelio inserta en un encuadre alegórico y tradicional una visión hondamente dramática de la condición humana, lo que le da al cuadro en su conjunto una expresividad auténticamente poética.

      Esta última glosa nos permite recapitular lo que hemos visto hasta aquí y que hemos analizado al hilo: en la configuración estética la expresión siempre se sobrepone a cualquier representación temática o simbólica, pues lo estético ante todo se vincula con la posibilidad de articular temporoespacialmente la realidad para dar cabida en una situación equis a emociones o a formas de identidad que por naturaleza no tendrían manera de realizarse ahí en donde las dispone el artista. Por volver a lo que acabamos de resaltar, parece increíble que ante la potencia abstracta de la muerte que cualquier hecatombe pone de manifiesto (pensemos en un campo de batalla cuando esta ha terminado o en los montones de cadáveres que deben haberse apiñado durante la peste negra), se despierte en el hombre la necesidad de orientarse ante ella más que de resistírsele o de intentar escapar. Esta originalidad de la actitud exige una expresión igualmente original que no es otra que la unidad vivencial de la imagen en la que la figura, el sentido y el mundo se destacan conforme con posibilidades hermenéuticas de distinta índole, según hemos visto en los ejemplos anteriores, en los que a través del respectivo contenido anecdótico o de la técnica correspondiente se perciben ciertas líneas generales del proceso configurador con independencia de si se realiza a través de la literatura o de la plástica: la primera de esas líneas (que expondremos sin seguir un orden jerárquico) consiste en la comprensión de la configuración como el proceso por medio del cual una condición natural o más bien naturalista desaparece por completo o solo se mantiene para crear una tensión dramática a favor de lo estético. A este respecto, Sheridan Le Fanu y Lovecraft han tomado caminos contrarios: aquel ha dotado una figura insignificante con un poder descomunal que ha llevado al protagonista a su perdición; el segundo ha encarnado ese poder en una figura que, sin embargo, no tenía la menor consistencia interna, por lo que a la postre solo ha sembrado el pánico sin destruir, empero, la estructura tradicional de la comunidad o sin exigir un cambio de posición de alguien en particular, lo cual no obsta para que de todas maneras haya abierto una puerta de comunicación con formas de existencia ajenas a las condiciones sensibles de la nuestra, que es lo que le da a su obra su valor literario y filosófico. En cuanto al Bosco y a Brueguelio, la lógica de la alucinación como un estado psicológico infernal y la de la muerte como un poder irresistible y a la par impersonal ha dado lugar a una integración de lo inverosímil y a una visión de la actitud de cada cual. Lo cual nos lleva al segundo aspecto: el vínculo estético entre figura, sentido y mundo dentro de la imagen no corresponde al desarrollo anecdótico u objetivo de la situación que nos muestra. De nuevo, los cuatro autores que hemos revisado toman opciones muy diversas: Sheridan Le Fanu elige una figura cuya fuerza se incrementa hasta hacer reventar el medio en el que se manifiesta, en este caso la consciencia del protagonista; Lovecraft, en cambio, varía de figura pues va de lo antropomórfico a lo híbrido y por fin a lo monstruoso y en todos esos casos pone la fuerza en su máximo nivel, lo cual destruiría la consciencia de sus personajes si no fuese porque interviene el entorno tanto comunitario como geográfico; el Bosco multiplica el aspecto de los entes que pueblan el espacio de la alucinación, en la totalidad de cuyos rincones se desquicia lo anatómico con tal violencia que en vez de intentar recomponerlo uno meramente se deja llevar por su violencia y pasa sin problema de un engendro al otro; por su lado, Brueguelio repite sin descanso la misma figura en todas las posiciones habidas y por haber sin que ello provoque el menor tedio, al contrario, pues el horror aquí lo provoca el que la repetición nos arroje en cada caso al mismo desamparo ineluctable; en suma, desproporción, exageración, contraposición y reiteración son posibilidades figurativas que dan origen a formas de composición


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