ApareSER. Víctor Gerardo Rivas López

ApareSER - Víctor Gerardo Rivas López


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se da un nuevo punto de flexión entre el espacio, el tiempo y la identidad del ser. Mientras que en condiciones naturales el espacio es ante todo la distancia entre un punto del que partimos y otro al que llegamos y el tiempo, por su parte, es la correspondiente medida de lo que hemos hecho entre esos dos puntos, en las condiciones estéticas ambos se reformulan en términos de un modo de ser que comienza por definirse de acuerdo con un cierto factor o situación que lo estructura de modo singular y termina por manifestar esa condición en forma crítica y al unísono imprevisible de antemano: una alucinación incidental se convierte en un encuentro con el destino, un defecto genético se proyecta en la revelación de una materialidad inconcebible, una serie de fantasmagorías nos da la medida de lo infernal y, por último, un hecho tan natural como la muerte nos revela la trascendencia caracterológica y dramática del hombre respecto a él. De ahí nuestra cuarta línea: los planos de especificación del proceso dependerán de la redefinición de la identidad. Si se trata de un fenómeno universal y que a la vez toca a cada cual en la médula de su ser, hay que plasmarlo con lujo de detalles y en medio del ímpetu destructor para que se vea cómo barre con todo sin el mayor cuidado, pero si se trata de describir un tipo de materia que no tiene vínculo alguno con lo que llamamos así entonces hay que pasar por encima del aspecto o de la magnitud que solo pondrían de manifiesto lo improbable de la figura y señalar que se conformaba de acuerdo con leyes ajenas por completo a las que rigen la existencia. Lo que exige una quinta y última línea de reflexión acerca del asunto, que quizá debería haber ido al inicio: la configuración no tiene que ser “realista”, tiene que ser “expresiva”. A reserva de elucidar el significado de la expresión en un capítulo ulterior, quiero insistir en la disimilitud entre las determinaciones naturales del ser (por ejemplo, la condición animal como fundamento de una conducta) y su determinación dentro de un esquema narrativo en el que lo animal o lo mortal se convierten de súbito en factores desestabilizadores de la identidad o del comportamiento lógico de un ser dentro de la trama, cuando no de la composición espacial en la que un rostro no tiene sentido si flota en la nada. La proporción que se entabla entre un elemento del todo fenoménico y su posible acción muestra que cuando no sabe uno a qué atenerse en relación con el mismo el resultado es o la mera desarticulación del proceso (como cuando una ocurrencia o un rasgo sensacionalista no tiene modo de arraigarse en el dinamismo de la historia o de la composición pictórica) o, al contrario, la revelación de un sentido sui generis como el de la unión entre lo terrorífico y lo trágico que, en principio al menos, no es indispensable para que el relato sea interesante. Respeto a la muerte, el que a través de su absoluto imperio sobre el hombre se muestre cómo la vive cada cual (insisto en el hecho de que Brueguelio no la representa como condición biológica sino como determinación antropológica) da a la configuración respectiva un valor extraordinario en el plano estético que en última instancia permite hacer a un lado cualesquiera representaciones simbólicas o escatológicas.

