ApareSER. Víctor Gerardo Rivas López

ApareSER - Víctor Gerardo Rivas López


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mundo en el que aparece, sea lo monstruoso o lo trágico que, como hemos visto, en ocasiones excepcionales coinciden sin por ello confundirse: Moby Dick no tiene nada que ver con el género de terror y Té verde no tiene el calado épico de una novela como la de Melville, mas en ambas obras la configuración dramática y psicológica de la imagen alcanza tal cohesión que permite que se plantee el tema de la inquietante ubicuidad del mal en la naturaleza, en el que algunos animales nos hacen pensar a causa de su absoluta desproporción respecto a la sensibilidad humana a la que de súbito desquician o de plano remedan. Lo cual nos lleva a la cuestión del sentido u orientación elemental en el mundo diegético que la configuración sustenta, que en el caso de El horror de Dunwich tampoco se realiza del todo porque no queda claro nunca si la familia de Wilbur tenía modo de convocar la fuerza que les da ser a su hermano y a él, pues dada su miseria y las taras que la agobiaban desde muchas generaciones atrás mal podrían abrir brecha a una maldad intergaláctica que más bien se asentaría en una estirpe que por su lado prometiere reforzarla y no llevarla a la total degeneración. Lo cual no revierte a la condición esencial de todo esto, a saber, la dificultad de hacer a un lado el encuadre natural de la percepción respecto al estético en el que más que confundirse “razón, lógica e ideas normales de motivación” tendrían que reformularse para dar paso a una consciencia en verdad concreta como la que gracias a la técnica narrativa halla uno en Moby Dick, y no solo porque en este caso nos las hayamos con una posibilidad de configuración psicológica que mal casaría con el género de terror sino porque no hay modo de hacer suya una venganza ajena si uno no pone en juego la propia identidad, cosa a lo que el mismo medio marino obliga a quienes pasan mucho tiempo lejos de la cuestionable seguridad social que siempre se da por sentada en tierra. Y es este factor el que, en un giro de 180 grados, nos da una pista para a pesar de lo dicho comprender el valor de la narración de Lovecraft: el horror del que nos habla no tiene nada que ver con el mal en cuanto posibilidad de acción humana que lleva a la perdición sino con la aparición de fuerzas ajenas a cualquier condición normal de la existencia, que es muy distinto, lo que desde un ángulo sui generis nos descubre el límite de lo natural mismo, si por esto entendemos un principio racional de determinación del ser a través del devenir.

      Ahora bien, si hasta aquí hemos glosado tres ejemplos literarios es porque lo verbal es decisivo para la reflexión acerca del sentido de cualquier forma psicológica, mas si volvemos sobre lo andado y retomamos el problema de la configuración desde un punto de vista por completo distinto, veremos que hay en lo plástico modos de discernir hasta dónde ha llegado el proceso respectivo y si ha dado en el clavo o no. Los dos ejemplos que quiero parangonar provienen de un ámbito histórico un tanto excéntrico respecto al horizonte en el que nos hemos movido hasta aquí (es decir, el arte moderno), mas eso no tiene la menor importancia pues solo los vamos a utilizar para mostrar la fuerza respectiva en el manejo de una serie de motivos muy similares, los cuales tienen un vínculo más o menos obvio con los que acabamos de analizar. El primero de estos ejemplos es la tabla derecha de las tres que forman El jardín de las delicias del Bosco, en cuya sección central, en medio de una delirante mixtura de formas sin aparente sentido, vemos una especie de cascarón de huevo roto en cuyo interior hay tres personajes sentados a la mesa, un sirviente que saca vino de un tonel y otro que se asoma por el extremo. El cascarón (por más absurdo que resulte) semeja un pavo desplumado y decapitado, que se asienta en dos piernas o troncos que se hunden en sendas barcas que están detenidas sobre un lago o río donde hay otras muchas figuras en las más heteróclitas posiciones y actividades. Para colmo, a un lado del cascarón o monstruo se ve un rostro masculino bajo un plato que a guisa de sombrero le cubre la cabeza y en el que hay otros seres y objetos fantásticos como una gaita que es al unísono un alambique. En medio de la estrambótica sucesión de formas, el rostro destaca por la regularidad de sus rasgos y lo sereno de su expresión, que parecería corresponder a un espacio distinto del que sin darse cuenta lo han llevado hasta el que ocupa en la tabla si no fuese por un detalle tan desconcertante como el resto de lo que vemos: el rostro no tiene cuerpo, flota o aparece tan solo en la zona obscura que se halla tras el cascarón: su singularidad no es la de un ser que mantiene la calma en medio de una pesadilla sino la de lo aberrante que se disimula bajo una normalidad sin verdadero sustento, que por ello es tanto o más repelente que la de las figuras aledañas que sin ningún disimulo exhiben lo desaforado de su aspecto. Además, la expresión del rostro (está difícil llamarlo hombre), al romper con el entorno, nos habla de una realidad que sin ser la nuestra (pues en esta el rostro siempre da personalidad a un cuerpo que a su vez lo integra en el mundo de la acción y el deseo) podría al menos en un plano asemejársele, lo cual nos indica que además del plano de lo fantástico y de lo real hay al menos otro, el de lo aparente en el que la identidad se configura de una manera para nosotros a duras penas comprensible, pues en él las cosas nos dan un aspecto prima facie incontestable que, sin embargo, se desvanece en cuanto intentamos darle cuerpo en un mundo donde el nuestro pudiere encarnar.

