17 Instantes de una Primavera. Yulián Semiónov

17 Instantes de una Primavera - Yulián Semiónov


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la noción de perspectiva.

      «Bien contestado —se dijo Stirlitz—. Ahora debería responder al golpe… Preguntar, por ejemplo: ¿No está usted de acuerdo? Pero no preguntó y otra vez ofreció la posibilidad de ser golpeado».

      —¿Entonces es probable que el amuleto entre también en le categoría de la posibilidad? ¿O está usted en contra? —sonrió Schellenberg.

      Stirlitz acudió en su ayuda.

      —La parte alemana ha vencido en la discusión —afirmó—. Sin embargo, en aras de la verdad, debo decir que a las preguntas brillantes de Alemania, Rusia daba respuestas no menos brillantes. Hemos agotado el tema, pero no sé qué hubiéramos hecho si la parte rusa hubiese tomado la iniciativa en el ataque, haciendo preguntas…

      «¿Entendiste, hermanito?» preguntaban los ojos de Stirlitz, y al ver cómo se hinchaban de repente los músculos faciales del diplomático ruso, se percató de que su lección había sido comprendida.

      «No te irrites, querido amigo —pensó, mirando al muchacho que se alejaba—. Mejor que lo hiciera yo y no otro. Pero no tienes razón al hablar así de los amuletos. Cuando estoy muy mal y me lanzo al peligro con los ojos abiertos -y mis riesgos siempre son mortales- me pongo en el pecho un amuleto: el medallón donde guardo un mechón de pelo de Sashenka. Tuve que tirarlo porque era demasiado ruso y compré uno alemán, pesado, intencionalmente ostentoso, pero el mechón de pelo dorado y blanco de Sashenka está conmigo y es mi amuleto…»

      Hacía veintitrés años, en Vladivostok, había visto a Sashenka por última vez, cuando fue a cumplir una tarea de Dzerzhinski dentro de la emigración blanca, primero a Shanghai y después a París. Pero, desde aquel día terrible, lejano y ventoso, su imagen vivía en él, convertida ya en parte de sí mismo, se había disuelto en él, era una parte de su propio yo…

      Se acordó del inesperado encuentro con su hijo en Cracovia, ya casi de noche. Se acordó de la llegada de «Grishanchikov» a su hotel y de cómo hablaban en un susurro, con la radio puesta, y de lo atormentador que había sido alejarse del lado de su hijo que por la voluntad del destino había escogido también su camino. Stirlitz sabía que su hijo estaba ahora en Praga y que debía salvar esa ciudad de la explosión, de la misma forma en que él y el mayor Torbellino habían salvado Cracovia. Sabía lo sumamente difícil que le resultaba ahora llevar a cabo su tarea, pero comprendía también que cualquier esfuerzo por ver a su hijo —el viaje de Berlín a Praga sólo duraba seis horas— podía exponerlo al peligro…

      Se levantó, y cogiendo la vela, se acercó a la mesa. Sacó varias hojas de papel y las extendió como los naipes de un solitario. En una de ellas dibujó un hombre gordo y alto. Quiso escribir abajo «Goering», pero se abstuvo. En la segunda hoja dibujó la cara de Goebbels, en la tercera un rostro duro con una cicatriz: Bormann. Después de reflexionar unos instantes, escribió en la cuarta hoja «Reichsführer SS». Era el cargo de su jefe, Heinrich Himmler.

      Apartando las otras, Stirlitz acercó la hoja en que había dibujado a Goering y comenzó a trazar círculos y cuadrados sólo comprensibles para él. Los unió con líneas: dos gruesas, una fina y otra intermitente apenas visible.

      …Si un agente se encuentra en el centro de acontecimientos importantísimos, debe ser un hombre infinitamente emocional, hasta sensitivo como un actor; pero tiene que cubrir por completo esta desnudez emocional con sangre fría y una lógica implacable.