      Las líneas que acabamos de trazar constituyen en conjunto el fundamento de una poética de la configuración estética al margen de que hablemos de una obra literaria o plástica, pues en esencia apuntan a los modos en los que el entramado espaciotemporal de cualquier identidad o situación permite hacer a un lado las constricciones naturales (es decir, psicológicas o meramente subjetivas) o, también, mantenerlas para hacer más expresivo aún su contraste con la fábrica estética que cada artista o cada cual (aunque no sea creador en la acepción sociocultural e histórica del término) proponen. En esencia, esta poética se refiere a la indisoluble unidad espaciotemporal en la que se gestan todos los sentidos u orientaciones emotivos que el ser mismo despliega para el hombre, lo que exige enfatizar que ese despliegue nunca es unívoco pues al menos tiene el doble horizonte del espacio y del tiempo, en cada una de cuyas vías se encuentran otras tantas derivaciones que explican que ya en el terreno de los hechos resulte sumamente difícil determinar la valía de una configuración que a los ojos de su autor o de la época correspondiente representa el culmen de la originalidad y que a la vuelta de unos cuantos años se hunde en el olvido y hasta hace dudar del propio horizonte de valoración estética, pues uno descubre cuán limitado es frente al que anuncia ya no digamos el siguiente siglo sino la siguiente década. Hay, en efecto, un límite muy estrecho entre originalidad y actualidad, y la mayoría de los artistas se queda en lo segundo sin llegar jamás a lo primero, como lo atestigua, insisto, la historia del arte al hablarnos de aquellos que en una cierta época gozan de un favor ilimitado en al menos alguno de los círculos de poder y después pasan de moda o dejan de ser significativos (como los retratistas academicistas decimonónicos de la clase de Winterhalter). Lo único que cabe aquí subrayar es que por más que en un determinado momento haya sido el alfa y el omega de la institucionalidad cultural, ninguna configuración se sostendrá si no toma en cuenta alguna al menos de las condiciones que hemos analizado hasta ahora, todas las cuales, por otro lado, tienen que ver de un modo o de otro con la condición dialéctica de lo sensible que se expresa antes que nada como devenir y/o como el juego de la identidad en el mundo. En efecto, hemos visto que incluso un hecho tan escueto como la muerte tiene que vivirse dentro de una situación que puede darle un significado inédito o inquietante que en las circunstancias del caso será una auténtica revelación para quienes tengan que enfrentarlas, como sería el caso si un alienígena irrumpiere en el territorio de esos poderes atávicos que normalmente moran en lo más oculto de las comarcas lejanas y a los que es mejor respetar. Los límites de lo sobrenatural se tienen, pues, que redefinir no en relación con una trascendencia metafísica sino con una serie de fuerzas que hasta tienen visos de naturaleza aunque no de una compatible con la finitud de la existencia humana. Mas no es esta la única opción: por otro lado tenemos la visión de un acuerdo entre lo natural y el hombre cuya expresión más depurada sería un fenómeno que, por cierto, hasta ahora se nos ha escapado de las manos: hablo de la belleza. Según esto, lo poético tal como lo hemos delineado con las líneas anteriores no tendría ningún vínculo directo con lo que suele llamarse así, es decir, con la sublimación de lo humano en aras de una visión idealista para la que la belleza es el valor supremo de cualquier configuración. Y es a mis ojos muy significativo que tras haber comentado varias obras en las que la intensidad de la expresión salta a la vista no hayamos tenido oportunidad de glosar la correspondiente función de la belleza, ni siquiera en los casos en los que (como acabo de recordar) hay una clara armonía entre los diversos componentes de los ciclos naturales y las necesidades humanas que se satisfacen en un nivel en apariencia inferior pero que por el mismo ciclo termina por situarse en el punto más alto de la imagen.

      Ahora bien, si nos hemos dilatado tanto en los análisis precedentes es porque nos han permitido llegar a una poética en verdad crítica, pues la condición sine qua non de cualquier forma de comprensión fenomenológica es surgir a través de una vivencia propia y no de una regla teórica que a partir de una cierta idealización (por ejemplo, lo bello o lo sublime de la condición humana) deriva ciertos principios cuya aplicación debe ser universal. Con todo, si aparte de lo que un análisis pormenorizado de la imagen puede enseñarnos respecto al mérito o a las limitaciones de la configuración tal como en cada caso se nos da nos preguntásemos si no hay otro apoyo para la configuración de lo estético (que, recordémoslo, hemos tomado aquí como sinónimo del encuadre espaciotemporal de la existencia), habría que decir que sí, que además de la poética tenemos una séxtuple articulación ontológica que desde un ángulo diverso coadyuva a la concreción de la imagen pues pone en jaque la subjetividad substancial que la actitud natural y su idealización vía la metafísica preconizan. Lo cual corresponde al enfoque que hemos adoptado hasta aquí y que mantendremos hasta el fin de estas líneas, a saber, que el fenómeno estético oscila entre lo artístico y lo existencial sin que sea menester elegir entre ambas opciones pues a fin de cuentas cualquier interés filosófico en el arte o en el proceso configurador en general tiene que ver con las posibilidades que el mismo abre para la comprensión del ser del hombre. En efecto, si hay un valor crítico en la expresión artística, es justamente porque ella nos hace conscientes de las singularísimas sincronías que hay entre la ecología natural y social (Escher), entre lo accidental y el destino (Melville) o entre la aparición de lo inimaginable y el reencuentro con formas de sabiduría que el discurso científico desdeña como formas de superstición más o menos deleznables (Lovecraft). Así que (pace Kant) la poética da paso a una reflexión acerca de las condiciones trascendentales de la experiencia que sirve para profundizar la configuración


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