      La irrupción de lo aparente nos da paso a una visión del mundo en verdad problemática, si por este término no solo entendemos nada más lo que plantea una contradicción que hay que resolver sino lo que nos impide configurar posibilidades allende el marco de referencia simbólico que maneja nuestra respectiva época o que dota nuestra personalidad con un núcleo afectivo. Uno se siente seguro porque cree que las distinciones entre los tres planos que acabamos de mencionar son de naturaleza substancial, es decir, que es perfectamente posible hallarse en uno sin que los otros dos interfieran, y sin embargo vemos aquí un elemento que no tiene nada que ver con el entorno pues justamente introduce una normalidad ajena por completo a él: no es el mundo al revés, es el mundo de al lado que se mantiene sereno porque no se da cuenta de que no tiene un sustento real y se reduce a una expresión incongrua dadas las circunstancias. Lo cual, contra lo que pudiese pensarse, más que vincularse con intereses o preocupaciones modernas, se entronca con una visión metafísica en la que lo aparente es siempre el escollo a eludir y no la vía hacia lo enigmático de la realidad humana, como lo es para cualquier pensador crítico, que por definición reduce las condiciones de la experiencia a una subjetividad trascendental en la que nociones como el “punto de vista” son irrelevantes y no porque haya una base teórica a la cual apelar sino porque hay una orientación existencial que nos obliga a rectificar lo que vemos una vez que nos damos cuenta de que estamos donde menos nos lo hubiésemos imaginado. Por ello, el interés filosófico de la imaginería que despliega el Bosco no se halla en los excesos de lo fantástico o en su muy factible valor alegórico, sino en el contraste entre esos planos con una forma de identidad en apariencia humana pero a la postre igual de perturbadora que el resto de lo que la rodea, identidad que introduce la cuña de la reflexión en el cerradísimo entramado de la configuración. O sea que no se trata nada más de echar a volar la imaginación y pintar (o interpretar) lo que a uno se le ocurra, sino que hay que saber apuntar desde donde uno esté a la conflictiva realidad existencial en la que nos movemos fuera de la unión paradisíaca del Eterno con el hombre y de este con la mujer que aparece en la tabla izquierda del tríptico. Al respecto, hay que señalar que este desplazamiento nos lanza a la comprensión de un sentido lateral o (como lo llamaremos adelante) tangencial que si bien nunca es directamente equiparable al que en su momento haya proyectado el artista, sirve para situarlo en una perspectiva histórica: que el Bosco presumiblemente haya proyectado El jardín de las delicias como una visión de la condición aparente de la existencia como castigo del pecado original no obstaría en lo más mínimo para que la razón por la que la obra destaca para una comprensión filosófica se halle en una sección lateral donde lo humano se plasma como realidad extraña en medio de lo alucinante y no como creación de una sabiduría absoluta para la que el ser de todo se manifiesta en la eternidad y por ende no tiene nada que ver con lo aparente. En otros términos, sin caer en ningún relativismo es factible ver cuándo la configuración aprovecha al máximo la fuerza poética del simbolismo para socavar cualquier idealización del desarrollo temático del tríptico (allende el Bosco incluso).


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