      En las noches en que, muy raras veces, Stirlitz se permitía sentirse como Isaiev, se entregaba a este tipo de razonamientos: ¿Qué significa ser un verdadero agente? ¿Reunir la información, procesar los datos objetivos y transmitirlos al centro para que se saquen conclusiones generales y se tomen decisiones? ¿O sacar sus propias conclusiones, ofrecer sus puntos de vista, proponer sus cálculos? Considerando que eres precisamente tú, tú el que siente exactamente lo que hay que esperar en el futuro, ¿tienes derecho tú, Maxim Isaiev, a influir en este futuro? La desgracia de la inteligencia, pensaba Isaiev, consiste en que la excesiva abundancia de información corriente oculta la perspectiva, la encubre, determina que las decisiones sean subjetivas, y no las consecuencias objetivas del análisis de la verdad, sea ésta siniestra o satisfactoria. Isaiev pensaba que si se le permitiera a la inteligencia ocuparse de la planificación de la política, podría resultar entonces que hubiera muchas recomendaciones y pocos datos. Isaiev creía que él, el agente, debía ser, ante todo, objetivo. Da malos resultados que la inteligencia esté totalmente subordinada a la línea política trazada de antemano: así le pasó a Hitler. Creía que la Unión Soviética era débil y no prestaba atención a las cautelosas opiniones de los militares: «Rusia no es tan débil como parece». Del mismo modo, está mal que la inteligencia se esfuerce por dominar la política. Lo ideal es que el agente entienda la perspectiva del desarrollo de los acontecimientos y ofrezca a los políticos varias soluciones posibles y, desde su punto de vista, razonables.

      Un agente, pensaba Isaiev, tiene derecho a dudar de la infalibilidad de sus predicciones, pero hay algo a lo que no tiene derecho: a alejarse del método objetivo de investigación de la realidad.

      Comenzando ahora el último análisis de aquel material que había podido reunir en todos estos años, Stirlitz debía sopesar todos sus «pro» y sus «contra». Se trataba del destino de millones de personas y de ningún modo podía equivocarse en ese análisis.

      .............

      11 Alexandr Isaiev, hijo de Stirlitz

      Información para un análisis (Goering)

      …Stirlitz empezó a fijarse por primera vez en Goering después de una incursión de «fortalezas volantes» norteamericanas en Kiel. La ciudad había sido quemada y destruida. Goering comunicó al Führer que en el raid habían participado trescientos aviones enemigos. El Gauleiter de Kiel, Groche, que encaneció en aquellas veinticuatro horas, había refutado a Goering: dijo que en la incursión habían tomado parte ochocientos aviones y la Luftwaffe nada había podido hacer para salvar la ciudad.

      Hitler miraba a Goering en silencio. Una mueca de asco recorría su cara. Movía su mano izquierda con inquietud. Parecía que el Führer se rascaba como un enfermo de psoriasis. Después estalló:

      —Ni una sola bomba enemiga caerá sobre las ciudades de Alemania —empezó a hablar nervioso, dolido, sin mirar a Goering— ¿Quién decía esto a la nación? ¿Quién lo hizo creer a nuestro partido? ¡He leído libros sobre juegos de azar y sé lo que es el bluff! ¡Alemania no es el paño verde de una mesa de juegos! —Hitler miró a Goering gravemente y continuó—: ¡Usted está hundido en la abundancia y el lujo, Goering! ¡Usted está viviendo en los días de la guerra como un emperador o un plutócrata judío! ¡Usted tira con el arco a los venados, mientras que mi nación es asesinada por la metralla de los aviones enemigos! ¡La vocación del líder es la grandeza de la nación! ¡El destino del líder es la modestia! ¡La profesión de un líder es la correlación exacta entre las promesas y su cumplimiento!

      Más tarde se supo que, al escuchar estas palabras de Hitler, Goering volvió a su casa y se acostó con fiebre y un fortísimo ataque de nervios. Iba constantemente a las ciudades bombardeadas, allí se reunía con el pueblo, exigía la ayuda inmediata para las víctimas, organizaba de nuevo la defensa antiaérea de la ciudad y después se acostaba con fiebre: la presión le subía y bajaba, los dedos se le ponían helados, la cabeza se le partía en dos y sentía las sienes y la frente oprimidas por un aro de dolor. Himmler, que trataba de obtener materiales comprometedores para el expediente de Goering —¿y si todo esto fuese teatro?—, le pidió que consiguiera un diagnóstico médico. Sin embargo, los datos de las investigaciones médicas confirmaron que, efectivamente, la presión de Goering subía de un modo brusco.

      Así, por primera vez, en 1942, Goering, sucesor oficial de Hitler, fue sometido a tan humillante crítica y en presencia, además, de la cohorte del Führer. Esto llegó de inmediato al expediente de Himmler y al día siguiente, sin pedir permiso a Hitler, el Reichsführer


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